sábado, 27 de enero de 2018

Hacia allá, hacia acá Por Héctor Fuentes

         Me dispongo a salir a la calle con el único fin de comprar el diario. Hoy es domingo y tengo todo el tiempo del mundo. No saco el auto del garage. Decido ir caminando y recorrer lentamente las cuatro cuadras que me separan del quiosco.
Apoyo mi mano en el picaporte, y del otro lado el mundo se me viene encima.
La dicha del domingo envuelve lentamente mis pasos. Camino respirando el aire de una mañana espléndida de otoño. Las hojas amarillas y los árboles esqueléticos, son testigos de una pausa en la marcha del hombre. Porque en verdad, la caminata hacia el diario, es uno de los pocos momentos donde todo se observa desde la lejanía y la pereza. 
Cuando llego a la esquina, una mujer me franquea el paso. Sus ojos de preocupación bajan por sus manos, y con bruscos movimientos, me señalan un coche detenido en plena calle. Un anciano y su perro piden ayuda. Los brazos petrificados contra el volante, nos explican la situación. El desperfecto mecánico obró en favor del caos, y ahora un enorme automóvil se encuentra suspendido sobre el asfalto. Apuro el paso y entre los dos empujamos. Desde adentro el hombre y el perro parecen viajeros de otro tiempo; seguros en su nave hacia ninguna parte. La inercia cede y de a poco logramos encauzarlo. El hombre mueve apenas el volante hasta colocarlo sobre el borde de la acera. Está fuera de peligro y la calle vuelve a su ritmo habitual. Circula el tránsito normalmente.
Antes de llegar al boulevard, los ojos de una niña  se precipitan hacia afuera con la expresión de un pájaro enjaulado. Una alta ventana le permite aguijonear la vereda con la mirada magnífica de las hadas y los astros. Esos ojos guardan una historia que todavía se está tejiendo. Esos ojos son la niñez petrificada por los árboles añejos.
Tropiezo con esa mueca y la marcha se modifica. Los ojos del viejo, luego los de la niña. Las dos caras del tiempo urdidas por unos pasos. Los pasos que doy hacia el diario. Lo diario que sucede a cada paso.
Llego al boulevard con un pálpito distinto. Estoy abierto por ríos insondables, cruzado por mares infinitos. Sobre la calle entreabierta pateo un tornillo oxidado. Rueda en los adoquines una danza de tango y lunfardo. 
En la esquina la gente se arremolina. El delantal del Vasco reluce tras la vidriera. Pesa los tallarines en la balanza mientras calcula el precio en voz baja. Entran y salen los clientes atraídos por un conjuro, sublevados como por arte de magia. Entonces pienso en el rito de las pastas, y vuelvo hacia atrás la mirada. Mi casa invadida por el vapor de las ollas; la cocina picando lágrimas de cebolla; el círculo mágico de la cuchara alrededor de las cacerolas.

Sigo avanzando y me detengo en los pórticos. Un perro se ovilla en el umbral de una casa abandonada. A través de los vidrios asoman los yuyales; el verde imparable renace de la humedad y el olvido. Una cadena se cierra en torno a las hojas, y desde arriba dos caras de piedra observan con mirada severa al viajero. Me pregunto por el destino de los propietarios mientras el perro se despereza rascándose las costillas. Luego bosteza y vuelve a su posición de Cancerbero. 
Unos pasos más y ya estoy en la otra esquina. Un pedazo de papel remonta vuelo. Arena y piedra aguardan sobre una obra en construcción. Desde la puerta abierta de un zaguán, se escucha música. Más allá un hombre manguerea el techo de un auto y repasa la superficie escurriendo un trapo mugriento.
En una pocas cuadras la vida se abre como un abanico infinito. Miro al cielo y descubro las estrellas dormidas, apenas iluminadas sobre el inmenso lienzo. La luna se deshace como borroneada con tiza sobre un pizarrón celeste. Entonces pienso que venimos del universo y ahora estamos caminando en distintas ciudades del planeta con idéntico trazado. Millones de personas haciendo el mismo tranco. Ensayando al unísono una figura similar que se repite como un paso de baile. Una cinta del mismo asfalto recorre millones de kilómetros entretejiendo la caminata incesante del hombre moderno. Estas calles resuenan en otra ciudad. Otra ciudad resuena en estas calles. Voy hacia allá, vengo hacia acá.

Llego al kiosco y compro el diario. Lo doblo y me lo pongo bajo el brazo. Llevo un manojo de hojas impresas con la esperanza de leer alguna revelación, una línea fuera de lugar que se abra hacia lo imposible. Que me hable secretamente de una disparatada aventura. Llevo esa esperanza bien apretada contra el costado, y así avanzo   decididamente sobre los adoquines apiñados. Emprendo la vuelta y todo se resignifica.
Ulises vuelve a Ítaca.
El tiempo cruza las orillas y el pasado se entrampa contra el futuro. Soy el recuerdo y la añoranza, la música y el silencio, el movimiento y la nada. Un enjambre de pensamientos enraizados en un fondo de magma líquido. 
Al recorrer el camino inverso, decido cruzar la calle. Regreso extrañado por este breve lapsus. Unas pocas cuadras abrieron una brecha que se extiende más allá del espacio, entrechocando coordenadas y meridianos, desplazando el inalterable trazado.
Es otro el que vuelve. Es otro el que persigue la punta del ovillo. La calle transforma al viajero con su oleaje incesante.
Unas ruedas pequeñas silban la canción eterna: el andador y la mujer se deslizan aferradas a los años, desafiando a los tropezones un mar de baldosas rotas. 
Sobre los cables de alta tensión los gorriones se sacuden el plumaje. Avanzo y me detengo sobre una hilera de hongos amarillentos. Se abren hacia la calle como soldados alistados con sus cascos de combate.
En un frente derruido se lee: Vende-Vendido. El dibujo multicolor de un graffitti corta el gris de la pared superponiendo letras y mensajes cifrados.
En los muros de las ciudades se escribe la poesía de los insomnes.
Agudizo la vista y veo lo que siempre pasa inadvertido. Una banderita argentina sostenida con  alambres, la mano de bronce tallada sobre una puerta; el rollo del diario atrapado entre los barrotes; la tapa abierta de un medidor de gas; una mancha de aceite sobre el asfalto.
La curiosidad me gana la pulseada, y leo cosas al azar. Cuando fijo la vista en un titular, tropiezo y pierdo el equilibrio. Me desmorono hacia la boca de un pozo. Caigo; caaigoo; caaaigooo. Un agujero negro comienza a triturarme y el espacio-tiempo se altera. La cola del gusano me devuelve nueve mil años atrás y la Comunidad de las Cuevas anuncia mi llegada. Ese día cada hombre y cada mujer dejará estampada su mano sobre la piedra. Alguien me ensucia las palmas con un líquido rojo y me anima a seguir el ritual. Entonces fijo mis dedos chorreantes y veo como nace la huella estrellada; el precioso árbol donde las ramas se entrelazan en un sinfín de colores. 

Un señor detiene su caminata dominical y se agacha para recoger un diario caído en la boca de un pozo. Cuando llega a su casa y lo abre al azar; se deja ganar por el suplemento de Viajes y Turismo. El titular es el siguiente: La Cueva de las Manos fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO. 

“Llegó la hora de escribir un cuento” Mención: La búsqueda de las palabras - Por Amparo Latorre

Yuliana era una chica muy curiosa, con ojos marrones, pelo largo y negro, le gustaba cantar, leer (aunque solo un poco), vivía con su mamá, pero a veces se iba con su papá a quedarse a dormir, su papá era pizzero, se llamaba Pedro y tenía los ojos marrones, el pelo corto, marrón, vivía en la ciudad, cerca de la plaza de Zoxayelas, en una casa muy grande. Detrás de esa vivienda, en el patio trasero había un árbol de olivo, de más de cien años de antigüedad, al que Yuliana se subía constantemente.
Un día, Yuliana, encontró un libro en la copa del árbol enredado en un nido abandonado de pajaritos, no decía de quién era, ni tenía título, cuando, al día siguiente llegó a su casa se encerró en su habitación con una de sus tres gatas, Mini, le había puesto ese nombre porque era muy pequeña de tamaño, ni bien abrió el libro, notó algo muy extraño: al libro le faltaban palabras, Yuliana empezó a escribir las palabras que le faltaban, ni bien había hecho dos o tres páginas, Mini, que miraba entretenida a su dueña, miró el libro y le dijo a Yuliana: - creo que Roy no debería decir “hola”, sino ir directo al punto.
Y así fue la gata ayudando a Yuliana a escribir el libro, cuando terminaron la niña lo leyó en voz alta para que Mini también lo escuchara.
Al día siguiente Yuliana fue nuevamente a la casa de su padre y subió al viejo árbol, donde encontró un libro más gordo en cuanto a páginas, al otro día volvió a su casa e hijo lo mismo que dos días antes, con la ayuda de Mini terminó también ese libro.
Esta secuencia se repetía una y otra vez hasta que un día un libro llegó completamente en blanco, Yuliana y Mini lograron escribir el libro entero, unos años después habían escrito muchos libros y, cuando Yuliana creció, se hizo escritora y desarrolló mucho gusto por la lectura…Leer es una pasión.
Un día, cuando Yuliana tenía veinticinco años, estaba buscando ideas para libros, cuando encontró una nota escrita en un papelito amarillento y arrugado que tenía una hoja de olivo pegada y que decía:
“Querida Yuliana, yo siempre te vi potencial para la escritura y la lectura, por eso fui la que dejé los libros en la copa de ese árbol, te quiero mucho…”

Tu gata Mini