¿Cómo decirle que no?
Fabían Kon
, Buenos Aires
La trompada que
le tiró Faustino al patovica quedó dibujada en el aire. Lo intentó de nuevo, de
perfil, con los brazos hacia adelante y los puños apretados.
—Te vas por las
buenas, flaco —amenazó el guardia, que ni se molestó en devolvérsela—, o te
sacamos del forro de las pelotas. Y Faustino vio que, detrás de él, ahora tenía
dos monos más.
—No pienso irme
a ninguna parte —dijo—. Yo vine a divertirme, y el tarado ese buscó roña.
—Señaló al pibe, que lo miraba sentado en el piso, con la camisa ensangrentada
y palpándose el recuerdito que él le había dejado en el labio. Una buena piña.
Pese a sus
gritos y forcejeos, los guardias lo levantaron y se lo llevaron pataleando en
el aire. Con el reggaetón a todo volumen, los chicos siguieron bailando. Que
echaran a los borrachos a la calle era algo normal en el boliche.
Cuando lo
tiraron en la vereda, Faustino se los quedó observando a los simios esos. En
otra situación les hubiera metido plomo hasta por el culo. Después de varios
días guardado, hoy había sido su primera salida. Es decir que, si llegaban a
llamar a la cana, se le pudría todo. Debía calmarse, masticar la bronca.
Bajá un cambio,
se decía, mientras se alejaba caminando.
Al llegar a la
esquina, chequeó si venía algún taxi. Y de paso observó alrededor: en la vereda
de enfrente un flaco sin camisa intentaba sostenerse de la pared. Mientras, en
la puerta del boliche, los patovicas charlaban como si nada.
Bien, nadie lo
seguía. Debía ser precavido: el Portugués lo buscaba, implacable.
—Quiero toda la guita que falta —le había
advertido el Portugués, en aquel último encuentro. Y Faustino le mintió: le
contó que le había pagado una deuda a un corredor de timba.
—Si no,
Portugués, me mataban. Te juro por mi vieja que te devuelvo todo.
—Hasta el último
mango.
—Hasta el último
mango —repitió Faustino, besándose el índice y el pulgar cruzados.
Ni ganando
varias trifectas podría devolver esa plata, así que días atrás había decidido
escaparse con todo lo recaudado. Si se rajaba, por lo menos tenía que rajarse
con un buen filón. O qué se pensaba el Portugués, si al final la zona de
Barracas la manejaba Faustino. Y muy bien la manejaba, si hasta había
desarrollado clientela de guita en el microcentro: ejecutivos que consumían de
la buena.
Parado en la
esquina, pensó en pedir un Uber, pero lo descartó: el Portugués podría haberle
hackeado el celular. Desde que se había rajado, vivía obsesionado con que
cualquier imbécil lo estaría espiando o siguiéndolo.
Pero por suerte
ya faltaba poco: había convencido a Agustina de que se fueran los dos para el
Uruguay, y lo harían mañana mismo.
Le hizo señas a
un taxi, y se subió. Cuando el taxista movió la cabeza en gesto de pregunta,
Faustino bajó la ventanilla, volvió a chequear y dijo:
—A Humberto Primo y Perú.
Directo al bulín
que tenía alquilado.
Cerró los ojos y
trató de relajarse. Pensó en Agustina, en la noche en que la había conocido en
el boliche de la Costanera. Ni pelota le dio semejante hembra, que siempre se
había metido con puntos grosos. Sin embargo Faustino lo intentó varias veces,
hasta que ella aflojó cuando él le mostró los pasajes a Rio. ¡Qué fin de semana
se habían pasado en el Copacabana Palace!
La transa con el
Portugués andaba bien, pero no tanto como para bancar ese tipo de gustos.
Faustino pateaba la calle como un esclavo, entregando merca que le encargaban
por WhatsApp. La cana no jodía, pero cada tanto aparecían los matones de Flores
o de Constitución, y había que cagarse bien a tiros para defender el
territorio. Los premios eran jugosos. Aunque, por supuesto, la tajada más grande
se la encanutaba el Portugués.
La mano se fue
complicando de a poco: demasiada guita se había soplado Faustino. Al principio
lo hizo en montos relativamente moderados: el alquiler en Puerto Madero, los
siguientes viajes con Agustina —algo más caros que el de Brasil—, los iPhones
para ella y para su vieja. Montos no muy grandes, pero que fueron engrosando
una bola de nieve. Una bola de mierda, mejor dicho.
Hasta que ella
le pidió el anillo de brillantes:
—Si somos
pareja, tengo que usar un anillo de mujer seria, de mujer comprometida.
Siempre le salía
con caprichos caros después de coger. Se los susurraba al oído, envolviéndolo
con las piernas calientes. ¿Cómo decirle que no?
—Ya elegí el
anillo —dijo, y le besó la oreja y el cuello—. Lo vi en la joyería Alvear. No
sabés, es divino.
Y, mañana mismo,
él se lo regalaría. ¿Cómo decirle que no?
Sí, mañana
terminaría todo. Faustino había aguantado interminables días durmiendo en
pensiones de barrios alejados, saliendo bien temprano de mañana para mudarse a
otra piojera. Y siempre encerrado, sin frecuentar ningún boliche, ni contactar
a nadie. El Portugués estaría escarbando en todos los agujeros. Y no sólo por
el monto del afano en sí: a un capo como él, nadie debería atreverse a joderlo.
En cada semáforo
controlaba los autos y las motos cercanas. Notó que el tachero lo espiaba por
el retrovisor. Pensaría que estaba llevando a algún loquito obsesionado con la
idea de que lo curraran.
—Es así, maestro
—le dijo Faustino al tachero—. Hay cada vez más choreo en Buenos Aires, ¿vio?
Doblaron en la 9
de Julio. Faustino bajó en la esquina de Carlos Calvo y Perú, y antes de entrar
se fumó un prudente faso: una verificación final.
Entró en el
departamento y prendió la luz. Tiró las llaves en la mesa del comedor, y fue
para el baño.
—La guita,
flaco. ¡La guita! ¿Dónde está?
Faustino alcanzó
a ver el contorno de su atacante, que lo asfixiaba con las rodillas montadas en
su espalda.
—No tengo un
mango, hermano —dijo con voz ahogada—. Te equivocaste de punto.
—Revolvé todo
—le ordenó a alguien el mono que lo sujetaba de los pelos, y ahí Faustino supo
que eran dos. Por lo menos dos.
Oyó que abrían
placares y revolvían y revoleaban cosas.
—¡Dónde está la guita, la puta que te
parió!
Faustino sintió
otro fierrazo justo en la oreja. Como en una pesadilla, oyó que rasgaban la
cortina de la ducha. Ruido de maderas quebrándose: sí, el botiquín. Casi
desvanecido, supo que encontrarían todo en el nicho detrás del botiquín. Y
entendió que también se desvanecía su única chance de que no lo mataran. Si
recuperaban lo robado, la sentencia era inevitable.
El disparo en la
nuca sonó apagado, atenuado por los toallones que envolvían la Thunder 45.
Los gorilas ya
rajaban.
Salieron a la
calle, y corrieron a subirse al auto que los esperaba en doble fila.
—Me trajeron mi
anillo, ¿no? —les dijo Agustina, apenas subieron.
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