Usted, como
yo, es nacido acá. La diferencia es en años: ahí le llevo una buena ventaja.
Pero no crea que por eso conozco tanto como afirma. Le agradezco, desde ya, el
cumplido. Pero, ¿sabe qué? Unos días me acuerdo tan poco que ni para empezar
alcanza y otros...
Un nombre, el que usted largó en la tranquera, me revive una
época que ni yo mismo sabía tenerla tan presente: Doña María Luisa... Como bien
dijo, vivía allá por la treinta y dos, al lado del almacén El 14 de Julio, que
ya no está. Y no, ya lo han volteado. Si me parece verlo y ahí a la vuelta,
pegado no más, que vendría a ser la cuarenta y siete, su rancho. Las paredes de
adobe alguna vez blanqueado, el corredor torcido, las chapas oxidadas medio
tapadas por paja reseca y piedras. Calles de tierra; lejos, aunque ahora no lo
parece tanto, fuera del pueblo; quintas o campitos, como quiera llamarlos. Mire
alrededor y tendrá idea de cómo era, más o menos. Dos sillas, serían tres, la
cocina económica, una mesa rezongona como ésta, un catre con el colchón de lana
averiado y una o dos mantas. Los clavos en la pared para los cacharros, el
freno y otros cueros, que antes no escaseaban y a Dios gracias todavía no me
faltan a mí. La poca platería de mis galas la tuve que malvender, porque oro
nunca tuve, pero no importa. Va y viene, como dicen. Sáquele los pocos libros que conservo, todos de temas patrios,
porque doña María Luisa ni sabía leer, y agréguele unos frascos nada limpios en
un aparador pintado de verde o marrón, que ya ni color tenía. El ropero con el
espejo biselado que ve ahí: es el mismo, porque se lo compré al hijo cuando la
pobre fue difunta, según habíamos arreglado. Al poco tiempo, bah, y enseguida
sabrá por qué.
Bajo el
colchón ella guardaba un envoltorio de diarios con sus riquezas, cosa que acá
no va a encontrar por más que busque. Y no era tanta tampoco como se decía. Lo
poco o mucho con que alguna gente le agradecía sus servicios. Y bueno, si mira
el piso como el patio, de tierra regada a veces, el alambrado caído, con alguna
oveja como éstas, aunque ella también criaba cabras. Los perros... No mucho
más. Electricidad no conocíamos, así que agréguele un farol a querosén y unos
platos con velas, y ahí lo tiene ya que quiere conocer como era.
No sabe la
fama que tenía. La mantuvo mientras vivió y mucho después. Treinta años ese
ropero me acompaña y ahí está usted nombrándola, usted que entonces debía ser
muy chico, si es que era ya nacido, así que imagínese... Sí, todo el mundo la
conocía. Un empacho, un mal de ojo, eran como decirle una nada para doña María,
cosas de todos los días. Hasta los médicos le recomendaban clientela, cuando no
le mandaban la policía, medio en serio y medio en broma todo, y sabiendo alguno
que al consultorio no necesitarían volver, por la mano que ella tenía, ¿vio?
Pero eso era lo de menos. Todavía hay quien hace esas curas y bien. Ella no
buscaba vueltas para enseñarles a las propias madres, así se las arreglaban
solas; y lo aprendían, como que era buena la maestra, algo de no creer. De
partera, la mejor. Si no fuera por algún crío que venía mal sentado y sólo Dios
lo hubiera encaminado. Ya ve: pasa el tiempo, la gente cambia, ¿y quién se
acuerda de los que vivieron antes? Usted y yo, si no hay alguno más...
Perdone si
lo molesto; se ha enfriado el agua. Vamos a ensillar que el viaje es largo. Y
para que no le caiga tan amargo... Ahí está, este porrón es lo que necesitaba;
un chorrito no más por cada cimarrón, que empieza a refrescar. Le mando el
resto a la pava, para no perder tiempo. Listo: póngase cómodo, ya vuelvo a mi
rincón. El lugar no es grande pero sobra para dos y unos recuerdos que mucho no
ocupan tampoco.
Yo tenía
una hermana menor, ¿sabe? Huérfanos de chicos, como nunca me casé, esa era la
familia en esta casa. Los otros hermanos y medio hermanos, ocho más, andaban
por ahí, lejos, nunca nos veíamos y ahora mismo hace años que ni noticia tengo.
No le extrañe si no la nombro, pero así ha de ser. Era de buen carácter,
madrugadora como yo y muy trabajadora. Buena para la cocina y los remiendos,
aunque de poca escuela. Pasó que al cumplir los quince o dieciséis la andaba
solicitando uno del pueblo que a mí mucho no me gustaba. No por nada, ¿vio? ¡Si
no lo conocía! Pero la notaba muy cambiada, como que se me iba alejando. Yo era
casi un padre para ella, porque otro no tenía, y empezamos a andar a los
tirones, un día y otro, discutiendo, por ahí sin hablarnos, cuando habíamos
sido tan unidos y compañeros los dos. Este hombre era de plata; auto tenía, y
casa en el centro, como le digo, aunque no me quisieron indicar bien dónde.
Siempre me pareció medio ladino. Algo ocultaba, digo, para comportarse así.
Debía rondar los treinta y pico, y las
más de las veces lo vi trajeado, el pelo brilloso, llevándose el mundo por
delante. A mí me escapaba; poco hablamos y las últimas veces mal, como cosas
que no se misturan.
Mi hermana
empezó a faltar en la casa. Yo entonces salía a hacer changas; volvía y esto
era un silencio que no me gustaba. Todo como lo había dejado, los animales sin
agua, la comida sin hacer... Bueno, pensé,
no es culpa de ella,
si es el destino. Pero él tendrá que aclararme algunas cosas, porque yo no
estoy de palo en mi propio rancho, ¿no le parece?
El asunto
anduvo así, a los tumbos, por unas semanas. Una madrugada volvió ella, cuando
yo estaba para levantarme. Oí un motor, la puerta y pasó para la pieza. Como
hacía unos días que no la veía, me fui a matear a la cocina, un poco a esperar
que amaneciera y otro poco a que se arrimara, para ver qué novedades había.
Pasó más de una hora, se me lavó la cebadura que era yerba nomás, un cimarrón,
no como éste porque a la mañana no acostumbro.. Y fue que salí para mis cosas,
hasta la noche, bastante retobado pero sin decir nada, para no dar calce a
alguna discusión de las que ya venía cansado.
Al volver
la encontré sentada, con el fuego apagado y casi a oscuras. Prendí unas velas y
al acercarme quedé sorprendido de cómo tenía la cara, llena de moretones. Los
vestidos nuevos, que ni se había cambiado, parecían trapos de fregar, y estaba
con la mirada perdida. Le sacudí los hombros y la llamé varias veces por su
nombre, pero sólo reaccionó mirándome, como pidiendo perdón. Yo me olvidé de mi
propia bronca y la abracé, igual que de chicos, en el tiempo que ella me curaba
los raspones con pan y agua. Así éramos de hermanos y lo seguíamos siendo.
¿Cómo, si no? Solos en el mundo. Más o menos me di cuenta de dónde venía la
cosa. No me quiso responder y al hablar sólo me preguntó si quería que me
cocinara algo. Mire qué mansa había vuelto, la pobre. Le señalé el aparador,
arrimé unas astillas del patio y me fui al colchón a buscar mi riqueza: un 38
largo que años atrás había cambiado por trabajo, por si lo exigían las
circunstancias. Mentí que enseguida volvía y salí a buscarlo. Ya le dije que no
conocía la casa, pero tenía algunos datos que me podían servir. Esa noche
anduve mucho, a pie, porque era por el centro, pero no tuve suerte. Ya será
otra si no ésta, me dije, y volví con más bronca que antes, no contra ella, que
merecía ayuda, sino por ese mal nacido que habría de pagar sus culpas.
Pasaron
unos días más y yo con los mismos preparativos y la misma mala suerte, hasta
que una comadre me nombró a doña María Luisa, su conocida de siempre, me dijo,
que seguro me arrimaría alguna solución.
Sin
pensarlo me fui hasta el 14 de Julio, esta vez de a caballo, que entonces tenía
dos, con un fajo de billetes en el cinto, el 38 y el cuchillo, toda mi fortuna.
Doblé la esquina y con desmontar nomás ya me estaba atendiendo muy solícita,
pues la comadre había preparado la cosa. Sin averiguaciones me hizo sentar en
un rincón de la mesa, como si fuera éste, mire bien lo que le digo. Entornó la
puerta del ropero y nos vimos los dos en el espejo. Mientras hablaba de mi
hermana y de los hombres, que a su entender no éramos nunca buena semilla,
tiraba al brasero unos yuyos resecos que iba sacando a puñados de los frascos.
La cocina
se fue ahumando. Me picaban los ojos y doña María Luisa, cada tanto, se acodaba
en la mesa y me clavaba los suyos, medio verdes, medio celestes, enrojecidos
por el humo y los años. Sin darme cuenta, de golpe miré al espejo y entre las
manchas que todavía tiene, las nubes y un poco que se había empañado, ya no me
vi yo mismo, créalo: me pareció estar
en otro lado.
Había
hombres y mujeres, bailando y tomando en mesas redondas, mucho colorinche y
poca claridad. Entre esos estaba él, sin sombrero, desafiándome con burla, y mi
hermana, ausente como la veía estos últimos días desde que volviera, triste,
abandonada, pidiendo ayuda.
Me tapé los
ojos con las manos, porque era demasiado para mí, y cuando volví a mirar había
una casa que conocí, de las mejores del pueblo por ese entonces, y no quise
saber más. Salí a los tropezones, mareado y furioso, monté y fui a buscarlo.
Poco me
costó, con las visiones que había tenido. Golpeé con el llamador varias veces y
ni bien una mujer entreabrió la puerta me metí por el zaguán, recorrí la casa
hasta que lo encontré, casi desnudo, y le vacié el cargador del 38 sin pedir ni
dar excusas.
¿Quién era?
Nunca lo supe. Un principal del pueblo, según me comentaron, prestamista y
tramposo, de mucha misa y poca moral. Tampoco supieron ellos quién le había
hecho justicia, porque al parecer tenía unos cuantos enredos, de polleras y de
los otros, y parece que mi mano hizo lo que otras no se animaron. Con no decir
que liquidé más de una deuda en cada tiro.
Me fui con
una cuadrilla para Vidal, no sin antes encargarle a la comadre el cuidado de mi
hermana. Volví a los meses, tanteando el ambiente para ver qué se veía. La cosa
estaba medio olvidada. Eso no fue problema. Pero mi hermana ya no estaba.
Nadie supo
darme noticia. Ni siquiera la comadre, que había caído muy enferma y murió al
poco tiempo. La busqué donde creí poder hallarla y me di cuenta de que la única
ayuda vendría de doña María Luisa, de dónde si no.
Me atendió
como si esperara la visita, sin preguntas, frente al espejo y con el brasero
armando esas tormentas picantes. Vi ahora que mi hermana estaba acostada en una
cama blanca, pálida y con los dos ojos abiertos, pero en paz, y entendí que
habría muerto.
Le dejé a
mi amiga lo que llevaba y me vine para acá, donde sigo viviendo, solo,
esperando de los años el descanso que no tengo en vida. Verá que me senté hoy,
como siempre, en este rincón de la mesa, con el
ropero entreabierto,
para mirar en ese espejo y esperar por si me ayuda otra vez.
Usted no
tiene por qué creerlo, pero más de una noche en vela los vuelvo a ver. Al
muerto, a mi hermana sonriendo como en los buenos tiempos y a doña María Luisa,
que Dios la guarde en su santa gloria, tirando puñados de yuyos secos al
brasero.