sábado, 27 de octubre de 2018

LA CAJA - Por Heraldo Rojo (Eric I. Carmona)

          Un artista de renombre comenzó a perder la cabeza. Llevaba semanas intentando pintar algo que le gustara, pero su mente no podía dejar de pensar en la guerra, los recuerdos eran tan tangibles que por momentos escuchaba a los templarios que intentaban apropiarse de la riqueza de la mismísima ciudad prometida, recordaba los momentos finales en que sus pasos diagramaron un camino recto hacia el gran tesoro.
Sus zapatos mojados por la humedad del ambiente no le permitían pasar desapercibido, así que antes de llegar al trono, una cimitarra pasó por su cuello rozando la barbilla e inmortalizando la cicatriz de su mentón que hoy es una buena historia que contar.
Una voz  lo separó de esa realidad pasada:
-Amigo, y una mano grande y callosa se posa sobre sus hombros. Amigo, soy yo, Jerónimo.
La voz era tan familiar que el artista dejó su arma creativa en el suelo y observó lo que había pintado, qué hermoso paisaje pensó.
-Siempre es un desafío quitarte de tu forma y tu foco, gruñó Jerónimo.
-Estaba recordando Jerusalén, el tesoro, dijo Ponzio mientras sus ojos brillaban.
La sonrisa de Jerónimo se deformó y se vio la tristeza en su mirada distraída.
-Ya no hay nada que hacer amigo, solo hicimos lo que podíamos hacer, cómo íbamos a saber que ese tesoro era una quimera, exclamó Ponzio con voz dramática.
Ambos amigos se miraban sin saber que decir hasta que las manos de Ponzio hablaron y los ademanes comenzaron a parafrasear momentos, recuerdos en un idioma que solo los que murieron por dentro pueden entender y hablar sin pestañar.
Las mejillas de Jerónimo se enrojecieron y comenzó a decir, la guerra terminó antes de empezar, ellos la tuvieron por generaciones y nosotros al segundo que la tuvimos, una civilización desapareció.
-Sabés dónde está ahora el tesoro, preguntó Jerónimo con voz inquisitiva. - Lo quiero dijo, mientras sus manos se convertían en garras que no saben pensar.
-Lo tengo yo, respondió Ponzio, no te lo puedo dar porque soy su dueño, su único dueño escupió con tono amenazador.
-Esto no tiene que ser así, solo dame la caja dijo Jerónimo. Sus ojos ausentes, una vez más, se negaban a escuchar razón.
Mientras lo tomaba por el cuello apretándole la tráquea con el antebrazo, Ponzio perdía el aire y después de varios codazos se liberó de la llave, tomó su espada y cortó parte del peto de acero de Jerónimo, quien retrocediendo atónito desenvaino su arma sin saber qué es lo que hacía, la caja los había atrapado y solo uno podía salir.
La habitación se convirtió en un campo de batalla y las espadas hablaban el lenguaje mudo de los deseos y el orgullo de los hombres. Después de tanto odio y amor, su amistad se convirtió en un estorbo. Ponzio pagó el precio de mantenerse firme, sus ojos se cerraron y los horrores de la guerra se desvanecieron en un charco de sangre. De su bolsillo una pequeña cajita de madera sin pulir cayó al otro lado de la habitación, su tamaño no era importante, la cajita era cuadrada con bordes laminados en roble, tenía una tapa de pino y unas bisagras diminutas de un lado oxidado por los años.
Jerónimo la tomó entre sus garras y sin poder evitar temblar por la maravilla de lo insignificante. La abrió unos centímetros y la devastación de la civilización estalló entre sus ojos, los meteoritos que devoraron a los dinosaurios junto con la expansión de los mares y océanos, el primer nacimiento, la fuente de las lágrimas de las madres sin hijos de todo el mundo, las guerras que extinguieron a los poetas y la poesía misma.
Al abrirla más, lo imposible ocurrió, estaba parado en Hiroshima y Nagasaki, caminaba sobre polvo vivo y la separación del ser humano. Por último, cuando abrió la caja hasta el tope sus células se volvieron luz y ya no era un ser sino todos, era un pájaro, una vieja barriendo en la vereda y cada cerda de la escoba, era el cielo y las letras, era tierra y era selva, el desierto eran sus piernas y cada grano su piel y por último era amor. Cerró la caja y lloró. Lloró a su amigo que lo obligó a ver y ahora sabía todo, entendía todo y supo que era nada.

Epigrama - Por Ernesto Cardenal

Uno se despierta con cañonazos
en la mañana llena de aviones.
Pareciera que fuera revolución:
pero es el cumpleaños del Tirano.

En el álbum de Consuelo Por Pedro Antonio de Alarcón

Sé que ya tienes la edad
que previene el reglamento;
sé que te adornan talento,
gracia, inocencia y bondad;
sé que eres una beldad;
que son tus ojos de cielo;
que es como el oro tu pelo,

y tu faz de rosicler...
¡Sólo me falta saber
Por qué te llaman consuelo!

LOS JUGADORES Por Vital Aza

Era Vicente hombre rico,
en el juego se envició
y en dos años se quedó
sin un cuarto el pobre chico.

Hoy, mísero y andrajoso,
llora sus faltas Vicente,
y al verle, dice la gente:
¡Qué perdido! ¡Qué vicioso!

En cambio, el banquero Ponte,
nacido en modesta cuna,
adquirió su gran fortuna
en la ruleta y el monte.

Hoy derrocha y se divierte;
la atención de todos llama,
y al verle, la gente exclama:
¡Es millonario! ¡Qué suerte!

Con esto el mundo ha probado
que en el juego, siempre odioso,
sólo el que pierde es vicioso,
y el que gana, afortunado.

Soneto Por Carlos Pellicer

Nada hay aquí, la tumba está vacía.
La muerte vive. Es. Toma el espejo
y mírala en el fondo, en el reflejo
con que en tus ojos claramente espía.

Ella es misteriosa garantía
de todo lo que nace. Nada es viejo
ni joven para Ella. En su cortejo
pasa un aire frugal de simetría.

Cuéntale la ilusión de que tú ignoras
dónde está, y en los años que incorporas
junto a su paso escucharás el tuyo.

Alza los ojos a los cielos, siente
lo que hay de Dios en ti, cuál es lo suyo,
y empezarás a ser, eternamente.