jueves, 18 de noviembre de 2021

Territorios - Por GerardoBarbieri

La calle y el sonido del viento

-eran reales los colores

la brisa

los dones…-.

 

Hoy, el paisaje se repliega

bajo la lluvia.

 

Por alguna razón

puedo recordar estrellas y atardeceres

la intensidad de una pintura

la melodía de una canción…

 

Entiendo que son estrategias

son parte de la misma búsqueda

para reponer tu imagen

y aquellas palabras

que todavía humean

en la bruma de la existencia.


Obras premiadas en el Concurso literario narrativo CONTATE UN CUENTO XIV Ganador Categoría E – Adultos

 ¿Cómo decirle que no?

Fabían Kon , Buenos Aires


La trompada que le tiró Faustino al patovica quedó dibujada en el aire. Lo intentó de nuevo, de perfil, con los brazos hacia adelante y los puños apretados.

—Te vas por las buenas, flaco —amenazó el guardia, que ni se molestó en devolvérsela—, o te sacamos del forro de las pelotas. Y Faustino vio que, detrás de él, ahora tenía dos monos más.

—No pienso irme a ninguna parte —dijo—. Yo vine a divertirme, y el tarado ese buscó roña. —Señaló al pibe, que lo miraba sentado en el piso, con la camisa ensangrentada y palpándose el recuerdito que él le había dejado en el labio. Una buena piña.

Pese a sus gritos y forcejeos, los guardias lo levantaron y se lo llevaron pataleando en el aire. Con el reggaetón a todo volumen, los chicos siguieron bailando. Que echaran a los borrachos a la calle era algo normal en el boliche.

Cuando lo tiraron en la vereda, Faustino se los quedó observando a los simios esos. En otra situación les hubiera metido plomo hasta por el culo. Después de varios días guardado, hoy había sido su primera salida. Es decir que, si llegaban a llamar a la cana, se le pudría todo. Debía calmarse, masticar la bronca.

Bajá un cambio, se decía, mientras se alejaba caminando.

Al llegar a la esquina, chequeó si venía algún taxi. Y de paso observó alrededor: en la vereda de enfrente un flaco sin camisa intentaba sostenerse de la pared. Mientras, en la puerta del boliche, los patovicas charlaban como si nada.

Bien, nadie lo seguía. Debía ser precavido: el Portugués lo buscaba, implacable.

 —Quiero toda la guita que falta —le había advertido el Portugués, en aquel último encuentro. Y Faustino le mintió: le contó que le había pagado una deuda a un corredor de timba.

—Si no, Portugués, me mataban. Te juro por mi vieja que te devuelvo todo.

—Hasta el último mango.

—Hasta el último mango —repitió Faustino, besándose el índice y el pulgar cruzados.

Ni ganando varias trifectas podría devolver esa plata, así que días atrás había decidido escaparse con todo lo recaudado. Si se rajaba, por lo menos tenía que rajarse con un buen filón. O qué se pensaba el Portugués, si al final la zona de Barracas la manejaba Faustino. Y muy bien la manejaba, si hasta había desarrollado clientela de guita en el microcentro: ejecutivos que consumían de la buena.

Parado en la esquina, pensó en pedir un Uber, pero lo descartó: el Portugués podría haberle hackeado el celular. Desde que se había rajado, vivía obsesionado con que cualquier imbécil lo estaría espiando o siguiéndolo.

Pero por suerte ya faltaba poco: había convencido a Agustina de que se fueran los dos para el Uruguay, y lo harían mañana mismo.

Le hizo señas a un taxi, y se subió. Cuando el taxista movió la cabeza en gesto de pregunta, Faustino bajó la ventanilla, volvió a chequear y dijo:

   —A Humberto Primo y Perú.

Directo al bulín que tenía alquilado.

Cerró los ojos y trató de relajarse. Pensó en Agustina, en la noche en que la había conocido en el boliche de la Costanera. Ni pelota le dio semejante hembra, que siempre se había metido con puntos grosos. Sin embargo Faustino lo intentó varias veces, hasta que ella aflojó cuando él le mostró los pasajes a Rio. ¡Qué fin de semana se habían pasado en el Copacabana Palace!

La transa con el Portugués andaba bien, pero no tanto como para bancar ese tipo de gustos. Faustino pateaba la calle como un esclavo, entregando merca que le encargaban por WhatsApp. La cana no jodía, pero cada tanto aparecían los matones de Flores o de Constitución, y había que cagarse bien a tiros para defender el territorio. Los premios eran jugosos. Aunque, por supuesto, la tajada más grande se la encanutaba el Portugués.

La mano se fue complicando de a poco: demasiada guita se había soplado Faustino. Al principio lo hizo en montos relativamente moderados: el alquiler en Puerto Madero, los siguientes viajes con Agustina —algo más caros que el de Brasil—, los iPhones para ella y para su vieja. Montos no muy grandes, pero que fueron engrosando una bola de nieve. Una bola de mierda, mejor dicho.

Hasta que ella le pidió el anillo de brillantes:

—Si somos pareja, tengo que usar un anillo de mujer seria, de mujer comprometida.

Siempre le salía con caprichos caros después de coger. Se los susurraba al oído, envolviéndolo con las piernas calientes. ¿Cómo decirle que no?

—Ya elegí el anillo —dijo, y le besó la oreja y el cuello—. Lo vi en la joyería Alvear. No sabés, es divino.

Y, mañana mismo, él se lo regalaría. ¿Cómo decirle que no?

Sí, mañana terminaría todo. Faustino había aguantado interminables días durmiendo en pensiones de barrios alejados, saliendo bien temprano de mañana para mudarse a otra piojera. Y siempre encerrado, sin frecuentar ningún boliche, ni contactar a nadie. El Portugués estaría escarbando en todos los agujeros. Y no sólo por el monto del afano en sí: a un capo como él, nadie debería atreverse a joderlo.

En cada semáforo controlaba los autos y las motos cercanas. Notó que el tachero lo espiaba por el retrovisor. Pensaría que estaba llevando a algún loquito obsesionado con la idea de que lo curraran. 

—Es así, maestro —le dijo Faustino al tachero—. Hay cada vez más choreo en Buenos Aires, ¿vio?

Doblaron en la 9 de Julio. Faustino bajó en la esquina de Carlos Calvo y Perú, y antes de entrar se fumó un prudente faso: una verificación final.

Entró en el departamento y prendió la luz. Tiró las llaves en la mesa del comedor, y fue para el baño.

 Se había quedado dormido, sentado en el inodoro, de codos en las rodillas, cuando lo sobresaltó un chirrido. Y hubiera jurado que venía de la puerta del living. Se incorporó con torpeza, y trató de subirse el calzoncillo de entre los tobillos. Pero fue tarde: una mano lo agarró de los pelos, y él sintió que lo sacudían con algo muy duro, y la nuca le explotó de dolor. Confundido, con la cara aplastada contra la cerámica, percibió un líquido caliente que le recorría la sien y la mejilla.

—La guita, flaco. ¡La guita! ¿Dónde está?

Faustino alcanzó a ver el contorno de su atacante, que lo asfixiaba con las rodillas montadas en su espalda.

—No tengo un mango, hermano —dijo con voz ahogada—. Te equivocaste de punto.

—Revolvé todo —le ordenó a alguien el mono que lo sujetaba de los pelos, y ahí Faustino supo que eran dos. Por lo menos dos.

Oyó que abrían placares y revolvían y revoleaban cosas.

    —¡Dónde está la guita, la puta que te parió!

Faustino sintió otro fierrazo justo en la oreja. Como en una pesadilla, oyó que rasgaban la cortina de la ducha. Ruido de maderas quebrándose: sí, el botiquín. Casi desvanecido, supo que encontrarían todo en el nicho detrás del botiquín. Y entendió que también se desvanecía su única chance de que no lo mataran. Si recuperaban lo robado, la sentencia era inevitable.

El disparo en la nuca sonó apagado, atenuado por los toallones que envolvían la Thunder 45.

Los gorilas ya rajaban.

Salieron a la calle, y corrieron a subirse al auto que los esperaba en doble fila.

—Me trajeron mi anillo, ¿no? —les dijo Agustina, apenas subieron.

 

Obras premiadas en el Concurso literario narrativo CONTATE UN CUENTO XIV Ganador Categoría D – Educación de Jóvenes y Adultos

 El reencuentro

Por Patricia Mansilla, alumna de E.E.P.A 702 . de Balcarce

 Hace  tiempo vivía en una pequeña casa una niña muy tímida, ella era la mayor de sus cinco hermanos. Tan tímida era Maia, que apenas emitía una palabra, sus mejillas se sonrojaban y agachaba su cabeza para no cruzar miradas con quienes le hablaban o la observaban. Su timidez a veces la protegía, pero otra la hacía sufrir bastante. Sobre todo, esta angustia se profundizaba en la escuela a la que asistía, muchas veces sus compañeros se burlaban de ella o le hacían muecas de desprecio. Así se quedaba en un rinconcito para no llamar la atención de nadie.

    Maia vivía con su mamá y sus hermanos menores, casi no recordaba la figura de su padre pues a los tres o quizás cuatro años, se había ido por esa puerta enorme y nunca más lo había vuelto a ver. Su mamá trabajaba incansablemente para poder subsistir, por eso ella dedicaba el tiempo que le quedaba a cuidar con gran responsabilidad a sus hermanos. Pero además del vacío que había dejado su padre, otro quemaba su interior y era el no tener ni una sola amiga. Esas almas gemelas que hacen sentir más leves las penas y más intensas las alegrías.  Maia siempre estaba sola en la escuela, en la calle y en su casa, se  ocupaba del bienestar de sus hermanitos.

   Pero en uno de esos interminables días en la escuela, uno de esos en que otra vez ella se escondería para pasar inadvertida, apareció aquella personita que cambiaría para siempre su vida. Era una niña pálida, flaquísima, que se le acercó con su sonrisa brillante, ojitos destellantes y que sin temer a los que los demás dirían le ofreció una golosina. Aquello la paralizó, nunca nadie le había ofrecido un regalo y de esa manera. Ella la miró con sus enormes ojos azules, tomó la golosina y rápidamente huyó. Esta escena se repitió todos los días durante una semana, pero el último día, el viernes algo diferente ocurrió. La niña pálida de ojos brillantes esta vez se sentó a su lado y después pronunció un dulce _”hola, esto es para ti”-e hizo que la barrera que impedía que Maia demostrara sus sentimientos se derritiera por fin. Luego como siempre le ofreció la golosina y una cartita adornada con caritas felices y flores.

   Parece que el mensaje escrito alegró el rostro redondito de la pequeña de ojos azules, porque por primera vez, levantó la cabeza y sonrió en aquel patio interminable. Luego salió corriendo de la escuela, pero en esta ocasión su apuro era para contarle a su mamá la noticia: una nueva compañera  quería ser su amiga. Al fin parecía que tendría eso que tanto anhelaba, ¡una amiga verdadera!

   Los días pasaron, así también las semanas y meses...aquellas dos jovencitas  eran inseparables, realmente almas gemelas. Y aunque sus familias eran muy diferentes, a ellas eso no les importaba. Fueron creciendo y cada una abriéndose camino por la vida, con muchos sueños por cumplir. Aunque Maia siempre supo que contaba con desventajas, se había prometido a sí misma no terminar como su madre.  Todo parecía marchar bien con sus planes, hasta que un día aquella jovencita pálida y flaquísima anunció a su amiga lo peor. Pronto se irían con su familia a otro país, donde les esperaba un mejor porvenir, al menos eso decía su padre. Aquello dejó paralizada a Maia, ¿cómo seguiría su vida sin su única amiga? ¿Podría continuar con sus objetivos sin el apoyo incondicional de Anita?

 Los años pasaron...

    Se escuchaban ruidos de sirenas, camillas que pasaban rápidamente, pacientes que se quejaban, voces que se entremezclaban. Y allí con una fortaleza que sorprendía, se encontraba una doctora que se dirigía a la sala de urgencias. Era Maia, nadie la reconocería, si la vieran sus antiguos compañeros, sus profesores. Es una persona diferente, no sólo porque su figura ha cambiado sino porque su carácter ha mutado.

   De repente una paciente de unos doce años llegó a la sala, con una respiración suave y lenta toda ensangrentada. Parecía no tener cura, sus heridas eran muy profundas provocadas por  un accidente automovilístico. Maia ya estaba por terminar su turno, pero algo la detuvo, giró su cabeza y vio a esa jovencita. Volvió a colocarse su bata y entró en acción. No sabía por qué, pero algo la movía a actuar como si aquella fuera su propia hija. Por el pasillo varias personas irrumpían desconsoladas, gritándole, suplicándole que la salvara,  le hacían mil y una promesa. Maia no se detuvo, organizó y dirigió el procedimiento todo rápidamente.

     Las horas pasaron tan lentamente que parecía que el reloj, simplemente estaba dibujado sobre la pared. Alguien irrumpió en el consultorio de Maia, era la madre de la jovencita que agonizaba. Le suplicaba, una vez más, que hiciera todo lo posible por salvar a su pequeña, que estaba dispuesta a hacer lo que ella le dijera. Se arrodilló, lloró, gritó, nada parecía calmarla. En ese momento giró su cabeza  y miró una nota colgada en la pared, al lado de varios títulos académicos. Leyó unas palabras, aquellas le parecieron familiar...”Los amigos siempre están, pero más en las malas”,”siempre seremos amigas” rodeadas de flores y caritas felices. Ahora lo entendió, su corazón no la engañaba, sabía que podía confiar en esta doctora, su querida amiga de la infancia (que por cosas de la vida poco a poco se habían dejado

 de comunicarse), estaba allí en el momento más triste y desesperante de su vida. Se dio vuelta, la miró fijamente y Maia simplemente la abrazó, tan fuerte que apenas podía hablar. _”Aquí estoy querida amiga para ti, como tú me salvaste una vez a mí, aquí estoy”.

    No sabemos si la fuerza de la amistad verdadera obró en aquella ocasión, pero lo que sucedió después tal vez lo pruebe...la jovencita mejoró y continuó su vida llena de sueños alegres como los de su madre. Así fue que aquellas dos almas nunca más se distanciaron, agradecidas de haberse salvado una a la otra y devolverse a la vida.

Obras premiadas en el Concurso literario narrativo CONTATE UN CUENTO XIV Ganador Categoría C – jóvenes de 16,17 y 18 años

 Nuestro último latido

Por Anneke Wendel , alumna del Colegio Brigadier General Martín Rodríguez de Tandil

 

 Solía divertirse, saltar, jugar... En fin: cosas que parecen ser maravillosas a la luz de la niñez, pero que al uno ir creciendo se van deformando con los problemas que trae la adultez. Pero parecía tan mágica riendo que tan sólo con mirarla, lograba hacerme olvidar de las dificultades que presentaba mi día a día.

Fue en uno de esos días en el que, luego de la escuela, ambos nos fuimos caminando. Ella, tomaba mi dedo con su pequeña manito. Terminamos en una plazoleta a la que nunca habíamos ido, y pensé que sería buena idea quedarnos a tomar aire fresco por un tiempo. No recuerdo realmente qué fue lo que me hizo hacerlo: era una de esas tardes nubladas y oscuras de invierno, por lo que no había nadie en el lugar. Sin embargo, ella se las ingeniaba para hacer de aquel mal día una tarde especial: lograba encontrar lo bello en cada cosa... o quizás así lo veía yo, que me costaba encontrar lo divertido en un parque vacío.

Tiempo más tarde, comenzaron a caer las primeras gotas de lo que parecía ser una fuerte tormenta. Fascinada, miraba al cielo y se preparaba para saltar en los pequeños charcos que comenzaban a formarse en medio de la tierra. Sonreía...

Pero parece ser que las cosas buenas duran poco... en mi caso 7 años para ser precisos. Demasiado poco, creo. No sé si llamarlo destino, casualidad... ¿En qué se rige la vida? sea lo que sea: ¿por qué? ¿por qué a ella? ¿por qué a mí?

El estruendo me sacudió de mis pensamientos e inmediatamente intenté buscar de dónde provenía. Todavía no lograba entender qué había pasado e incluso por un momento la perdí de vista, hasta que finalmente al darme la vuelta encontré que su pequeño cuerpecito aún en uniforme, yacía en el piso.

No tengo recuerdos muy claros de aquel día, pero creo que la tomé en mis brazos y sólo la observé. La delicadeza de su rostro seguía intacta, incluso sumida en ese sueño eterno. Justo como en las películas en las escenas tristes, comenzó a llover con mayor intensidad que antes.

 “Una bala perdida”, me dijeron. Una bala perdida que había acabado con su frescura, y con ella, mi vida entera. Se había convertido en víctima de un arma mal apuntada, de la que los forenses no obtenían mayor información que su calibre.

El caso de mi hija perdió reconocimiento e importancia en la ciudad. Supongo que eso pasa en todo el mundo: cuando no se encuentra mucha información, simplemente se olvida el caso y con él a sus víctimas. Es fácil verlo desde un punto alejado... pero era mi hija, y no iba a permitir que se la olvidase así de fácil. Interiormente, necesitaba una respuesta, que se siguiese con la investigación, y estaba dispuesto a cualquier cosa para que se descubriera al desgraciado que tiró del gatillo aquel día.

A pesar de todos mis esfuerzos, no logré nada por mí mismo: parecía que la sociedad completa, había tomado todo aquello como una muerte más y no como una vida menos. No podía permitir que todo quedara en la nada: estaba dispuesto a cualquier cosa por saber qué era lo que había ocurrido, por obtener una respuesta.

Me tomé un par de días para pensar qué hacer. Me costaba saber qué era lo que quería yo verdaderamente, hasta que me di cuenta: quería justicia y quizás venganza. Sea lo que sea, no podía hacerlo solo: necesitaba de un apoyo en masa, de una comunidad que le diera reconocimiento a la causa de mi hija para así conseguir que se llevara a cabo una resolución. Por un momento, apenas unos segundos, algo cruzó mi cabeza. Algo que me hizo pensar que de esa manera llamaría la atención.

Me dirigí a la casa de la madre de mi hija: en realidad madre adoptiva al igual que yo. Ambos la adoptamos cuando ella tenía 3 años, y la pequeña se acostumbró rápido a nosotros. Y así como se acostumbró a los dos, tuvo que acostumbrarse a vivir lejos de ella luego de que la abandonara en el mismo hogar del que la habíamos sacado. ¿Su explicación? Que era muy caprichosa para poder cuidarla. Enferma... definitivamente merecía pagar por lo que le había hecho.

Se había mudado a un barrio residencial con su nuevo marido, el cual había sido elegido no por la cantidad de amor sino de billetes en el bolsillo. Empresario: y como todo prototipo de empresario, iba vestido de traje y obviamente siempre estaba fuera de casa. Nunca tenía tiempo suficiente para ella o su lujosa mansión. No fue difícil localizarla. Sabía que su marido se encontraba fuera del país por motivos de negocios, por lo que la oportunidad del encuentro era ideal. Al menos para mí.

 -   Buenas tardes, señorita. ¿Me recuerda?

-   ¿Cómo olvidarte? ¿Vienes a mendigar dinero? ¿O a agradecerme por haber devuelto a la mocosa a dónde pertenecía?

 Definitivamente nada había cambiado. Era exactamente la misma basura de siempre, o peor. Fue esa última frase la que me hizo hacer lo que hice: enterré la pequeña hoja de mi navaja de bolsillo en su cuello. Sentir cómo cada fibra de su interior se iba perforando al paso del objeto se sentía extrañamente satisfactorio. Segundos después, lo único que quedaba era su cuerpo. Su maldito y asqueroso cuerpo. Lo arrastré y lo llevé al fondo de la casa. Dejé la navaja a su lado, y como era de esperarse al cabo de dos días vinieron a buscarme varios policías e investigadores. Parecía haber dado en el ángulo: el caso revolucionó a la ciudad. Parece ser que el dinero aceleraba las cosas.

Aquel día, me llevaron hasta la sala de declaraciones. Supuse que ya se habían dado cuenta de mis verdaderas intenciones: el parentesco que tenía con la víctima, y la reciente muerte de mi hija sin ninguna solución lo hacía aún más evidente: además ningún asesino deja el arma a la vista de todo el mundo aun habiendo tenido tiempo de esconderla.

- Lo único que quiero es una respuesta... Quiero saber quién fue y cómo pagará lo que hizo. Ahora, tanto él como yo estamos en la misma situación: ambos acabamos con una vida. Si yo voy a pagar por lo que hice, quiero que él también lo haga. Necesito un poco de paz, y saber que ya no estará suelto en la calle, aunque no aliviaré mi tristeza, me calmará un poco el dolor que siento... Por favor, oficial.

Recordé entonces lo bien que me había sentido al deslizar la cuchilla entre la carne de tan desgraciada mujer. ¿Realmente habría sido una bala sin rumbo? ¿O es que había descargado su ira en un tiro certero?

 Y así es como llego al que ahora es mi presente: escribo detrás de unas barras que no me permiten salir: espero que, en un futuro cercano, aquel que gatilló esté en la misma posición que yo. Sé que hice lo que debía hacer, y nadie ni nada, ni siquiera el tiempo que deba transcurrir entre estas cuatro paredes me harán arrepentirme.

A pesar de eso, la extraño demasiado. Sus caricias, su mirada... su manera de mirar al mundo. Jamás la voy a poder olvidar. Su sonrisa me persigue, porque sé que tendría que haberme deshecho de más personas por las que en algún momento de su corta vida, derramó una lágrima. Irónico, ¿no?

Afortunado tú, lector. Que puedes revivirla tan sólo volviendo algunas líneas arriba cuando ella todavía saltaba en el charco de agua. Tú, que me has acompañado a lo largo de esta historia, mantenla viva releyendo el comienzo de esta historia cuando ella aún vivía feliz. Disfruta de su risa, su magia, su manera de ser. Evita lo que yo, en su momento, no pude evitar.

Créeme: el hecho de que esté encerrado en este lugar, no significa que no pueda llegar hasta ahí. Sí, donde tú estás justo en este instante leyendo estas palabras. Quizás esté justo detrás tuyo en este instante... no. No te voltees.

Limítate a leerla, no la dejes morir. Ya sabes el riesgo que corres si le haces daño. Quizás, puedas llegar a sentir el dolor de una bala perdida.

Obras premiadas en el Concurso literario narrativo CONTATE UN CUENTO XIV Ganador Categoría B – jóvenes de 14 y 15 años

 

La mirada de la Paloma

Por Juan Manuel Constancio, alumno del Colegio Santa Rosa de Lima de Balcarce

 

En el camino que une las ciudades de Perth con Inverness, en las Tierras Altas de Escocia, descubrí un pequeño pueblo antiguo y conservador llamado Pitlochry. No tendría más de 1500 habitantes. Los lugareños me recibieron con la calidez y la tranquilidad propias de un sitio perdido en las montañas. En la lúgubre plaza central del pueblito se alzaba una fuente de adoquín rodeada de seis edificios, con diseño gótico del siglo XVIII, autóctonos del lugar. Entre ellos se destacaba una gran biblioteca de andesita pulida. Grandes ventanales de madera con vidrios desgastados, en cuyos laterales dos faroles negros colgaban de la pared, daban hacia la plaza. La entrada, sin embargo, permanecía oculta entre las sombras de una oscura calle lateral desde donde varias gárgolas, también de andesita, parecían observar a los transeúntes que pasaban por el lugar. En lo alto del tejado se alzaba una enorme y deslumbrante campana dorada. Llamó mi atención que innumerable cantidad de palomas se posaran en todos los rincones del edificio: en cada ventana, sobre los faroles y las gárgolas, las canaletas, el tejado, el campanario y la enorme campana dorada.

Luego de almorzar y de arrojar mi moneda a la fuente, fui a investigar la curiosa biblioteca. Al ingresar, el edificio me pareció más grande por dentro que por fuera. Había, en el centro de una gran habitación oscura, una recepción polvorienta cubierta por telarañas que se extendían de una punta a la otra. El sitio estaba apenas iluminado por la cálida luz amarillenta de un par de velas. No había rastros de un bibliotecario, por lo que me dirigí directamente a los estantes avejentados, allí bajo una capa de polvo encontré varios libros. Luego de hojear libro tras libro, encontré uno envuelto en una gruesa tapa azul rasgada como por un objeto punzante. Presentaba dos líneas de un rojo intenso, una en sentido vertical y otra en horizontal que se cruzaban en el centro. Al abrirlo, un índice muy exhaustivo contenía títulos referidos a seres mitológicos griegos, entre ellos, una mujer mitad mortal, mitad diosa, llamada Helena.

Me considero un lector apasionado. Amo cómo los libros emiten energías que son difíciles de transmitir de otra forma. Sin embargo, no había estado leyendo mucho últimamente, ocupado con mi trabajo. Por suerte, ahora podía dedicar mi tiempo a la lectura. Luego de revisar un tanto el misterioso libro y elegirme otros dos, regresé a la polvorienta recepción. El bibliotecario ya estaba allí. Verlo me causó cierta incomodidad. Era un hombre alto y sumamente delgado, de pelo canoso y tez pálida y arrugada. Ordenaba algunos libros con sus manos de dedos débiles y uñas gastadas. Parecía deprimido. Retiré los libros por unos días. Un paso antes de salir de la biblioteca, lo escuché pronunciar en voz ronca “ese libro azul no es como cualquier otro, jovencito. Tenga cuidado antes de abrirlo, nadie quiere que la suerte esté en su contra. Sólo le advierto: no caiga en la página en blanco cuando el reloj dé las tres”.

Como no creo en supersticiones, dejé pasar el comentario.

Al caer la tarde, alrededor de las 8:30, merendé en un cafecito cerca de la plaza. Allí alimenté a unas palomas que, con ojos grandes y pupilas dilatadas, me observaban con curiosidad. Me hospedaba en un hotel llamado “Howstell”. Éste también presentaba arquitectura gótica, pero no era la elegancia y la antigüedad lo que destacaban del edificio: en sus techos, en la entrada, cerca de las ventanas e incluso dentro del hotel había una enorme cantidad de palomas. Una vez instalado, tomé una ducha y me concentré en la lectura del libro misterioso. Para mi sorpresa, ya no tenía el exhaustivo índice que yo había leído. Por un momento me asusté, pero luego creí haberme confundido con otro libro de los que había elegido. La historia no tenía más de cincuenta páginas. Leí las primeras diecinueve y cené, mientras terminaba la veinteava. A decir verdad, no me llamó tanto la atención al principio, pero poco a poco, al entrar en el mundo mágico del libro donde uno imagina el escenario, los personajes y los objetos, me enamoré de la trama y, principalmente, de las ilustraciones que cada diez páginas adornaban la historia.

Ya entrada la noche caí en una que no podía dejar de mirar. En ella, Helena - hija de Zeus y pretendida por muchos héroes debido a su gran belleza física y de alma- se encontraba en un jardín de un celestial palacio dorado y blanco rodeada de gran cantidad de flores, árboles y aves, disfrutando de un hermoso día. Paris, el príncipe troyano, aparecía en escena. Ambos jóvenes se amaban y planeaban escapar juntos. Pude reconocer todas las especies de árboles y flores en ese jardín. Sin embargo, no encontraba similitud con las aves, salvo en un caso: cerca de un rincón oscuro, a pocos metros de la mujer, había una gran paloma, con ojos enormes y pupilas dilatadas, que acechaba a los otros animales como un ave de presa. Incluso parecía observarme. Me cautivaron tanto esos ojos que no podía dar vuelta la página. Pasé un tiempo largo como atrapado por la escena, hasta que finalmente tomé fuerzas y avancé. En el campanario se escucharon tres campanadas. De pronto, un gran golpe seco apagó las luces del hotel y, al no haber luz, decidí irme a dormir.

No dormí bien. Para nada bien. Soñé que Helena me hablaba en mi sueño. Que me decía "nunca confíes en tu suerte". Apareció el bibliotecario, su pelo canoso, sus dedos débiles, sus uñas gastadas. Luego la imagen en mi cabeza de unos grandes ojos, con enormes y protuberantes pupilas dilatadas. Sentí calor, estaba transpirando. Escuché la campana en mis oídos, el ruido de las palomas, el dulce sonido de la delgada moneda de cinco pesos plasmándose en el agua de la gran fuente de adoquín.

Desperté. Eran las siete y media. Me vi en el espejo: sólo había sido una pesadilla. Sin embargo, la mala noche se dejaba notar en mis pupilas. Abrí la ventana, podía ver la fuente, todo lo que la rodeaba e incluso sectores de mi habitación. Percibí a mis espaldas la entrada del mayordomo que me traía el desayuno. De pronto, escuché ese ruido bien característico de este pueblo: una paloma. Volví la vista por el estruendo de una bandeja y de la cerámica rompiéndose contra el suelo. No podía creer la expresión de sorpresa en el rostro del hombre mientras me observaba fijamente. Exclamó: “¿a cuántos más les sucederá?” y salió de la habitación, no sin antes tomar el libro azul en sus manos.

Me dirigí a la biblioteca para notificar del robo del libro. Un extraño silencio lo envolvía todo. Abrí la puerta. Nada había cambiado con respecto a la primera vez: la habitación oscura, la recepción polvorienta, las velas y las telarañas y sin embargo... se sentía diferente. Caminé por los pasillos. Sólo se escuchaban mis pisadas en el suelo, ni un sonido más. Todo era soledad: la biblioteca, la fuente, la campana, el antiguo pueblo gótico. Por fin encontré al bibliotecario: estaba colocando el libro de la tapa azul rasgada en el mismo estante del que yo lo había retirado el día anterior. Le pregunté cómo había llegado el libro a sus manos, pero el anciano ni se inmutó. No sólo no respondió, sino que parecía no haber escuchado mis palabras. Y entonces comprendí...pero... ¿sería posible...?

Los pensamientos brotaron en mi cabeza... la moneda en la fuente, la advertencia del bibliotecario, la habitación del hotel... la ilustración del libro... la mirada de las palomas... el revés en blanco de la imagen... y las tres campanadas...

Obras premiadas en el Concurso literario narrativo CONTATE UN CUENTO XIV Ganador Categoría A – jóvenes de 12 y 13 años

 La llave del espejo

Por Abril Borka , alumna de Colegio Barker de Temperley , Pcia Bs.As.

 

Antes de salir del cuarto, la impostora dirigió a Martina una sonrisa malévola. Ver su propio rostro de ese modo, como nunca lo había hecho, le puso la piel de gallina. Desde el espejo podía observarse la ventana. Y lo que sucedía abajo. Y se veía a ella misma, esto era aterrador.

La impostora salió del hotel con sus valijas. Martina notó que por un instante esa mujer, que era ella, sostuvo la mirada ante los administradores de la posada, la pareja siniestra, pero nadie dijo nada. Como si hablaran un idioma invisible. Como si ya todo estuviera dicho. Le pareció sentir una fuerte tensión, pero se rompió cuando se abrazaron. Y así la impostora subió al mismo vehículo que la había  traído a ella, sin mirar atrás; no lo necesitaba.

¿Cómo había llegado ahí? ¿Cómo había sido atrapada?   Y recordó…

Al despertar se cambió. Fue entonces cuando descubrió, al lado de la cama, en una pequeña mesita, una copa de algo que parecía ser vino. Los administradores la habían dejado ahí. Debajo, había una pequeña nota:

 “Copa de bienvenida: Un vino antiguo y muy caro de frambuesa. Cuenta la tradición que debes tomar un sorbo la primera mañana, porque quien lo hace, deja su alma en este hermoso lugar y es como si no se fuera nunca. Además siempre tendría suerte” 

Martina necesitaba suerte, ¿quién no? ¡y estaba de vacaciones!,  de modo que bebió un sorbo de la copa. La sorprendió el gusto, agrio para ser frambuesa y, sin querer, no pudo evitar volcar parte del contenido en su camisa.  Fue entonces cuando vio el espejo. Un extraño espejo. Muy antiguo. Hubiera jurado que antes no estaba ahí. Muy profundo en su interior. Oyó una voz, una señal de alarma que le decía que no debía mirarse en él; pero no le hizo caso. Después de todo ¿qué podría pasar? Se acercó despacio…

El espejo la atrapó en el primer reflejo. Era una trampa. Y ya no pudo salir.

Después de un tiempo, era en vano seguir gritando y golpeando el vidrio desde dentro. Decidió calmarse y explorar. Tal vez podría encontrar una salida. El interior de ese lugar le parecía enorme. Solo veía agua debajo de sus pies, era como un mar de mercurio, como otro espejo. La única opción era seguir y explorar, explorar

Al poco tiempo de caminar, Martina encontró un pueblo. Salieron algunas personas, que le dieron la bienvenida amablemente.

- ¡Aquí hay otra!  ¡Ya son tres este mes!  -dijo un joven que se acercaba a recibirla- ¡Hola! Mi nombre es José.

- ¡Hola! ¿Qué es este lugar? – preguntó Martina

- Esta es “La Capital de los Espejos”. Nadie sabe su verdadero nombre, así le decimos nosotros, - le contestó sonriendo-. Era como de su edad, alto, de pelo negro, ojos claros y bastante buen mozo.

- ¿Cómo es que terminé aquí?

- Tu alma fue absorbida con la ayuda de… ¿Cómo se llaman ahora? Ahhh sí… Roberto y Silvia. Los más leales sirvientes del espejo. No sabemos cómo llegamos. Ni como escapar. La única certeza es que estamos presos. Algunos, desde hace siglos. ¿Dónde fuiste atrapada? ¿Una cueva de una montaña? ¿Una habitación oscura de un museo? ¿Una posada alejada, en el medio de la nada?  -Martina asintió-  Cambian las formas, -prosiguió el joven- no obstante  el espejo es el mismo, igual que sus sirvientes… Pero llegaste en el momento indicado –dijo, mirándola de arriba abajo, al parecer le gustaba lo que veía-, en pocos minutos está por empezar una reunión. Nunca llegamos a nada, sin embargo, servirá para presentarte a los otros. 

Mientras tanto, el tiempo transcurría más rápido afuera. La impostora había tomado el lugar de Martina. De algún modo, había entrado en su cabeza mientras dormía y sabía de ella todo lo que necesitaba. Llegó a su casa y saludó amablemente a sus padres y hermanos, como solía hacerlo ella. Solo la madre pareció notar, en su sonrisa, una mueca extraña, fuera de lo común; pero la asoció al cansancio. Sin embargo, Denver, el perro, la miraba con decidida desconfianza y  le gruñía.

En la reunión había unas cuarenta personas. Todas estaban vestidas diferentes. Algunas con trajes bastante antiguos. Fue presentada y aplaudida. Y también mirada con lástima y resignación. Aprendió allí todo lo que había que aprender. Un universo nuevo, detrás de un espejo. Los espejos son las puertas. Un lugar donde no pasa el tiempo. Todos tienen la misma edad que cuando fueron absorbidos.  Aprendió que existen otros pueblos como La Capital de los Espejos. Tanto o más grandes que él. Cada pueblo estaba formado con las personas que había absorbido el espejo.  La gente allí hablaba en lenguas extrañas. Al parecer, existían más espejos mágicos en otros lugares y tiempos. Y se contaba que, incluso, más allá de la montaña más lejana, había un pueblo de seres extraños. Tal vez los primeros habitantes del mundo. O extraterrestres. Por último, y lo más inquietante de todo, aprendió que no se puede escapar de esa prisión.  Solo una persona escapó, contaba una vieja leyenda, hacía unos cinco mil años:  una mujer, sin embargo, la forma en que lo logró seguía siendo un misterio.

Martina les contó cómo había llegado.

- ¿Dices que te dieron algo de tomar? - averiguó José-  Al parecer solo funciona si bebes cierto líquido, disfrazado en el vino u otra bebida.

- Sí. ¡Fue vino! ¡De frambuesa! Incluso me manché un poco con unas gotas la camisa. Era rojo.

- ¡Déjame ver eso!  -dijo, acercándose a la camisa manchada, lo que incomodó un poco a Martina- Es cierto. ¡Incluso está fresca! ¿Te molestaría quitarte la camisa? No aquí, por supuesto. ¡Luisaaa! –gritó el joven agitado y contento- Llévala a la casa y dale algo de ropa. Necesito esa camisa. Tal vez tenga la clave para salir de aquí…  Los otros lo miraban sin entender nada. Martina también. Al parecer la reunión había finalizado.

    Luisa era la hermana de José y llevó a Martina a su casa. Le dio una blusa floreada, muy hermosa, en lugar de la camisa manchada. La invito a cenar con ella y también a quedarse. Había una habitación vacía.  Martina comió con Luisa. Y después se fue a dormir. Estaba rendida. Así pasó la primera noche dentro del espejo. Pero no podía dejar de pensar en el joven que la había recibido.  

     José no había dormido en toda la noche. Antes de ser absorbido con su hermana en la misma cabaña que Martina, treinta años antes, había sido químico. Estaba entusiasmado por utilizar sus conocimientos en esa mancha.  

     Durante la mañana siguiente, Martina fue a ver al químico a su improvisado laboratorio,  en el sótano de la casa. Estaba exaltado y feliz. Ella lo estuvo mirando trabajar, sin descanso, por un rato. En silencio. Y había decidido que le gustaba lo que veía.

- Martina. ¡Estabas ahí! – le dijo con una sonrisa dulce- Ven aquí. ¡Mira esto! 

Ella se acercó hasta el microscopio y observó la muestra mientras José le hablaba, muy cerca. Casi al oído.

- ¿Ves esa mancha?  Intenta secarla. ¿No puedes? ¡Claro que no se puede! Esa sustancia entró contigo. Y, como las cosas aquí nunca envejecen, siempre seguirá fresca, hagas lo que se hagas con ella, esa es la clave.

- José, perdóname, pero no entiendo.  

- Martina, -dijo José mirándola a los ojos-, todos hemos bebido un líquido antes de entrar. Al parecer esa bebida tiene una droga que abre la puerta del espejo. Hasta ahora nadie había traído consigo una muestra de ese líquido. Hasta que llegaste. Ahora, puedo analizar esta muestra, que siempre seguirá fresca, y aislar la sustancia maligna. Y, con suerte, encontrar un antídoto que revierta los efectos. La idea es usar el mismo espejo por donde entramos para salir.  Martina… has logrado lo que nadie hasta ahora. ¡Nos trajiste la llave del espejo!

 Por primera vez, Martina supo que la verdadera aventura de su vida estaba por comenzar…