miércoles, 25 de diciembre de 2013

LA PUERTA ENTORNADA - Por Jorge Dágata


            Usted, como yo, es nacido acá. La diferencia es en años: ahí le llevo una buena ventaja. Pero no crea que por eso conozco tanto como afirma. Le agradezco, desde ya, el cumplido. Pero, ¿sabe qué? Unos días me acuerdo tan poco que ni para empezar alcanza y otros...
Un nombre, el que usted largó en la tranquera, me revive una época que ni yo mismo sabía tenerla tan presente: Doña María Luisa... Como bien dijo, vivía allá por la treinta y dos, al lado del almacén El 14 de Julio, que ya no está. Y no, ya lo han volteado. Si me parece verlo y ahí a la vuelta, pegado no más, que vendría a ser la cuarenta y siete, su rancho. Las paredes de adobe alguna vez blanqueado, el corredor torcido, las chapas oxidadas medio tapadas por paja reseca y piedras. Calles de tierra; lejos, aunque ahora no lo parece tanto, fuera del pueblo; quintas o campitos, como quiera llamarlos. Mire alrededor y tendrá idea de cómo era, más o menos. Dos sillas, serían tres, la cocina económica, una mesa rezongona como ésta, un catre con el colchón de lana averiado y una o dos mantas. Los clavos en la pared para los cacharros, el freno y otros cueros, que antes no escaseaban y a Dios gracias todavía no me faltan a mí. La poca platería de mis galas la tuve que malvender, porque oro nunca tuve, pero no importa. Va y viene, como dicen.  Sáquele los pocos libros que conservo, todos de temas patrios, porque doña María Luisa ni sabía leer, y agréguele unos frascos nada limpios en un aparador pintado de verde o marrón, que ya ni color tenía. El ropero con el espejo biselado que ve ahí: es el mismo, porque se lo compré al hijo cuando la pobre fue difunta, según habíamos arreglado. Al poco tiempo, bah, y enseguida sabrá por qué.
            Bajo el colchón ella guardaba un envoltorio de diarios con sus riquezas, cosa que acá no va a encontrar por más que busque. Y no era tanta tampoco como se decía. Lo poco o mucho con que alguna gente le agradecía sus servicios. Y bueno, si mira el piso como el patio, de tierra regada a veces, el alambrado caído, con alguna oveja como éstas, aunque ella también criaba cabras. Los perros... No mucho más. Electricidad no conocíamos, así que agréguele un farol a querosén y unos platos con velas, y ahí lo tiene ya que quiere conocer como era.
            No sabe la fama que tenía. La mantuvo mientras vivió y mucho después. Treinta años ese ropero me acompaña y ahí está usted nombrándola, usted que entonces debía ser muy chico, si es que era ya nacido, así que imagínese... Sí, todo el mundo la conocía. Un empacho, un mal de ojo, eran como decirle una nada para doña María, cosas de todos los días. Hasta los médicos le recomendaban clientela, cuando no le mandaban la policía, medio en serio y medio en broma todo, y sabiendo alguno que al consultorio no necesitarían volver, por la mano que ella tenía, ¿vio? Pero eso era lo de menos. Todavía hay quien hace esas curas y bien. Ella no buscaba vueltas para enseñarles a las propias madres, así se las arreglaban solas; y lo aprendían, como que era buena la maestra, algo de no creer. De partera, la mejor. Si no fuera por algún crío que venía mal sentado y sólo Dios lo hubiera encaminado. Ya ve: pasa el tiempo, la gente cambia, ¿y quién se acuerda de los que vivieron antes? Usted y yo, si no hay alguno más...
            Perdone si lo molesto; se ha enfriado el agua. Vamos a ensillar que el viaje es largo. Y para que no le caiga tan amargo... Ahí está, este porrón es lo que necesitaba; un chorrito no más por cada cimarrón, que empieza a refrescar. Le mando el resto a la pava, para no perder tiempo. Listo: póngase cómodo, ya vuelvo a mi rincón. El lugar no es grande pero sobra para dos y unos recuerdos que mucho no ocupan tampoco.
            Yo tenía una hermana menor, ¿sabe? Huérfanos de chicos, como nunca me casé, esa era la familia en esta casa. Los otros hermanos y medio hermanos, ocho más, andaban por ahí, lejos, nunca nos veíamos y ahora mismo hace años que ni noticia tengo. No le extrañe si no la nombro, pero así ha de ser. Era de buen carácter, madrugadora como yo y muy trabajadora. Buena para la cocina y los remiendos, aunque de poca escuela. Pasó que al cumplir los quince o dieciséis la andaba solicitando uno del pueblo que a mí mucho no me gustaba. No por nada, ¿vio? ¡Si no lo conocía! Pero la notaba muy cambiada, como que se me iba alejando. Yo era casi un padre para ella, porque otro no tenía, y empezamos a andar a los tirones, un día y otro, discutiendo, por ahí sin hablarnos, cuando habíamos sido tan unidos y compañeros los dos. Este hombre era de plata; auto tenía, y casa en el centro, como le digo, aunque no me quisieron indicar bien dónde. Siempre me pareció medio ladino. Algo ocultaba, digo, para comportarse así. Debía rondar los treinta y pico,  y las más de las veces lo vi trajeado, el pelo brilloso, llevándose el mundo por delante. A mí me escapaba; poco hablamos y las últimas veces mal, como cosas que no se misturan.
            Mi hermana empezó a faltar en la casa. Yo entonces salía a hacer changas; volvía y esto era un silencio que no me gustaba. Todo como lo había dejado, los animales sin agua, la comida sin hacer... Bueno, pensé,

 no es culpa de ella, si es el destino. Pero él tendrá que aclararme algunas cosas, porque yo no estoy de palo en mi propio rancho, ¿no le parece?
            El asunto anduvo así, a los tumbos, por unas semanas. Una madrugada volvió ella, cuando yo estaba para levantarme. Oí un motor, la puerta y pasó para la pieza. Como hacía unos días que no la veía, me fui a matear a la cocina, un poco a esperar que amaneciera y otro poco a que se arrimara, para ver qué novedades había. Pasó más de una hora, se me lavó la cebadura que era yerba nomás, un cimarrón, no como éste porque a la mañana no acostumbro.. Y fue que salí para mis cosas, hasta la noche, bastante retobado pero sin decir nada, para no dar calce a alguna discusión de las que ya venía cansado.
            Al volver la encontré sentada, con el fuego apagado y casi a oscuras. Prendí unas velas y al acercarme quedé sorprendido de cómo tenía la cara, llena de moretones. Los vestidos nuevos, que ni se había cambiado, parecían trapos de fregar, y estaba con la mirada perdida. Le sacudí los hombros y la llamé varias veces por su nombre, pero sólo reaccionó mirándome, como pidiendo perdón. Yo me olvidé de mi propia bronca y la abracé, igual que de chicos, en el tiempo que ella me curaba los raspones con pan y agua. Así éramos de hermanos y lo seguíamos siendo. ¿Cómo, si no? Solos en el mundo. Más o menos me di cuenta de dónde venía la cosa. No me quiso responder y al hablar sólo me preguntó si quería que me cocinara algo. Mire qué mansa había vuelto, la pobre. Le señalé el aparador, arrimé unas astillas del patio y me fui al colchón a buscar mi riqueza: un 38 largo que años atrás había cambiado por trabajo, por si lo exigían las circunstancias. Mentí que enseguida volvía y salí a buscarlo. Ya le dije que no conocía la casa, pero tenía algunos datos que me podían servir. Esa noche anduve mucho, a pie, porque era por el centro, pero no tuve suerte. Ya será otra si no ésta, me dije, y volví con más bronca que antes, no contra ella, que merecía ayuda, sino por ese mal nacido que habría de pagar sus culpas.
            Pasaron unos días más y yo con los mismos preparativos y la misma mala suerte, hasta que una comadre me nombró a doña María Luisa, su conocida de siempre, me dijo, que seguro me arrimaría alguna solución.
            Sin pensarlo me fui hasta el 14 de Julio, esta vez de a caballo, que entonces tenía dos, con un fajo de billetes en el cinto, el 38 y el cuchillo, toda mi fortuna. Doblé la esquina y con desmontar nomás ya me estaba atendiendo muy solícita, pues la comadre había preparado la cosa. Sin averiguaciones me hizo sentar en un rincón de la mesa, como si fuera éste, mire bien lo que le digo. Entornó la puerta del ropero y nos vimos los dos en el espejo. Mientras hablaba de mi hermana y de los hombres, que a su entender no éramos nunca buena semilla, tiraba al brasero unos yuyos resecos que iba sacando a puñados de los frascos.
            La cocina se fue ahumando. Me picaban los ojos y doña María Luisa, cada tanto, se acodaba en la mesa y me clavaba los suyos, medio verdes, medio celestes, enrojecidos por el humo y los años. Sin darme cuenta, de golpe miré al espejo y entre las manchas que todavía tiene, las nubes y un poco que se había empañado, ya no me vi yo mismo, créalo: me  pareció estar en otro lado.
            Había hombres y mujeres, bailando y tomando en mesas redondas, mucho colorinche y poca claridad. Entre esos estaba él, sin sombrero, desafiándome con burla, y mi hermana, ausente como la veía estos últimos días desde que volviera, triste, abandonada, pidiendo ayuda.
            Me tapé los ojos con las manos, porque era demasiado para mí, y cuando volví a mirar había una casa que conocí, de las mejores del pueblo por ese entonces, y no quise saber más. Salí a los tropezones, mareado y furioso, monté y fui a buscarlo.
            Poco me costó, con las visiones que había tenido. Golpeé con el llamador varias veces y ni bien una mujer entreabrió la puerta me metí por el zaguán, recorrí la casa hasta que lo encontré, casi desnudo, y le vacié el cargador del 38 sin pedir ni dar excusas.
            ¿Quién era? Nunca lo supe. Un principal del pueblo, según me comentaron, prestamista y tramposo, de mucha misa y poca moral. Tampoco supieron ellos quién le había hecho justicia, porque al parecer tenía unos cuantos enredos, de polleras y de los otros, y parece que mi mano hizo lo que otras no se animaron. Con no decir que liquidé más de una deuda en cada tiro.
            Me fui con una cuadrilla para Vidal, no sin antes encargarle a la comadre el cuidado de mi hermana. Volví a los meses, tanteando el ambiente para ver qué se veía. La cosa estaba medio olvidada. Eso no fue problema. Pero mi hermana ya no estaba.
            Nadie supo darme noticia. Ni siquiera la comadre, que había caído muy enferma y murió al poco tiempo. La busqué donde creí poder hallarla y me di cuenta de que la única ayuda vendría de doña María Luisa, de dónde si no.
            Me atendió como si esperara la visita, sin preguntas, frente al espejo y con el brasero armando esas tormentas picantes. Vi ahora que mi hermana estaba acostada en una cama blanca, pálida y con los dos ojos abiertos, pero en paz, y entendí que habría muerto.

            Le dejé a mi amiga lo que llevaba y me vine para acá, donde sigo viviendo, solo, esperando de los años el descanso que no tengo en vida. Verá que me senté hoy, como siempre, en este rincón de la mesa, con el
 ropero entreabierto, para mirar en ese espejo y esperar por si me ayuda otra vez.
            Usted no tiene por qué creerlo, pero más de una noche en vela los vuelvo a ver. Al muerto, a mi hermana sonriendo como en los buenos tiempos y a doña María Luisa, que Dios la guarde en su santa gloria, tirando puñados de yuyos secos al brasero.