jueves, 18 de noviembre de 2021

Obras premiadas en el Concurso literario narrativo CONTATE UN CUENTO XIV Ganador Categoría C – jóvenes de 16,17 y 18 años

 Nuestro último latido

Por Anneke Wendel , alumna del Colegio Brigadier General Martín Rodríguez de Tandil

 

 Solía divertirse, saltar, jugar... En fin: cosas que parecen ser maravillosas a la luz de la niñez, pero que al uno ir creciendo se van deformando con los problemas que trae la adultez. Pero parecía tan mágica riendo que tan sólo con mirarla, lograba hacerme olvidar de las dificultades que presentaba mi día a día.

Fue en uno de esos días en el que, luego de la escuela, ambos nos fuimos caminando. Ella, tomaba mi dedo con su pequeña manito. Terminamos en una plazoleta a la que nunca habíamos ido, y pensé que sería buena idea quedarnos a tomar aire fresco por un tiempo. No recuerdo realmente qué fue lo que me hizo hacerlo: era una de esas tardes nubladas y oscuras de invierno, por lo que no había nadie en el lugar. Sin embargo, ella se las ingeniaba para hacer de aquel mal día una tarde especial: lograba encontrar lo bello en cada cosa... o quizás así lo veía yo, que me costaba encontrar lo divertido en un parque vacío.

Tiempo más tarde, comenzaron a caer las primeras gotas de lo que parecía ser una fuerte tormenta. Fascinada, miraba al cielo y se preparaba para saltar en los pequeños charcos que comenzaban a formarse en medio de la tierra. Sonreía...

Pero parece ser que las cosas buenas duran poco... en mi caso 7 años para ser precisos. Demasiado poco, creo. No sé si llamarlo destino, casualidad... ¿En qué se rige la vida? sea lo que sea: ¿por qué? ¿por qué a ella? ¿por qué a mí?

El estruendo me sacudió de mis pensamientos e inmediatamente intenté buscar de dónde provenía. Todavía no lograba entender qué había pasado e incluso por un momento la perdí de vista, hasta que finalmente al darme la vuelta encontré que su pequeño cuerpecito aún en uniforme, yacía en el piso.

No tengo recuerdos muy claros de aquel día, pero creo que la tomé en mis brazos y sólo la observé. La delicadeza de su rostro seguía intacta, incluso sumida en ese sueño eterno. Justo como en las películas en las escenas tristes, comenzó a llover con mayor intensidad que antes.

 “Una bala perdida”, me dijeron. Una bala perdida que había acabado con su frescura, y con ella, mi vida entera. Se había convertido en víctima de un arma mal apuntada, de la que los forenses no obtenían mayor información que su calibre.

El caso de mi hija perdió reconocimiento e importancia en la ciudad. Supongo que eso pasa en todo el mundo: cuando no se encuentra mucha información, simplemente se olvida el caso y con él a sus víctimas. Es fácil verlo desde un punto alejado... pero era mi hija, y no iba a permitir que se la olvidase así de fácil. Interiormente, necesitaba una respuesta, que se siguiese con la investigación, y estaba dispuesto a cualquier cosa para que se descubriera al desgraciado que tiró del gatillo aquel día.

A pesar de todos mis esfuerzos, no logré nada por mí mismo: parecía que la sociedad completa, había tomado todo aquello como una muerte más y no como una vida menos. No podía permitir que todo quedara en la nada: estaba dispuesto a cualquier cosa por saber qué era lo que había ocurrido, por obtener una respuesta.

Me tomé un par de días para pensar qué hacer. Me costaba saber qué era lo que quería yo verdaderamente, hasta que me di cuenta: quería justicia y quizás venganza. Sea lo que sea, no podía hacerlo solo: necesitaba de un apoyo en masa, de una comunidad que le diera reconocimiento a la causa de mi hija para así conseguir que se llevara a cabo una resolución. Por un momento, apenas unos segundos, algo cruzó mi cabeza. Algo que me hizo pensar que de esa manera llamaría la atención.

Me dirigí a la casa de la madre de mi hija: en realidad madre adoptiva al igual que yo. Ambos la adoptamos cuando ella tenía 3 años, y la pequeña se acostumbró rápido a nosotros. Y así como se acostumbró a los dos, tuvo que acostumbrarse a vivir lejos de ella luego de que la abandonara en el mismo hogar del que la habíamos sacado. ¿Su explicación? Que era muy caprichosa para poder cuidarla. Enferma... definitivamente merecía pagar por lo que le había hecho.

Se había mudado a un barrio residencial con su nuevo marido, el cual había sido elegido no por la cantidad de amor sino de billetes en el bolsillo. Empresario: y como todo prototipo de empresario, iba vestido de traje y obviamente siempre estaba fuera de casa. Nunca tenía tiempo suficiente para ella o su lujosa mansión. No fue difícil localizarla. Sabía que su marido se encontraba fuera del país por motivos de negocios, por lo que la oportunidad del encuentro era ideal. Al menos para mí.

 -   Buenas tardes, señorita. ¿Me recuerda?

-   ¿Cómo olvidarte? ¿Vienes a mendigar dinero? ¿O a agradecerme por haber devuelto a la mocosa a dónde pertenecía?

 Definitivamente nada había cambiado. Era exactamente la misma basura de siempre, o peor. Fue esa última frase la que me hizo hacer lo que hice: enterré la pequeña hoja de mi navaja de bolsillo en su cuello. Sentir cómo cada fibra de su interior se iba perforando al paso del objeto se sentía extrañamente satisfactorio. Segundos después, lo único que quedaba era su cuerpo. Su maldito y asqueroso cuerpo. Lo arrastré y lo llevé al fondo de la casa. Dejé la navaja a su lado, y como era de esperarse al cabo de dos días vinieron a buscarme varios policías e investigadores. Parecía haber dado en el ángulo: el caso revolucionó a la ciudad. Parece ser que el dinero aceleraba las cosas.

Aquel día, me llevaron hasta la sala de declaraciones. Supuse que ya se habían dado cuenta de mis verdaderas intenciones: el parentesco que tenía con la víctima, y la reciente muerte de mi hija sin ninguna solución lo hacía aún más evidente: además ningún asesino deja el arma a la vista de todo el mundo aun habiendo tenido tiempo de esconderla.

- Lo único que quiero es una respuesta... Quiero saber quién fue y cómo pagará lo que hizo. Ahora, tanto él como yo estamos en la misma situación: ambos acabamos con una vida. Si yo voy a pagar por lo que hice, quiero que él también lo haga. Necesito un poco de paz, y saber que ya no estará suelto en la calle, aunque no aliviaré mi tristeza, me calmará un poco el dolor que siento... Por favor, oficial.

Recordé entonces lo bien que me había sentido al deslizar la cuchilla entre la carne de tan desgraciada mujer. ¿Realmente habría sido una bala sin rumbo? ¿O es que había descargado su ira en un tiro certero?

 Y así es como llego al que ahora es mi presente: escribo detrás de unas barras que no me permiten salir: espero que, en un futuro cercano, aquel que gatilló esté en la misma posición que yo. Sé que hice lo que debía hacer, y nadie ni nada, ni siquiera el tiempo que deba transcurrir entre estas cuatro paredes me harán arrepentirme.

A pesar de eso, la extraño demasiado. Sus caricias, su mirada... su manera de mirar al mundo. Jamás la voy a poder olvidar. Su sonrisa me persigue, porque sé que tendría que haberme deshecho de más personas por las que en algún momento de su corta vida, derramó una lágrima. Irónico, ¿no?

Afortunado tú, lector. Que puedes revivirla tan sólo volviendo algunas líneas arriba cuando ella todavía saltaba en el charco de agua. Tú, que me has acompañado a lo largo de esta historia, mantenla viva releyendo el comienzo de esta historia cuando ella aún vivía feliz. Disfruta de su risa, su magia, su manera de ser. Evita lo que yo, en su momento, no pude evitar.

Créeme: el hecho de que esté encerrado en este lugar, no significa que no pueda llegar hasta ahí. Sí, donde tú estás justo en este instante leyendo estas palabras. Quizás esté justo detrás tuyo en este instante... no. No te voltees.

Limítate a leerla, no la dejes morir. Ya sabes el riesgo que corres si le haces daño. Quizás, puedas llegar a sentir el dolor de una bala perdida.

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