sábado, 18 de mayo de 2019

La Feria del Libro o La Casada Infiel - Por María Elena Walsh

       La Feria era una fiesta, pero ya no es la misma margarita. La aventura de autores y editores fue gradualmente copada hasta transformarse en un pomposo aparato oficial, triunfante de marchas militares y mustias conmemoraciones.
En fin, que cuando la llevamos al río creímos que era mozuela pero
marido. La Feria se casó con el gobierno tras una serie de pases s que por lo menos merecen el homenaje de la perplejidad.
       Los escritores, fantasmales o proscriptos para los gobernantes de tlttia época, se convierten durante dos semanas en protagonistas de Un evento que sirve, como el Carnaval, para disimular la miseria cotidiana: la atrofia de nuestra cultura, que apesta a cucaracha parroquial, a catecismo soviético, a cartilla de boy scouts.
Asumir la fantasmalidad y profundizar la ausencia pueden ser Halladas maneras de manifestar disenso.
       Sería útil intentar un balance de los bienes que los contrayentes Han intercambiado en la boda ferial, y ante la falta de información nos Hallaremos a lanzar preguntas al viento, a imitar a tantos poetas que IV pasaron la vida interrogando al divinísimo botón:
"...Cuando el amor se olvida ¿sabes tú adonde va?" ¿Adonde van a parar las sumas recaudadas en entradas? "¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?" ¿Por qué es tan caro el alquiler de stands? "¿Dónde están las nieves de antaño?" ¿Por qué se invita antes al Presidente que a Olga Orozco? "Los Infantes de Aragón, ¿qué se fizieron?" ¿Cuántas bibliotecas escolares podrían equiparse con los 130 millones destinados a una carabela de cartón? "A sus habitantes, Señor, ¿qué les pasa?" ¿Por qué el público es obsequiado con tantas incomodidades?
       Resulta difícil entender por qué la Feria es "de interés nacional" y no la industria que la sustenta, para la que por otra parte sería temerario solicitar una protección condicionada.
Este "interés" se contradice el año entero a través de la política cultural y educativa reinante, que es sólo comparable al naufragio del Cap Arcona. Ignoramos si el Ministro de Educación concurrirá para cerrar algún libro que hubiere quedado abierto, o en su carácter de personaje de novela de ciencia ficción.
       La Feria ofrece al contrayente un éxito económico y un prestigio intelectual muy útiles para mejorar la sacrosanta "imagen del país en el exterior" que nadie mejor que nosotros mismos deteriora a fuerza de papelones. Vende también la ilusión de que no hay autores disidentes o que no hemos sido sancionados.
       ¿En qué medida corresponde e! Estado a estos beneficios? ¿Qué significan para él los autores durante el resto del año? Omito el tema de los premios literarios, por pudor. Pero la pensión derivada de los máximos galardones asciende, como se sabe, a $ 80.000 mensuales. No digo que esté mal, sólo me atrevería a pedir reciprocidad: que los escribas estipulemos las jubilaciones de los máximos funcionarios del Estado. Quiero creer que seríamos un poco más generosos, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de dineros públicos.
       En asuntos monetarios el argumento no varía: el Estado jamás tiene fondos para la cultura. Repliquemos con una frase de Ezra Pound, perito en finanzas como todos los poetas (si no lo fueran, pocos habrían sobrevivido): "Decir que el Estado no puede hacer algo por falta de dinero es tan ridículo como decir que no puede construir carreteras por falta de kilómetros".
       Sería impertinente suponer que mendigamos prebendas, pero sólo algunos actos de justicia retributiva, siempre que no recorten la libertad del destinatario, suelen testimoniar la preocupación de un gobierno por sus intelectuales.
       No es el momento de reclamar premios, dádivas, cargos diplomáticos ni reapertura del Fondo Nacional de las Artes. Se trataría más bien de recordar otra famosa frase: "No quiero que me den una mano, quiero que me saquen las manos de encima".
Por ejemplo, esa mano de nieve que instaló una computadora en la Feria "para mejor atención del público" y que al parecer cumple otro cometido: el de someter previamente a los servicios de inteligencia las listas de autores y libros réprobos o elegidos. Agradeceríamos que esto no fuera verdad.
        Si lo es, no critico tan higiénica precaución, sólo que allí también sería deseable la reciprocidad. Que los autores decidiéramos, por computadora o a dedo, qué funcionarios merecen seguir en circulación y cuál debería ser el tenor de sus discursos. Ojo por ojo y lista por lista. Aunque, civilizadamente, prefiramos y esperemos diálogo por diálogo.
       Al parecer el trámite es innecesario: editores y distribuidores gozan de tan bien aceitada autocensura que se cuidan como de la enuresis de distribuir libros que pudieran ser considerados (¿por quién?) non sanctos.
       La Feria, boda mediante, es un chato festival de los mismos best-sellers que saturan librerías y comentarios durante todo el año y que ni siquiera ofrecen al comprador la ventaja de un apreciable descuento. Al ser oficializada, de ella está ausente toda osadía técnica o espiritual, se mantiene ajena a discusiones y proyectos. Las conmemoraciones no son nocivas sino en la medida que obstruyen la noción de realidad y de futuro. Todo trasunta una compulsión a hacer buena letra según las normas difundidas hasta el lavado de cerebro por los medios de difusión, que procuran retrotraernos al limbo, o a Murcia en 1940. El público, que ha convertido a un simple mercado en un acontecimiento social inédito en el mundo, merece ser avisado del fraude y del atraso en los que se pretende encapsularlo, aislándolo de la cultura contemporánea.
       Procuro ser monolíticamente solidaria con el gremio plumífero y lamentaría mucho que se supusiera que me erijo en dómine (¡como si nos escasearan!) y cuestiono su adhesión a la Feria. Ganaron y merecen ese oasis de confraternidad y no es mi propósito resultar aguafiestas (¡como si nos faltaran!) sino compartir dudas acerca de uno de los pocos asuntos públicos que nos concierne entrañablemente pero cuyos avatares se deciden a nuestras espaldas. Podría afirmar que prácticamente ningún escritor apreciable tiene injerencia en la organización ni en las características de una Feria de la que al fin y al cabo es dueño.
       Resumiendo: ¡voto por la privatización de la Feria del Libro!
Sólo sobre la base de una total libertad de expresión y circulación de obras, ideas y autores, puede aceptarse un pacto "de interés nacional". El apoyo popular hace innecesaria la búsqueda de protección económica que, por otra parte y hasta que se demuestre lo contrario, el gobierno no ofrece. De modo que la Feria, como la costurerita, dio el paso sin necesidad. La mutua conveniencia será digna sólo cuando la actual "apertura" se transforme en lo que debe ser: no una paulatina extensión de permisos sino el respeto a la autonomía intelectual, sin pretextos ni condicionamientos.
       No es que piense que la Feria debió mantenerse intransigentemente soltera. Pudo casarse con el Regimiento de Granaderos, porque esos soldados acarrearon los cajones de libros y no precisamente de autores conformistas que acompañaron a San Martín en todos sus viajes y campañas.
Libros que inspiraron nuestra emancipación y cuyos equivalentes actuales serían hoy vetados. El fundador del Regimiento, y de la Patria, no se entretuvo en cerrar universidades sino en abrir bibliotecas... costeándolas con su propio sueldo.
       Digamos que la frase pronunciada por el oportuno colega Fernando de Elizalde, años antes de este Proceso, "Los escritores somos un clavel en el ojal del gobierno", resultaría apropiado lema para esta 6- Feria. No es en sí reprobable, sólo que algunos preferiremos, hasta que aclare, pernoctar discretamente en un florero.
Digamos que el día de mañana mis nietos puedan preguntarme: "Pero cómo, ¿no te enteraste entonces de que la Feria se había casado con el gobierno?", y yo deba responder: "Ay no, fíjate que estaba tan ocupada firmando libros que no me enteré, creí que seguía siendo mozuela".
       Estos despistes se suelen pagar muy caros, y el día menos pensado uno somatiza mortalmente en esa parte de su ser llamada de conciencia.
"¿Callaremos ahora para llorar después?"                             ,
       Por ejemplo a la hora del Juicio Final, cuando Tata Dios mi pregunte: "¿Dónde están tus hermanos Haroldo y Rodolfo, que ni los he visto por la Feria?", yo no sabré qué contestarle. Y por ese pecado de ignorancia me mandará, derechita y humana, a! mismísimo infierno.


Rechazada su publicación en febrero de 1980