sábado, 22 de abril de 2017

CONTATE UN CUENTO IX - Mención de honor Categoría D Cazador - Por Marcelo Mendiburo Escobar

La sangre caía de la daga en gotas rojas que humedecían la tierra polvorienta... el olor de la muerte regaba el aire con su perfume a desgracia... Calor y humedad eran las únicas cosas que eran ciertas en ese vasto arenal... a lo lejos el sonido estridente de un carancho presagiaba el festín que esas espantosas bestias se darían con la carne muerta... En el umbral de mis recuerdos todo cobraba vida como en un viejo libro...
¿Mi nombre...? Como si eso ayudara. Es Juan. Juan Rivera Casal. Pero para todos los que importan soy “El chino”.Es difícil la vida en el desierto, solo el indio puede vivir acá, un cúmulo de miserias humanas y perros flacos son toda la compañía que hay en el fortín, si se le puede llamar fortín a este grupo de casuchas de adobe y paja, enclavado en la frontera conocida.
Corre el año de nuestro señor de mil ochocientos setenta y nueve. Yo sé leer y escribir y eso me da un gran respeto entre los milicos de la guarnición ya que soy el único aquí que puede hacerlo.
Todos fumamos en unas pipas de yeso escocesas de cerámica que trajeron de Buenos Aires con la última ranchada de tabaco, ya casi no queda nada, a algunas leguas de distancia el pueblo de Azul reza para que no caiga la única defensa que hay contra el malón y su barbarie, una veintena de  soldados desgreñados y sucios, en medio de la inmensidad verde de la pampa. Acá nadie usa el uniforme, todos vestimos con andrajos y nuestras barbas apestan a ginebra barata y mugre, muy lejanos están los días en los que el general Roca decía que éramos los escogidos para acabar con el problema del indio, en un principio los matamos por miles. Aldea por aldea, hombres, mujeres y niños, nada estaba exento de la muerte que traía el hombre blanco, los empujamos al desierto y al destierro, si fueran seres humanos hasta podría darme lastima pero estos infieles son poco más que animales, vieran la forma inmunda en la que viven. Y el olor...a orines y grasa de potro, solo seres olvidados por Dios pueden vivir en esas condiciones, rodeados de excrementos y comidas pudriéndose, como soldados tenemos el deber moral de acabar con sus miserias..
-¡Chino, venga para acá!
El grito del cabo Severino atronó la tarde, que con su sol calcinante quebraba el suelo del lugar.
-Mande mi cabo. - fue mi lacónica respuesta mientras su presencia se aproximaba sacándome de mis pensamientos.
- Informan desde la comandancia que un grupo de infieles se han acercado demasiado al poblado. Tome a Reyes y al tuerto y bata la zona hasta dar con esos maulas.
Pensé en el infierno que me esperaba y no pude evitar que un retorcijón se instalara en mis entrañas, ¿O seria el hambre? Sabe dios que una galleta dura y un poco de charqui, no son comida para un cristiano.
- Reyes llama a el tuerto salimos de patrulla.
- Si Chino. - fue la respuesta de Reyes, un mestizo que había encontrado en la milicia un escape para no ser fusilado por cuatrero, su piel oscura y la falta de dientes de su boca contrastaba con el cuidado que le daba a su rémington patria. Un arma siempre brillante y engrasada que contrastaba con los viejos fusiles franceses recuerdos de la campaña de Napoleón a Egipto casi 100 años antes. Reyes amaba su arma. Julieta le decía, desde que le conté la historia de los amantes de Verona, ya que ella, como la heroína de Shakespeare, podía romper el corazón de cualquiera. Su madre era una mulata que trabajaba para un terrateniente en Buenos Aires, y su padre, nunca lo supo, aunque el juraba que era el jefe de su madre.  Reyes con Julieta en una mano salió por el patio haciendo entrechocar las boleadoras que eran una parte vital de su uniforme.
-¡Tuerto! - gritó, el soldado - ¡De patrulla!
- Sí Reyes te escuché... - respondió cansadamente... Y el tuerto Heredia se levantó, era un gigante, con un par de manazas que algunos juran. Podían matar una res de un golpe. Así dicen, yo no creo.
Cubierto de polvo salió de abajo del alero de uno de los ranchos .Apestaba a tabaco rancio y alcohol de dudosa procedencia. A él lo había traído la policía de un pueblo sin nombre, por vago y mal entretenido. Como era la costumbre a la hora de reclutar a la soldadesca para la frontera... Sus botas de cuero de potro dejaban al descubierto unos dedos sucios de aquella tierra gris que parecía meterse en todos los poros. Un par de gurises lo esperaban cuando terminara su condena...pero la china... esa era otra historia. La mujer siempre se inclina hacia la sombra cuando el sol quema...
Él lo sabía y a veces sus ojos se llenaban de humedad al recordar las noches de pasión y la tibieza de la rusa en las noches frías de invierno... la casa pobre y la ventana que siempre juraba iba a arreglar... y que nunca lo había hecho.
En silencio, con la resignación que da saber que solo el cepo, palos y estaqueadas eran la única realidad de los que no obedecían las órdenes, fuimos a donde los caballos tomaban agua... unas mantas viejas sobre el lomo de las bestias. Y las puertas que se abría a nuestro frente como las fauces del cancerbero que cuidaba las puertas del infierno.
Salimos al atardecer, la inmensidad de la pampa se abría ante nosotros con un belleza única...El pampero soplaba con fuerza y enfundados en nuestros ponchos tratábamos de no pensar en los cardos que lastimaban nuestras piernas... el sol se ocultaba perezosamente tras el horizonte... íbamos tras la pista de un par de indios renegados que a esta altura seguro intuían que eran cazados... Esos salvajes eran capaces de las atrocidades más horrendas, pobre de la mujer que cayera en manos de la indiada, eran ultrajadas por toda la tribu, no importaba su edad, la sola idea de esos cuerpos inmundos sobre una cristiana me llenaba el corazón de odio.
Solo habíamos andado algunas leguas cuando divisamos en la noche la luz mortecina de una hoguera en la lejanía. Atamos los caballos a un solitario ombú de hojas increíblemente verdes, y revisamos las armas, dejamos junto a las bestias todo aquello que pudiera hacer ruido y a paso sigiloso recorrimos los cien metros que nos separaban del campamento...
Lo que nuestros ojos vieron podría helar el alma del más rudo de los hombres. Atado de pies y manos, una forma que alguna vez fuera un hombre se debatía de dolor mientras un par de brujas de manos sarmentosas cortaban su carne con unos facones negros de sangre seca. Solo el estremecimiento del cuerpo mutilado nos daba la idea del dolor de aquel ser, en el lugar donde antes estaban sus ojos, solo un par de cuencas vacías inundadas de moscas miraban sin ver la nada.
Faltaban dedos de un pie terriblemente hinchado y el pecho se hallaba cubierto de tajos por donde hilos de sangre carmesí se llevaban la vida del colono. Dos indios gigantes abrazaban sus tacuaras mientras miraban la escena embelesados.
- languëmfaln huinca tacañeare. (El huinca debe morir...)- dijo uno entre dientes El otro el que parecía el líder asintió y se envolvió en un poncho para evitar el frío. Alistamos las armas en silencio sabiendo que la noche pronto se convertiría en día. Y con el sol, nuestra cobertura se perdería
El tuerto Heredia se acercó despacio, el ojo que había perdido en una pulpería de Azul, por un asunto de polleras, no parecía afectar en nada su visión. Reyes con Julieta en sus manos apuntó al salvaje que más tenía cerca.
-Despacio amor mío...,- le dijo a su arma, en un susurro.
-Muéstrales a estos cerdos tu hermosa voz,
Un estallido hizo añicos la noche moribunda, un fogonazo y el alarido de dolor de un indio que no podía creer que estaba muerto.
Salimos como los perros de la guerra, en una mano mi sable y en la otra la daga que me
acompañaba a todas partes.
-¡A la carga!  - grité como un poseso, el otro salvaje se abalanzó sobre mí con su tacuara apuntando a mi pecho, un certero sablazo la saco de su recorrido de muerte mientras que mi facón se incrustaba en su brazo, un aullido de dolor, y de pronto el infiel soltó su lanza y de un preciso golpe me tumbó  en el piso, el salado sabor de la sangre inundó mi boca, una luz terrible me cegó y mi mano perdió la empuñadura del sable.
-¡Muere, huinca! -dijo el indio mientras sus mugrientas manos recogían del suelo el arma caída. Con torpeza levantó el sable con ambas manos sobre mi cabeza... inútilmente trate de reaccionar pero el fuerte golpe me había dejado aturdido...
- ¡Muere!
Y pronto el tiempo se detuvo, el rostro del salvaje se descompuso mientras sus pies comenzaron a elevarse de suelo, un grito ahogado desgarró a la noche y de su boca la punta de una bayoneta emergió victoriosa. El tuerto Heredia levantó al salvaje como si fuera un muñeco de trapo y lo arrojó hacia un lado. Todo había terminado.
En un rincón las mujeres lloraban histéricas al tiempo que Reyes y Julieta acabaron pronto con sus gritos, la sangre empezaban a llenar todo con su acre olor. Por un segundo no pude dejar de pensar en la suerte que habíamos tenido, solo unos golpes y magullones contra cuatro indios muertos.
Me acerqué lentamente al colono y observé sus heridas, si lo llevábamos al fortín podríamos salvarle la vida, nada podíamos hacer por su ojos o su lengua, estos descansaban sobre el piso polvoriento.
- Pobre Hombre, seguro es algún poblador que estos salvajes secuestraron. Lucifer los maldiga.- Dije entre dientes saboreando mi propia sangre
El sol salía Iluminando la espantosa escena. Reyes y el tuerto prepararon los caballos para regresar al Fortín y un cabestrillo para llevar en ancas al herido, un bolsa de cuero me llamó la atención, demasiado bien hecha para ser india, me acerqué hasta ella y un fétido olor me golpeó la nariz, ya lo conocía, era el olor de la carne corrompida, el olor de la muerte misma, con la punta de mi sable corté las cuerdas que sujetaban la misma, una bandada de verdes moscas levantó vuelo en la mañana cada vez más cálida. Una arcada me llenó la lastimada boca de bilis, Orejas, brazos, piernas pequeñas de niño. Los ojos abiertos de la criatura miraban sin ver, como si no entendieran el horror de la última imagen que había guardado su retina.
Indios, pensé, y observé las sangrientas cabelleras, un conjunto atroz de pesadilla, cubierto por blancos y nauseabundos gusanos.
Una de las mujeres con el último resto de voz dijo en mapuche: Üllchapëñeñ... (Hijo)
- Inútilmente traté de alcanzar la bolsa, hasta que la vida abandonó su cuerpo herido en un suspiro. Y entonces comprendí, miré bien al que creí un colono y lo entendí. Era un cazador de indios.
Algunos pagan bien por estos trofeos y no preguntan si son de hombres,  mujeres o niños. Son la lacra de la frontera. Sin poder evitarlo saqué la daga de mi cinto y di la vuelta, me acerqué al mutilado cuerpo y sin pensarlo la hundí entre sus costillas. Un grito mudo salió de su boca, mientras la sangre inundaba sus mudas palabras, no comprendía, era la muerte que llegaba.
Limpié mi facón en el pantalón de aquel desgraciado que yacía muerto frente a mí. Y como un breve latigazo la pregunta destellaba en la soledad de aquella tierra brutal.
-¿Porque Chino? - Me preguntó Heredia. No cuestionaba nada, solo era curiosidad.
Reyes solo se limitó a cortar las soga donde tenía atado el cabestrillo, el cuerpo sin vida del cazador cayó al piso. Un sordo ruido , solo un poco de polvo que se levantaba.
Por respuesta señalé la bolsa maloliente. El tuerto se acercó a ella y la miró con poco interés. El caldo de gusanos se revuelve entre la muerte inocente.
- Sí, entiendo.  - Dijo mientras montó a su Zaino. Con displicencia, casi como un juramento miró por última vez el cadáver caído. Un graznido de caranchos destruyó el silencio. Pronto fuimos tres sombras recortadas en el horizonte, con rumbo al fortín. Quizás el correo haya llegado y traiga tabaco.