Es habitual que uno valore su hogar cuando está lejos. Me tocó muchas veces recorrer un largo llano, de regreso, y advertir con las primeras luces de la madrugada la silueta familiar de las sierras con un sentimiento imposible de expresar, como si algo dijera por dentro: ¡al fin en casa!
Balcarce es su paisaje. Esas formaciones rocosas tan antiguas no tienen la grandiosidad de la cordillera ni la monotonía de la pampa y me hacen creer que es posible conocerlas palmo a palmo. Pero cada día descubro un sitio inexplorado que me regala su misterio.
Desde una piedra del cerro El Triunfo puedo abarcar el momento seductor de un ocaso y cuántas veces he deseado aptitudes de pintor para captarlo en una tela. Allá lejos hay una curva que cambia de colores y muy lento desdibuja un horizonte de animales gigantescos, con sus lomos dormidos al último rayo del sol. Y a mi alrededor escucho las pequeñas vidas de los grillos, el concierto impensado de las ranas desde un charco en que nos bañábamos de chicos, los rumores de la ciudad que son la música de la gente y sus destinos. Entre los recovecos de las piedras los arbustos emanan su perfume silvestre, el ambiente del hogar que cada uno puede reconocer entre millones, sin poder explicarse por qué.
Al borde sombreado de un arroyo siento deslizarse el agua de la vida, siempre igual y siempre distinta, con un silencio que suena al manantial de la niñez del que proviene y al oleaje infinito hacia el que va. A veces, unas cañas inclinadas me recuerdan la ilusión de que es posible pescar el instante huidizo y hacerlo nuestro.
Balcarce es los que están desde sus bisabuelos y los recién llegados. Es la historia de un edificio, de una victoria, de un conflicto. Es el empuje de una esperanza. Todavía puede uno conocer a su vecino, sentarse a matear a la puerta de su casa alguna tarde o dar la vuelta al centro ese domingo y regresar al otro día a la rutina del trabajo. Todavía puede cruzarse con su primera maestra o los compañeros de la secundaria con quienes se reirá por algún recuerdo, con su intendente o su concejal, vestidos de simples vecinos, y hablar con ellos sin la formalidad de las funciones: el lenguaje exaltado del problema sin resolver y el ir y venir fluido de la amistad.
Es normal que uno valore su hogar cuando está lejos. Pero también es posible aprender y enseñar que toda vida debiera ensanchar su horizonte cuanto le sea posible, explorar el gran mundo en la búsqueda comprensible de la felicidad, aventurera, curiosa, insatisfecha. Y aprender y enseñar, además, que toda vida tiene un centro, un corazón al que tarde o temprano regresará para encontrarse.
¡Bienvenidos! Este blog de literatura está abierto a todo tipo de lectores. Quienes lo hacemos no tenemos otra motivación que el de compartir la lectura de las obras de escritores de todos los tiempos, así como también las de aquellos que se inician y también merecen difusión.
sábado, 25 de enero de 2020
El jardín florece sin vos Por Ezequiel Feito
El jardín florece sin vos
y es casi una insolencia...
No ha esperado tus manos diligentes,
afiladas como cuchillos, ágiles como el viento.
Ha crecido sin esperarte;
sólo la tarde
es fiel a tus cenizas.
Las nuevas plantas no conocen tu rostro
ni los atrevidos brotes tu menudo cuerpo que iba
en busca de ellos.
Una nueva planta ha nacido sobre otra
y aquellas que te conocían aún esperan que vuelvas,
ocultas en la húmeda y tímida sombra
de los canteros.
El jardín estalló sin esperarte,
y nuevos colores alegran el sol y al universo;
la vida brota, insolente, en el patio,
aunque la tierra y yo resistamos mansamente
tu olvido.
y es casi una insolencia...
No ha esperado tus manos diligentes,
afiladas como cuchillos, ágiles como el viento.
Ha crecido sin esperarte;
sólo la tarde
es fiel a tus cenizas.
Las nuevas plantas no conocen tu rostro
ni los atrevidos brotes tu menudo cuerpo que iba
en busca de ellos.
Una nueva planta ha nacido sobre otra
y aquellas que te conocían aún esperan que vuelvas,
ocultas en la húmeda y tímida sombra
de los canteros.
El jardín estalló sin esperarte,
y nuevos colores alegran el sol y al universo;
la vida brota, insolente, en el patio,
aunque la tierra y yo resistamos mansamente
tu olvido.
Detrás de la realidad (selección) De Olga Tasca de Pardo
Toda cosa y palabra tiene una explicación lógica que va más allá de su representación objetiva y que indefectiblemente nos lleva a penetrar en otros campos. Campos que suelen ser de suma importancia en la aplicación práctica y en la utilidad del pensamiento creativo.
Pensemos que al describir un viaje que hemos realizado, o un cuadro que hemos visto, o una poesía que hemos leído ejerce influencia en nosotros virtualmente el efecto. Un efecto producido por una causa. Nosotros lo idealizamos o no. Allí cabe aquello expuesto antes por Imbert. Pueden seguir nuestros ojos de estatua, ciegos, si no proyectamos mejorar. Ver con los ojos del alma, todo un hecho; detrás de esa densidad en la que nos hunde un mundo convulsionado y sus circunstancias, intentando no olvidar desde la infancia aquello que fue depositado y que marcará nuestro futuro, sin nosotros elegir.
Pensemos que al describir un viaje que hemos realizado, o un cuadro que hemos visto, o una poesía que hemos leído ejerce influencia en nosotros virtualmente el efecto. Un efecto producido por una causa. Nosotros lo idealizamos o no. Allí cabe aquello expuesto antes por Imbert. Pueden seguir nuestros ojos de estatua, ciegos, si no proyectamos mejorar. Ver con los ojos del alma, todo un hecho; detrás de esa densidad en la que nos hunde un mundo convulsionado y sus circunstancias, intentando no olvidar desde la infancia aquello que fue depositado y que marcará nuestro futuro, sin nosotros elegir.
Los 1000 dichos del “Dotor” (Selección) Por Robertson Abel Díaz
-Dormilón como gato 'e vidriera
-Falso como pipa 'e yeso
-Derecho como bota de turco
-Manoseao como pila de agua bendita
-Le duró menos que una moneda en la puerta de un colegio
-Briyoso como anteojos de jubilao
-Tranquila como carrera e' tortugas
-Falso como pipa 'e yeso
-Derecho como bota de turco
-Manoseao como pila de agua bendita
-Le duró menos que una moneda en la puerta de un colegio
-Briyoso como anteojos de jubilao
-Tranquila como carrera e' tortugas
Dietética Por Enrique Spinelli
A unas cuadras de mi casa hay una dietética donde atiende una pelirroja que me ha enamorado. Para llegar a su negocio debo cruzar una avenida. La senda peatonal es muy cruel, mi pie no entra en el ancho de la línea y la distancia que las separa corresponde a un paso largo, que dificulta cualquier maniobra. Si piso cada línea, mi pie sobresale de lo blanco, toca algo de asfalto y llego al otro lado sin ninguna posibilidad.
La colorada me trata displicentemente. Compro arroz Yamani. Voy en puntitas de pie, la gente lo advierte, y la colorada no me da ni bola. Compro arvejas partidas. Si camino de costado, poniendo totalmente mi pisada sobre la senda, me miran aún más y claro… la piba me trata como a un extraño. Compro harina de mandioca. Con zapatos de taco alto, la pisada entra perfectamente, pero no son mis zapatos. Me trata peor que nunca. Preparo unos zapatos de salón a los cuales les saco los tacos. Entrené caminando ligeramente inclinado hacia adelante, pisando casi plano pero sin apoyar el talón y llego al otro lado sin pisar asfalto y sin ser observado. Al arribar al terreno divino todo cambia. De pronto todos los locales, todas las casas, son dietéticas con la colorada esperándome sonriente en la puerta. No hay más personas que yo y muchas pelirrojas, cada una en su dietética. Así no. Regreso aturdido, caminando calles de dietéticas, cruzando en esquinas de dietéticas, mirándome en vidrieras de dietéticas. Llego a mi casa que ahora linda con una dietética atendida por la pelirroja que me sonríe y sonríe como una cajera china. Busco mis llaves; doy una última mirada a mi barrio de dietéticas y advierto que del otro lado, pegada a mi casa, entre todas las dietéticas, hay una verdulería que atiende una bella morocha. Entro a mi casa y cierro puertas y ventanas.
La colorada me trata displicentemente. Compro arroz Yamani. Voy en puntitas de pie, la gente lo advierte, y la colorada no me da ni bola. Compro arvejas partidas. Si camino de costado, poniendo totalmente mi pisada sobre la senda, me miran aún más y claro… la piba me trata como a un extraño. Compro harina de mandioca. Con zapatos de taco alto, la pisada entra perfectamente, pero no son mis zapatos. Me trata peor que nunca. Preparo unos zapatos de salón a los cuales les saco los tacos. Entrené caminando ligeramente inclinado hacia adelante, pisando casi plano pero sin apoyar el talón y llego al otro lado sin pisar asfalto y sin ser observado. Al arribar al terreno divino todo cambia. De pronto todos los locales, todas las casas, son dietéticas con la colorada esperándome sonriente en la puerta. No hay más personas que yo y muchas pelirrojas, cada una en su dietética. Así no. Regreso aturdido, caminando calles de dietéticas, cruzando en esquinas de dietéticas, mirándome en vidrieras de dietéticas. Llego a mi casa que ahora linda con una dietética atendida por la pelirroja que me sonríe y sonríe como una cajera china. Busco mis llaves; doy una última mirada a mi barrio de dietéticas y advierto que del otro lado, pegada a mi casa, entre todas las dietéticas, hay una verdulería que atiende una bella morocha. Entro a mi casa y cierro puertas y ventanas.
domingo, 19 de enero de 2020
Interiores Por Rafael Serrano Ruiz
¡Capta!.
¡Capta cerebro
donde bullen las ideas!
Sopa de incertidumbres…
amasijo de sofismas,
revoltijo de pasiones,
plenitud de chascarrillos,
Alucinaciones…
Cual pescador,
caña en ristre
Intentas captar la vida…
los deseos,
los porqués.
Cosas logras discernir
sin aclarar conceptos…
¡Lo tenía!… ¡se escapó!
Y así uno y otro día
buscando en lo que llegó
¡Capta cerebro
donde bullen las ideas!
Sopa de incertidumbres…
amasijo de sofismas,
revoltijo de pasiones,
plenitud de chascarrillos,
Alucinaciones…
Cual pescador,
caña en ristre
Intentas captar la vida…
los deseos,
los porqués.
Cosas logras discernir
sin aclarar conceptos…
¡Lo tenía!… ¡se escapó!
Y así uno y otro día
buscando en lo que llegó
sábado, 18 de enero de 2020
Lo que no se puede decir, no se debe decir (Selección) Por Mariano José de Larra
Hay verdades de verdades, y a imitación del diplomático de Scribe, podríamos clasificarlas con mucha razón en dos: la verdad que no es verdad, y... Dejando a un lado las muchas de esa especie que en todos los ángulos del mundo pasan convencionalmente por lo que no son, vamos a la verdad verdadera, que es indudablemente la contenida en el epígrafe de este capítulo.
Una cosa aborrezco, pero de ganas, a saber: esos hombres naturalmente turbulentos que se alimentan de oposición, a quienes ningún Gobierno les gusta, ni aun el que tenemos en el día; hombres que no dan tiempo al tiempo, para quienes no hay ministro bueno, sobre todo desde que se ha convenido con ellos... esos hombres que quieren que las guerras no duren, que se acaben pronto las facciones, que haya libertad de imprenta, que todos sean milicianos urbanos... Vaya usted a saber lo que quieren esos hombres. ¿No es un horror?
Yo no. Dios me libre. El hombre ha de ser dócil y sumiso, y cuando está sobre todo en la clase de los súbditos, ¿qué quiere decir esa petulancia de juzgar a los que le gobiernan? ¿No es esto la débil y mezquina criatura pidiendo cuentas a su Criador?
La ley, señor, la ley. Clara está y terminante, impresa y todo: no es decir que se la dan a uno de tapadillo. Ése es mi norte.
Quiero hacer un artículo, por ejemplo. No quiero que me lo prohíban, aunque no sea más que por no hacer dos en vez de uno. ¿Y qué hace usted?, me dirán esos perturbadores que tienen siempre la anarquía entre los dedos para soltársela encima al primer ministro que trasluzcan, ¿qué hace usted para que no se lo prohíban?
¡Qué he de hacer, hombres exigentes! Nada: lo que debe hacer un escritor independiente en tiempos como estos de independencia. Empiezo por poner al frente de mi artículo, para que me sirva de eterno recuerdo: «Lo que no se puede decir, no se debe decir». Sentada en el papel esta provechosa verdad, que es la verdadera, abro el reglamento de censura: no me pongo a criticarlo, ¡nada de eso!, no me compete. Sea reglamento o no sea reglamento, cierro los ojos, y venero la ley, y la bendigo, que es más. Y continúo: «Artículo 12. No permitirán los censores que se inserten en los periódicos:
Primero: artículos en que viertan máximas o doctrinas que conspiren a destruir o alterar la religión, el respeto a los derechos y prerrogativas del trono, el Estatuto Real y demás leyes fundamentales de la Monarquía».
Esto dice la ley. Ahora bien: doy el caso que me ocurra una idea que conspira a destruir la religión. La callo, no la escribo, me la como. Éste es el modo.
No digo nada del respeto a los derechos y prerrogativas del trono, el Estatuto, etc., etc. ¿Si les parecerá a esos hombres de oposición que no me ocurre nada sobre esto? Pues se equivocan, ni cómo he de impedir yo que me ocurran los mayores disparates del mundo. Ya se ve que me ocurriría entrar en el examen de ese respeto, y que me ocurriría investigar los fundamentos de todas las cosas más fundamentales. Pero me llamo aparte, y digo para mí: ¿No está clara la ley? Pues punto en boca. Es verdad que me ocurrió; pero la ley no condena ocurrencia alguna. Ahora, en cuanto a escribirlo, ¿no fuera una necedad? No pasaría. Callo, pues; no lo pongo, y no me lo prohíben. He aquí el medio sencillo, sencillísimo. Los escritores, por otra parte, debemos dar el ejemplo de la sumisión. O es ley, o no es ley. ¡Mal haya los descontentadizos! ¡Mal haya esa funesta oposición! ¿No es buena manía la de oponerse a todo, la de querer escribirlo todo?
Que no pasan las «sátiras» e «invectivas» contra la autoridad; pues no se ponen tales sátiras ni invectivas. Que las prohíben, aunque se «disfracen» con «alusiones» o «alegorías». Pues no se disfrazan. Así como así, ¡no parece sino que es cosa fácil inventar las tales alusiones y alegorías!
Los «escritos injuriosos» están en el mismo caso, aun cuando vayan con «anagramas» o en otra cualquiera forma, «siempre que los censores se convenzan de que se alude a personas determinadas».
En buen hora; voy a escribir ya; pero llego a este párrafo y no escribo. Que no es injurioso, que no es libelo, que no pongo anagrama. No importa; puede convencerse el censor de que se alude, aunque no se aluda. ¿Cómo haré, pues, que el censor no se convenza? Gran trabajo: no escribo nada; mejor para mí; mejor para él; mejor para el Gobierno: que encuentre alusiones en lo que no escribo. He aquí, he aquí el sistema. He aquí la gran dificultad por tierra. Desengañémonos: nada más fácil que obedecer. Pues entonces, ¿en qué se fundan las quejas? ¡Miserables que somos!
Los «escritos licenciosos», por ejemplo. ¿Y qué son escritos licenciosos? ¿Y qué son costumbres? Discurro, y a mi primera resolución, nada escribo; más fácil es no escribir nada, que ir a averiguarlo.
Buenas ganas se me pasan de injuriar a algunos «soberanos y gobiernos extranjeros». Pero ¿no lo prohíbe la ley? Pues chitón.
Hecho mi examen de la ley, voy a ver mi artículo; con el reglamento de censura a la vista, con la intención que me asiste, no puedo haberlo infringido. Examino mi papel; no he escrito nada, no he hecho artículo, es verdad. Pero en cambio he cumplido con la ley. Este será eternamente mi sistema; buen ciudadano, respetaré el látigo que me gobierna, y concluiré siempre diciendo: «Lo que no se puede decir, no se debe decir».
Una cosa aborrezco, pero de ganas, a saber: esos hombres naturalmente turbulentos que se alimentan de oposición, a quienes ningún Gobierno les gusta, ni aun el que tenemos en el día; hombres que no dan tiempo al tiempo, para quienes no hay ministro bueno, sobre todo desde que se ha convenido con ellos... esos hombres que quieren que las guerras no duren, que se acaben pronto las facciones, que haya libertad de imprenta, que todos sean milicianos urbanos... Vaya usted a saber lo que quieren esos hombres. ¿No es un horror?
Yo no. Dios me libre. El hombre ha de ser dócil y sumiso, y cuando está sobre todo en la clase de los súbditos, ¿qué quiere decir esa petulancia de juzgar a los que le gobiernan? ¿No es esto la débil y mezquina criatura pidiendo cuentas a su Criador?
La ley, señor, la ley. Clara está y terminante, impresa y todo: no es decir que se la dan a uno de tapadillo. Ése es mi norte.
Quiero hacer un artículo, por ejemplo. No quiero que me lo prohíban, aunque no sea más que por no hacer dos en vez de uno. ¿Y qué hace usted?, me dirán esos perturbadores que tienen siempre la anarquía entre los dedos para soltársela encima al primer ministro que trasluzcan, ¿qué hace usted para que no se lo prohíban?
¡Qué he de hacer, hombres exigentes! Nada: lo que debe hacer un escritor independiente en tiempos como estos de independencia. Empiezo por poner al frente de mi artículo, para que me sirva de eterno recuerdo: «Lo que no se puede decir, no se debe decir». Sentada en el papel esta provechosa verdad, que es la verdadera, abro el reglamento de censura: no me pongo a criticarlo, ¡nada de eso!, no me compete. Sea reglamento o no sea reglamento, cierro los ojos, y venero la ley, y la bendigo, que es más. Y continúo: «Artículo 12. No permitirán los censores que se inserten en los periódicos:
Primero: artículos en que viertan máximas o doctrinas que conspiren a destruir o alterar la religión, el respeto a los derechos y prerrogativas del trono, el Estatuto Real y demás leyes fundamentales de la Monarquía».
Esto dice la ley. Ahora bien: doy el caso que me ocurra una idea que conspira a destruir la religión. La callo, no la escribo, me la como. Éste es el modo.
No digo nada del respeto a los derechos y prerrogativas del trono, el Estatuto, etc., etc. ¿Si les parecerá a esos hombres de oposición que no me ocurre nada sobre esto? Pues se equivocan, ni cómo he de impedir yo que me ocurran los mayores disparates del mundo. Ya se ve que me ocurriría entrar en el examen de ese respeto, y que me ocurriría investigar los fundamentos de todas las cosas más fundamentales. Pero me llamo aparte, y digo para mí: ¿No está clara la ley? Pues punto en boca. Es verdad que me ocurrió; pero la ley no condena ocurrencia alguna. Ahora, en cuanto a escribirlo, ¿no fuera una necedad? No pasaría. Callo, pues; no lo pongo, y no me lo prohíben. He aquí el medio sencillo, sencillísimo. Los escritores, por otra parte, debemos dar el ejemplo de la sumisión. O es ley, o no es ley. ¡Mal haya los descontentadizos! ¡Mal haya esa funesta oposición! ¿No es buena manía la de oponerse a todo, la de querer escribirlo todo?
Que no pasan las «sátiras» e «invectivas» contra la autoridad; pues no se ponen tales sátiras ni invectivas. Que las prohíben, aunque se «disfracen» con «alusiones» o «alegorías». Pues no se disfrazan. Así como así, ¡no parece sino que es cosa fácil inventar las tales alusiones y alegorías!
Los «escritos injuriosos» están en el mismo caso, aun cuando vayan con «anagramas» o en otra cualquiera forma, «siempre que los censores se convenzan de que se alude a personas determinadas».
En buen hora; voy a escribir ya; pero llego a este párrafo y no escribo. Que no es injurioso, que no es libelo, que no pongo anagrama. No importa; puede convencerse el censor de que se alude, aunque no se aluda. ¿Cómo haré, pues, que el censor no se convenza? Gran trabajo: no escribo nada; mejor para mí; mejor para él; mejor para el Gobierno: que encuentre alusiones en lo que no escribo. He aquí, he aquí el sistema. He aquí la gran dificultad por tierra. Desengañémonos: nada más fácil que obedecer. Pues entonces, ¿en qué se fundan las quejas? ¡Miserables que somos!
Los «escritos licenciosos», por ejemplo. ¿Y qué son escritos licenciosos? ¿Y qué son costumbres? Discurro, y a mi primera resolución, nada escribo; más fácil es no escribir nada, que ir a averiguarlo.
Buenas ganas se me pasan de injuriar a algunos «soberanos y gobiernos extranjeros». Pero ¿no lo prohíbe la ley? Pues chitón.
Hecho mi examen de la ley, voy a ver mi artículo; con el reglamento de censura a la vista, con la intención que me asiste, no puedo haberlo infringido. Examino mi papel; no he escrito nada, no he hecho artículo, es verdad. Pero en cambio he cumplido con la ley. Este será eternamente mi sistema; buen ciudadano, respetaré el látigo que me gobierna, y concluiré siempre diciendo: «Lo que no se puede decir, no se debe decir».
Octubre de 1834. Publicado en la Colección de 1835
lunes, 13 de enero de 2020
Concurso “Contate un cuento XII” – Mención de Honor Categoría E: “Reminiscencia” - Por Patricia Cavaiani de Balcarce
La noche cae fría, oscura, insondable…
Bajo el frondoso
árbol se acovacha el hombre cuya imaginación traspasó los límites de la
cordura.
Por el gran
ventanal de la cocina observa a la mujer que, afanosa, realiza los quehaceres
domésticos. Una gran olla sobre el fuego emana olor a hierbas. Ella, diligente
y segura, espera al hijo mayor con la sola convicción que le proporciona su
poder adivinatorio. El joven llegará sin anunciarse y la casa se llenará de
risas, amigos y mujeres. Todo lo relacionado con él es exagerado, abundante,
excesivo. Tan distinto a su hermano menor que, encerrado en su habitación,
relee mapas y anotaciones ajados por el tiempo con la certeza del
descubrimiento de alguna ciudad desconocida, de algún templo sagrado, de alguna
ruta ignota,
El primer hijo se
lanza a la aventura, el segundo la busca en los estantes polvorientos y
atestados de libros de su estrecho cuarto.
Al día siguiente
llega el primogénito confirmando la premonición de su madre. La abraza, la
cubre de exclamaciones altisonantes y se siente a la gran mesa llena de
variados manjares que devora sin esperar a los demás comensales. En su piel
nuevos tatuajes dan fe de sus múltiples aventuras. Al rato entra Iván y, sin
saludar a nadie, pone algunas verduras en su plato y se apresura para volver a
la quietud de su refugio. En el aire se siente un raro vacío, una distancia
palpable. La madre conoce esos rencores, sabe que los lazos sanguíneos no
fueron suficientemente sólidos, no consiguieron zanjar la distancia impuesta
por las diferencias de carácter, de humor, de intereses. Son hermanos, sí, en
los papeles, en la vida son totales desconocidos.
El menor se retira
a su habitación, nada interrumpe el vaivén de sus pensamientos, nada lo
conmueve, solo la obsesión de descubrir,
quién sabe qué, en esos viejos pergaminos. Planea hacer un largo viaje
exploratorio. No hay aparentes urgencias en su vida que sobresalten su cuerpo
ni su espíritu.
El hombre solo bajo
el castaño comienza a inquietarse, vagas sensaciones anticipan el inevitable
desenlace. Quiere desamarrar sus manos, salir de la oscuridad que nubla su
mente atormentada, pero todo intento resulta
vano.
Al anochecer la
casa se puebla de risas escandalosas, de mujeres, de música estridente que
llena los ambientes y se cuela como un rayo punzante en todas las habitaciones,
rompiendo con la paz que imperaba antes de la llegada del libertino.
El hijo
introvertido, callado, ve invadida su privacidad, no puede concentrarse, no
sabe cómo actuar. Se dirige hacia la cocina y, con voz ruda, le dice al hermano
que necesita volver a la normalidad, que su presencia todo lo altera, que allí
no hay espacio para tanta algarabía, que el padre está muriendo olvidado en
algún rincón del patio, que regrese a su vida disipada lejos del hogar. Aquel
no registra los reclamos, no nació para escuchar a nadie…
El padre, presa de una
alucinación final, vislumbra el futuro cercano. Hilos de baba blanca caen de su
boca mustia junto con las palabras:- Caín y Abel, Caín y Abel, Caín…
Concurso “Contate un cuento XII” - Mención de Honor Categoría D: “El viejo del Vagón” - Por Walter Hormaechea, alumno de Secundaria de Oficios
El viejo del vagón le decían en el pueblo porque nadie lo
conocía, no sabían de donde había venido. Algunos pensaban que había escapado
de la justicia, otros que escapaba de algo malo, por eso estaba solo, nadie
hablaba con él, su aspecto ermitaño, de mal carácter, desagradable y desalineado,
asustaba a la gente.
Vivía en un vagón abandonado, que el ferrocarril había
dejado cerca de los galpones de una vieja estación en la que moraba un hombre
al que llamaban “jefe”. Por ahí vivía también un joven que luego de la escuela
solía andar caminando por las vías con su honda y unas piedras en los bolsillos
del pantalón, porque en esa época no existía Internet, y los jóvenes solían
hacer otras cosas, como por ejemplo cazar.
Fue esa
tarde que Matías se encontró frente a frente con aquel señor extraño que venía
por las vías en sentido contrario.
A primera
vista y casi de inmediato, Matías sintió mucho miedo, recordó algo que una vez
alguien le había contado. El viejo del vagón y el “jefe” habían sido bueno
amigos. Este último tenía una hija que era hermosa y solía sentarse con el
viejo a charlar sobre el andén de la estación. Un día se enamoraron y esto hizo
que el “Jefe” le prohibiera a su hija ver a su amigo, así que la encerró en un
cuarto. Un día ella se escapó para poder encontrarse con su gran amor. Ese día
un tren que venía del norte no pudo parar, ella cruzó las vías sin mirar,
quizás pensando en el encuentro con su amado y no lo pudo ver. Ese día fue
trágico, algunos todavía dicen que lo recuerdan.
Matías
miró nuevamente al viejo, pensó en salir corriendo pero al mirar al joven, éste
le sonrió y al instante preguntó
_ ¿Qué andas
haciendo por las vía solo? ¿No sabes que es peligroso?.
– Sí, lo sé. Mi
abuelo siempre me lo dice.
Ese día Matías empezó a conocer al viejo del vagón. Se
enteró que era un hombre sencillo y bonachón, que la historia que él había
escuchado de un amor y una tragedia había sido verdadera. Había elegido vivir
solo y sin contacto con las personas porque su dolor por aquella hermosa mujer
que la vida le había arrebatado le produjo un sufrimiento tal que solo se
estaba dejando morir.
Con el
tiempo, construyeron una gran amistad. Así fue que Matías se enteró que se
llamaba Rodolfo, nombre que su madre le había puesto por su padre.
Al pasar el tiempo
Rodolfo, el viejo de vagón cambió su vida, conoció a Isabel la tía de Matías.
En el pueblo decía que ella trajo la cura a todos sus males y que él pudo
encontrarle un sentido a la vida y Matías comprendió que lo que dicen de las
personas a veces puede ser verdad, pero otras hay que llegar a conocerlas.
Concurso “Contate un cuento XII” - Mención de Honor Categoria D: “La desilusión de Serapio” Por Roque Atilio Ledesma, alumno de EEPA 702
Era una de esas noches de verano en las que la luna
iluminaba todo el pueblo de Crespo, dejando ver la hermosura y tranquilidad de
sus campos. Como era de esperarse, cada noche llegada las 21 horas el gaucho
Don Serapio se despedía apresuradamente de su compañera de vida y de sus dos
pequeños hijos para irse al bar que quedaba a unos 30 minutos a caballo
cruzando por el campo de su compadre. Su mujer, ya cansada de no contar con su
marido a la hora de la cena, comenzó a sospechar que él ya no la amaba y andaba
en busca de otros amores. Quiso enfrentarlo y hacerlo confesar, pero el miedo la invadió y sólo pudo hacer
silencio, mirar el suelo y decir: te veo a la vuelta. Una vez que su esposo se
marchó, ella se tranquilizó y se consoló pensando que Serapio sería incapaz de
serle infiel, ya que se caracterizaba por ser un hombre bondadoso y trabajador
que no tenía maldad con nadie, siempre demostraba que su prioridad era la
familia y que si se iba cada noche era porque tenía una debilidad: la bebida.
Serapio montó su
caballo y se dirigió hacia el bar donde lo esperaban sus compañeros de truco.
La tranquilidad era lo que caracterizaba el entorno del lugar. Afuera sólo se
sentía el relincho de baguales atados a los palenques, adentro era un mundo
diferente, el ambiente era de fiesta. Los hombres entre risas y tragos se
olvidaban por un rato de sus problemas y obligaciones cotidianas, entre ellos
Serapio. Este ambiente festivo sólo duró unos minutos, en medio del partido
ingresó en el bar González, el nuevo
comisario del pueblo. Éste era un hombre frío, ambicioso, con pocas
amistades que no eran las mejores. Poco se conocía de su vida personal, se
sabía que era un hombre casado aunque el comentario era que tenía aventuras
amorosas y las malas lenguas también afirmaban que tenía un hijo no reconocido
por fuera de su matrimonio. Con su arrogancia y un tono amenazador le dijo a
Serapio que abandonara el lugar porque iba a venir la recorrida y se lo iban a
llevar.
Serapio, golpeando
la mesa y muy ofendido le respondió:
-“¡Me va a llevar por borracho pero no por ladrón!”
El comisario
sonrojado casi tartamudeando solo atinó a decir: “¿por qué me decís eso?” Pero
no recibió respuesta alguna. Serapio lo miró, volvió a sentarse y continuó con
su juego. Todo los que se encontraban en el bar se quedaron sorprendidos,
porque no era habitual del lugar que hubiera este tipo de cruzadas y se preguntaban
el por qué de las mismas. González se retiró pero volvió a ingresar con un
forastero cómplice que muy enojado a los gritos dijo: -“¿Qué te pasa a vos
Serapio?” Pero éste lo miró de reojo y siguió jugando. El forastero insistente
le volvió a decir: -“¡A vos te estoy hablando!” Serapio se levantó de la mesa,
tiró las cartas y la silla hacia un costado e intentó irse sin causar ningún
tipo de disturbio. El forastero a la pasada lo agarró del brazo y muy enojado
le dijo: -”¡Disculpate por lo que dijiste!”. El gaucho ya con furia en su
interior respondió: -“yo no me disculpo por decir la verdad. Si me quiere
llevar, que me lleve; pero antes de irme quiero que me expliquen, cuál es el
motivo de la bronca de ustedes hacia mí”. En ese instante un silencio se sintió
y la puerta del bar se abrió y para la sorpresa de muchos la persona que
ingresaba en ese momento era la menos esperada en el lugar. Ramona, la mujer de
Serapio había decidido ir hasta allí para aclarar sus sospechas. Todos giraron
la mirada hacia ella, incluido su esposo que no podía creer lo que estaba
viendo. Jamás en sus años de casados ella se había presentado en el lugar.
Sabía bien que no lo podía hacer ya que ese era un espacio exclusivo de
hombres. Imposible pensar en la presencia de una dama allí.
Serapio se soltó
del brazo del forastero y se dirigió hacia la puerta con su mujer. Ella había
quedado inmóvil con la mirada fija hacia el fondo del bar. Su marido enojado le
preguntó: -“¿Qué hacés acá? ¿Acaso me estás controlando?” Pero Ramona parecía
no escuchar, seguía perpleja sin correr la mirada. Al no recibir respuesta,
Serapio volteó a ver qué era lo que tanto le había llamado la atención pero
solo vio a sus compañeros de truco y al comisario que, para su sorpresa, estaba
inmóvil y con la mirada fija hacia su mujer. No podía comprender qué era lo que
pasaba, enojado elevó el tono de voz y le dijo a Ramona: -“¿Te pregunté qué
haces acá?”, pero ante la no respuesta la empujó hacia afuera. González salió
corriendo tras ellos, enfrentó al gaucho anteponiendo su cuerpo al de la mujer
gritando: -“¡No te atrevas a hacer eso otra vez!” A lo que recibió como
respuesta: -“¡No te metas que es mi mujer, no la tuya!” “¡Eso es lo que vos
pensas!”- exclamó el comisario.
Serapio no podía
entender lo que estaba escuchando y en un clima tenso con todos los hombres del
bar como espectadores exigió una explicación. ¿Acaso ellos ya se conocían?
¡Imposible! González era nuevo en la zona y Ramona pasaba todo el día en su
casa al cuidado de sus hijos y llevando a cabo las tareas del hogar. Debía
tratarse de una confusión. Por tal motivo, tomó del brazo a su esposa y se
dispuso a ir por su caballo para retornar a su hogar cuando de repente el
comisario lo empujó para apartarlo de ella. Ramona llorando y entre balbuceos
con un tono muy bajo dejó escapar sus palabras diciendo: -“Hilario dejá,¡no te
metas!”.
Ante la mirada
confundida de Serapio, la dama no pudo controlar más sus emociones, estalló en
llanto y comenzó a contar su verdad: todo había empezado hacía unos cinco años
atrás cuando ellos aún vivían en otro campo a unos 60 km de allí. Como de
costumbre, cada noche Serapio se marchaba hacia el bar y su esposa quedaba sola con su pequeño hijo
Jacinto de tres años. En la estancia vecina había comenzado a trabajar un
hombre custodiando el lugar y cada noche realizaba una recorrida por la zona
controlando que todo estuviera en orden.
Un día, llegó
hacia la casa del matrimonio en busca de ayuda, ya que su linterna se había
quedado sin pilas y necesitaba de ella para poder volver a su puesto. Fue ahí
donde conoció a Ramona, que se encontraba sola con su hijito. Entre charla y
charla una chispa se encendió entre los dos y muy enamorados se encontraban
cada día después de la partida del gaucho. En uno de esos encuentros Ramona, le
dio la noticia de que estaba embrazada y que su hijo le pertenecía. ¿Qué
podrían hacer? ¡Se desataría un grave problema si su esposo se enteraba!
Hilario sorprendido se ofendió con ella, ya que solo buscaba una aventura y no
formar una familia. Montó su caballo y se marchó sin decir nada. Nunca más
supieron de él.
La joven no tuvo
más remedio que decirle a Serapio que esperaban a su segundo hijo. Éste tomó la
noticia con mucha felicidad, aunque tuvieron que marcharse de ese campo en el
cual trabajaban debido a que los dueños solo aceptaban un niño en el lugar. Fue
ese el motivo que los llevó a marcharse hacia el pueblito de Crespo para
recibir a su pequeño Zoilo.
Ramona había
dejado olvidada esa historia, creyó nunca más volver a ver a su amor aventurero
hasta esa noche en la que todo cambió
El gaucho Serapio
comenzó a entender por qué el nuevo comisario y su amigo el forastero tenían
tanto odio hacia él. Desconsolado pidió a su amada que se fuera a su casa y
cuidara muy bien de los pequeños, quien con mucha vergüenza y angustia asintió
con la cabeza y se marchó. Todos conmovidos por la situación fueron dejando
lentamente el lugar, todos menos Serapio que ingresó nuevamente al bar pidiendo
pluma y papel. Entre tragos y lágrimas solo en una mesita casi a oscuras
comenzó a escribir unas líneas para sus pequeños hijos. Pasadas unas horas y
sin escuchar al dueño del bar que le pedía que dejara de tomar, Serapio bebió
los últimos tragos de su vida, él ya no encontraba motivos para seguir, su
único amor de tantos años le había fallado y era algo que no podía aceptar. En
un instante dejó caer su cuerpo, sobre la pequeña mesa del bar con su carta en
la mano. Su adicción y depresión le quitaron la vida.
Varios años
después se presentó en el bar el joven Zoilo buscando conocer su verdadera
historia, saber quién había sido su padre, ya que poco sabía de él y cuando
querían junto a su hermano entablar esta conversación con su madre, ella
entraba en una crisis de llanto y no les daba respuesta alguna. El dueño del
lugar le comentó que Serapio era un buen hombre, que siempre estaba dispuesto a
ayudar a los demás y que cada noche lo primero que se lo escuchaba decir era lo
feliz que era con su familia. En ese momento recordó que, en el fondo de un
cajón, muy bien guardada, se encontraba la carta que el gaucho con sus últimos
suspiros había escrito. Zoilo se sentó en el fondo del bar, en la misma mesita
que estuvo por última vez su padre y entre lágrimas leyó la misma que decía:
“En este momento
en el que no encuentro consuelo, solo puedo expresar los que siento por ustedes
mis pequeños hijos. A ti, mi primer hijo, Jacinto, decirte que te amo con todo
mi corazón, no cambies nunca tu bondad. Ayuda siempre a tu familia ya que, como
mi hijo mayor al no estar yo presente, te convertirás en el hombre de la casa.
Mi pequeño Zoilo, mi hijo menor, el que terminó de completar mi felicidad,
quiero decirte que te amé y amaré siempre con todo mi ser. Aunque la sangre lo
niegue siempre serás mi pequeño, mi hijo amado. Nada cambiará este amor de
padre que siento por ti. Tal vez en algunos años estés llamando papá al hombre
que realmente te dio la vida, pero desde el fondo del corazón sabrás que yo
siempre lo seré. Recuérdenme siempre con buenas anécdotas y el cariño que sentí siempre por ustedes.
Perdónenme por esta decisión que estoy a punto de tomar, pero es que no
encuentro consuelo. Pero antes de partir hacia otra vida quisiera pedirles un
favor: cuando lean esta carta no traten de buscar culpables y no guarden rencor
con su madre. Ella tuvo sus motivos para hacer lo que hizo, en parte yo soy
responsable de esta situación, por mi debilidad con la bebida descuidé al amor
de mi vida y no me di cuenta la falta que yo le hacía. Los amo para siempre.
Papá”
Conmovido, Zoilo abandonó el
bar y se marchó sin decir nada. Se fue hacia el lugar donde yacían los restos
de su papá que anteriormente el dueño le había indicado. Al llegar allí, se
arrodilló y le dijo a su padre que jamás podría enojarse con ninguno de los dos,
que lo perdonaba porque tal vez en una situación similar él hubiese actuado de
la misma manera. También le agradeció por no guardarle rencor a su madre que
durante todos estos años no había podido superar su muerte. Agradecido por
poder completar la parte de su historia que le faltaba, el joven se marchó con
la cabeza en alto, y con el orgullo de poderle decir al mundo: “SOY EL HIJO DE
DON SERAPIO”.
Concurso “Contate un cuento XII” - Mención de Honor Categoria D : “El monstruo que Cargamos” Por Marcelo Crognale, alumno de CENS 451
Una vez le dijeron que la vida es dura pero que siempre se
puede estar mejor.
Frase que desde niño le quedó grabada y resonando en su
cabeza, sin embargo no alcanzaba a
entenderla.
Durante su niñez fue un niño feliz, o eso creía. Vivía en un
barrio tranquilo donde lo único que importaba era jugar en la placita, andar en
karting a rulemanes o en bicicleta y poner globos en los rayos para hacer ruido
y pensar que tenía una magnifica moto.
Eso era lo más aventurero que podían hacer todos juntos, como buenos amigos.
Esta maravillosa aventura tenía como único fin despertar a los vecinos de su
cálida y pasiva siesta. Sin embargo la felicidad no era eterna siempre alguno
de estos alertaban a los padres de los chicos de lo sucedido y hacían que el
reto llevara a que la felicidad se
convirtiera en días de penitencia. En
ese mismo momento el monstruo de la penitencia visitaba simultáneamente a todos
los integrantes de la banda… y por varios días la travesura quedaba comprimida
en los corazones de cada uno…
El monstruo siempre aparecía en cada casa de manera
diferente, a veces se presentaba como en el famoso “escribe 100 veces no debo
molestar a los vecinos a la hora de la siesta”, en otras ayudar a mamá con los
quehaceres domésticos durante una semana, también en no ir al cine el fin de
semana como salida que esperaban para comer pochoclos, tomar gaseosa y
disfrutar de los amigos.
Esa semana tenían prohibido una mala nota en la escuela y la
presión era enorme. Todos sabían que un desaprobado empeoraría las cosas…Si
todo salía bien, volverían a juntarse la semana siguiente para tramar un nuevo
plan y lograr a volver a divertirse como antes.
Esto se repitió durante muchos años, hasta que la famosa y lejana (o al menos eso se
creía) adolescencia golpeó la puerta y esas locas tardes de bicicletas y
karting solo quedaron atrás.
En esta etapa los obstáculos eran otros: la amada y dulce
señorita de primaria abrió su paso para dar lugar a los profesores del
secundario. Estos eran seres gigantes sin el pulcro guardapolvo blanco, en
donde los apellidos tomaban un lugar importante haciendo que los apodos y travesuras
de niños quedaran relegados en el cajón del pupitre. Los profesores con su
vestimenta formal, sus clases expositivas, el famoso “pasa al frente” y “decime
la lección” se convirtieron en esta etapa en el famoso monstruo.
Y la penitencia llegaba como un puñal en la espalda. Las
prohibiciones eran “no salís a comer pizza”, “no vas a la matinée”, ni tampoco
a los tan ansiados cumpleaños de 15 de las chicas del momento.
El grupo de amigos se fue ampliando y reduciendo a la vez,
sin embargo, lo que nunca se perdía eran las eternas juntadas en la plaza para
planificar y contarse las nuevas experiencias vividas.
Pero un día en una de esas charlas se inmiscuyó la lejana
muerte que golpeó duro a unos de los integrantes del grupo: la pérdida de su
padre; y eso sí se transformó en el gran y verdadero monstruo.
Esa tarde de invierno la vida de uno de los integrantes de
la banda dio el inesperado vuelco. Con la pérdida física de su padre ahora
aparecían las pesadas responsabilidades y obligaciones.
Las tardes de risas y charlas se cambiaron por una bicicleta
de reparto pesada, recorridas a la intemperie por calles frías y la necesidad
de formar parte del sostén de la familia. Con tantas responsabilidades y
compromisos para tan corta edad no quedó tiempo para el estudio…
Y ahora sí, el monstruo había cobrado poder y se había
convertido en un gran gigante y más monstruo que nunca.
Y en su corazón
volvió esa famosa frase que ahora resonaba más que nunca: la vida es dura pero
siempre se puede estar mejor.
Con el trascurso de los años el trabajo, el anhelo de formar
una familia propia, y el reencuentro con los integrantes de la banda fue
aplastando de a poco a ese monstruo que lo persiguió durante muchos años.
Esto dio lugar a ansiar nuevos objetivos y las charlas en la
placita dieron paso a cumpleaños infantiles donde se comparaban con sus propios
hijos y las anécdotas volvían a ser parte de sus vidas. El monstruo, envidioso,
ya pasaba a ocupar un lugar cada vez más pequeño.
Pero se sabe que el crecer es inevitable y también les tocó
crecer a sus hijos y entonces la soledad empezó a ser cotidiana y los objetivos
pendientes cada vez más relevantes.
En esta nueva etapa sus hijos lo incentivaron a dejar de
postergarse y empezar a trabajar en la superación de aquellas épocas donde el
monstruo había sido el protagonista y entonces él decidió darse la oportunidad
que por aquellos años había quedado pendiente: retomar sus estudios y aplastar
definitivamente al monstruo.
Había llegado por fin la etapa en la que definitivamente llegaban
los logros deseados. Ahora en su vida el monstruo ya no tenía lugar: sus hijos
habían logrado desterrarlo para siempre y aquella frase que tanto resonó en su
cabeza cobraba de una vez por todas el protagonismo que siempre debió tener.
Concurso “Contate un cuento XII” - Mención de Honor Categoría C: “Bajo el edredón de plumas” - Por Julieta Watts, alumna de la E.E.S. N° 19 de Tandil
La noche era el peor momento del día. Se bañaba en
oscuridad, no había nada peor que eso...
La oscuridad era el lugar donde las sombras podían venir a atacar. Ellas
no tenían por qué esconderse pero yo sí. Para combatirlas, mantenía todas las
luces encendidas. Debía sobrevivir hasta la mañana siguiente, para así poder
volver a ver a mamá y salir al patio a jugar.
Una noche mamá me retó por mantener la luz encendida. Ella
trabajaba mucho para cuidar de los dos y no podíamos darnos ese lujo. Así que
tuve que enfrentarme a mis miedos.
Fue espeluznante: podía percibir en la oscuridad el
movimiento, podía sentir como me paralizaba; no podía moverme, aún estando
consciente. Dejé que mi edredón de plumas me solapara, con la esperanza de que
la salida del sol se apresurara.
Un entrecerrar de ojos, y
mi madre estaba junto a mí. Ya era de mañana, y su rostro lucía una
preocupación apenas disimulada. Me dijo
que me había oído llorar y gritar. Por supuesto, no era la primera vez.
Solución desesperada: una historia amable y valiente, que me diera el coraje de
querer volver a soñar antes de dormir.
Esa noche, estaba en mi cama, y mi madre junto a mí
sosteniendo un libro. La historia trataba de la lucha contra las sombras; era
el cuento indicado para mí. El héroe se adentraba a un mágico mundo cada vez que se cubría con su acolchado de
plumas. Las plumas contorneaban las
figuras bañadas en tinta de aquellos seres que se paseaban como fantasmas en
nuestra realidad nocturna, en una realidad sumergida en sueños. No hay nada que
temer, entendía el héroe; sólo son sombras que quieren no sentirse solas, que
tienen una verdad que decir al viento, pero que no encuentran oídos que quieran
conocer.
Esa noche mi madre se despidió de mí, me dio un beso en la
frente y colocó una vela en el escritorio de mi pieza. Tenía tiempo hasta que
la vela se consumiera para dormir.
Las sombras comenzaron a aparecer. Me escondí debajo del
edredón. Pude ver desde la suavidad que me acobijaba las verdaderas figuras de
aquellos seres que me hacían temblar, eran animales, personas, criaturas
viajando en un mundo distinto colisionando con el real, aunque para ellos su
mundo también es el real. Encontraron mis ojos observándolos. No todos podían
verme, pero sí percibían la luz cálida que mi ser infantil irradiaba como una
antorcha en ese mundo umbrío.
Siempre estuve rodeado de las sombras, pero mi temor no me
había permitido mirarlas con otra cara que no fuera la del pavor. Pero ahora
sabía que sólo necesitaban ser
escuchadas. Inhalé profundo y me dejé llevar por sus historias entintadas. Mis
ojos ahora no veían lo que antes, aunque estaban abiertos no veían. Yo era el
héroe que esperaba ese mundo que se me aparecía ahora tan mágico, tan pacífico, tan distinto a como siempre creí sería,
el mundo fantasmagórico. Arropado en un edredón de plumas, aquí parecía un
manto de algodón de azúcar, la capa del héroe que necesitaban esas sombras sin
armonía.
Todo está bien. Todo hasta se torna espléndido ahora en este
mundo de ensueño. Excepto por una cosa: algo que he estado oyendo desde hace un
rato… lo distingo…lo siento… Es el llanto de alguien que amo. Su sollozo me
llega nítido, como su extraña calidez. Una sombra se desprende de las demás.
¿Mamá?
Concurso “Contate un cuento XII”- Mención de Honor Categoria C: “La culpa y sus sombras” Por Ayelén Alias, alumna de E.E.S. N°1 “Antonio González Balcarce”
La niebla había caído a sus pies cuando llegó a la casa de
campo de sus tíos. Lo primero que vio en él fueron sus costosas botas, estaban
impecables, como si nunca antes hubiesen tocado suelo, pasando su entero viaje
en el lujoso carruaje que se hallaba en la entrada. Cuando alzó su mirada, para
su sorpresa, él se la devolvía con su intenso color azul. Al instante percibió,
gracias a la sonrisa irónica que le ofreció, que el invitado de sus tíos no era
más que otro muchacho arrogante que estudiaba leyes en la capital. Venía
acompañado, junto a él se encontraba su hermana. Ella no caminaba derecha y
prolijamente como la mayoría de las mujeres, se tambaleaba y auto pisoteaba a
cada paso que daba. Supo el por qué cuando la saludó con cortesía: apestaba a
alcohol, a whisky expresamente. Esto no era una indecorosa coincidencia, ella
siempre estaba borracha, ese día y todos los que siguieron. No era que a él le
importase, en cuanto terminaron las formalidades volvió a su mundo de sombras
para no volver a tener contacto con ninguno de los hermanos. Aun así, nunca
pudo evitarlos por completo, pues su presencia era requerida en las cenas.
Siempre cabizbajo, cada cena sintió y vio por el rabillo del ojo como alguien
lo traspasaba y quemaba con su mirada. Sospechaba, correctamente, quien le
provocaba semejante sensación. Jamás hablaron, tampoco se esforzaron en
hacerlo, pero no evitó a las constantes miradas, intensas y desconcertantes
miradas. Jamás le había ocurrido de que alguien le prestase tanta atención, o
que al menos percibieran su presencia por demás, así lograba evitar dialogar
con los demás. Su mirada lo perturbaba y confundía, pero aunque le costaba
admitirlo, dudaba que quisiese volver a vivir sin ella.
No recordaba la última vez que expresó algo de sí mismo a
alguien más que no fueran sus sombras, es probable que nunca antes lo haya
hecho pero a pesar de ese pequeño inconveniente, la curiosidad le carcomía
hasta los huesos. Así que una tarde lluviosa, una semana después de su llegada,
se armó de valor y emprendió camino en la búsqueda del muchacho para
confrontarlo y arrancarle la verdad de los brazos. Caminaba decidido y con el
mentón alto. Ya era un hombre, pensaba, pronto se casaría y manejaría una casa.
Podía manejar las miradas insistentes y curiosas de un simple chico con
apellido de renombre. Lo encontró en la biblioteca leyendo concentradamente un
libro rojo de tapa dura. Él notó su llegada, no lo saludó, tampoco fue
necesario porque al instante pronunció las palabras que previamente había
ensayado.
—No me apena el hecho de que no hemos podido llegar a ser
amigos o al menos buenos compañeros. Compartimos hogar durante este lluvioso
verano y puedo soportarlo todo lo que resta de él, pero su incipiente mirada me
incomoda. Si tiene palabras que desea expresar hacia mi persona, le doy este
momento de mi tiempo para que las diga y sea todo lo sincero que pueda ser.
Sino, le pido respetuosamente que no me ofrezca el placer de su mirada a menos
que sea extremadamente necesaria.
Sonó robótico y había titubeado y tartamudeado pero cuando
terminó su muy practicado discurso, no notó ningún tipo de desconcierto en él
como esperaba, solamente sonreía, divertido.
—¿Mi mirada es placentera? —le preguntó.
La indignación y la vergüenza lo embriagó. Se avergonzó por
aquella inesperada confesión que le había regalado impensadamente, pero le
venció la amargura tapándole el agudo dolor de su pecho.
—Usted bromea conmigo —se dijo más a sí mismo que al
muchacho.
Volvió a sonreírle,
esta vez más divertido que antes. No podía soportarlo, había dado el
primer paso, fue completamente sincero ¿y así le correspondió?
Dio media vuelta y, manteniendo la compostura como pudo, se
retiró de la biblioteca.
Basándose en sus lecturas y las conversaciones a las que
pocas veces se había esforzado en prestar atención, trató de expresarse
sincera, clara y deliberadamente y él solo supo divertirse de su pesar. Se
sintió humillado y no sabía cómo lidiar con ello.
Salió para tomar aire, necesitaba relajarse, el corazón le
palpitó estrepitosamente, se le dificultó respirar y estaba sudando
sobremanera. De repente sintió una presencia detrás suyo. Ambos estaban
alejados ya de la casa, no recordó cuándo llegó hasta allí, tampoco se percató
de que él lo había seguido, pero allí estaban. Junto con el profundo y
reconfortante olor a humedad, el césped mojado, el creciente barro, las gotas
de lluvia posándose sobre ellos, el frío viento que los abrazaba, las grises
nubes, el lago intranquilo, el sauce bailando, un ave observando y el cálido
beso.
Tan bien había aprendido a controlarse y esconder pero ya
algo había cambiado en él. Sintió culpa pero a la vez amó el pecado por muy
peligroso que fuera. Thomas le enseñó a amarlo. Eventualmente, él se había
convertido en su todo.
Sus pecas, sus finos labios, el cabello enmarañado que no
seguía ningún tipo de patrón gracias a la brisa que siempre corría por su
rostro. Las cejas pobladas y los agudos ojos que sentía que le gritaban cada
vez que cruzaban miradas como retándole a desafiar cualquier regla. El aliento,
el suave tacto, el hoyuelo que se formaba en su mejilla, las pecas en su pecho
y espalda, sus vellos, su sudor, sus pestañas, las patadas confidenciales de
debajo de la mesa, la ingenua alegría de los tíos al ver que su sobrino al fin
había logrado obtener un amigo. Su amigo... su compañero, su confidente, su
hermano, su amante, su sangre y hasta su alma. Las risas, las disputas y la
culpa. La culpa. No era consciente de cuándo sus sombras comenzaron a
manifestarse en él, pero lo lastimaron, desgarraron. Intentó ocultarlo todo lo que pudo y luchó por ello pero la idea
de su familia y el resto del mundo, lo correcto y lo maligno no dejaban de atormentarlo.
Compartió su alma a la pasión y al miedo, sus noches eran de Thomas y de sus
sombras, del insomnio y la tristeza, ya no era dueño de sí mismo. Temblaba,
lloraba, gritaba y pataleaba, su respirar se dificultaba, estaba exhausto,
cansado y perdido, no recordó la última vez que durmió. Las tinieblas le
susurraban cada noche en vela, le recriminaban y manipulaban ¿erraba haciéndolo
o dejándolo? Su negrura se manifestó, saliendo de su interior, dejando un gran
vacío que no supo cómo llenar. Su ser y su alma explotaron y, con voz
quebradiza y temblorosas manos, dejó el lecho que compartía con él. La lejanía
no duró mucho, como un adicto volvió desesperado. Ese viaje se convirtió
habitual, se iba y volvía, combatían y firmaban la paz, se odiaban y se deseaban.
Quería abandonar por completo su cuerpo y a la vez no alejarse de él nunca más.
No pretendía extrañar pero tampoco deseaba olvidar. Los suspiros, las marcas,
las cicatrices, las caricias, los besos, los roces, las lágrimas, las risas,
las discusiones, los golpes y las reconciliaciones. Las crecientes miradas
curiosas de la hermana ebria de Thomas y el peligro que representaba. Su
maldita hermana. Ya no podía sentir el olor a whisky que su mente se nublaba y
solo deseaba llorar, le rememoraba al buen amigo de ella, el Padre Turner, que
vino de visita por su llamado. Llegó a la casa de sus tíos gracias a las
sospechas de ella, creía fervientemente que necesitaban ayuda, una violenta y
dolorosa ayuda. Se le contraía el pecho cuando pensaba en él, en su mirada
hosca y el constante ceño fruncido. Las prominentes arrugas, grandes ojos y
ojeroso, como si nunca hubiese conocido el sueño.
Sus tíos desconocían la situación, el Padre Turner se encargó de ello, pero le costó un precio tan
alto que cada noche le dolía aún más. Con solo ver su bastón quería patearlo,
golpearlo, ahorcarlo y matarlo, así lo dejaría libre de su pecado y podría
respirar. No importaba cuántas charlas
tuviese con el bastón, no dejaría de sentir el deseo, la pasión y la admiración
que sentía por Thomas. Si no dejó de hacerlo cuando se marchó, tampoco cuando
lo castigaron y desgarraron. Cuando se fue, junto a su hermana, cuando lo
abandonó dejándolo con la culpa y el peso en sus hombros, le mató lo poco que
quedaba de él dentro suyo. Lo dejo solo para que lidiara con el Padre y con la
ayuda que él les había ofrecido, con la responsabilidad de lo que habían hecho
las últimas semanas, de lo que sintieron las últimas semanas. Le dejó todos los
golpes, los moretones, las recriminaciones y el maltrato para él solo. Es por
ello que decidió gritarlo, al viento, a la tierra, a los muebles y a sus tíos.
Ya no tenía nada más que le pudiesen arrebatar, ya no le quedaba ni el secreto,
estaba más vacío que nunca. El Padre Turner y el bastón se enfurecieron como
jamás en su vida lo volverían a estar. Sus tíos hicieron prometer que jamás le
dirían ni una sola palabra del tema a nadie. A pesar de todo, del dolor, la
impotencia y de la traición, seguía esperando su regreso, que volviera a sus
brazos y a su lecho.
Y allí fue, rendido junto al lago y junto al sauce, donde
todo comenzó y todo terminó. Buscaba una sola mirada y no la encontró. Solo
pudo hallar a un cuervo que se posaba en lo alto del sauce, estaba cantando. Le
crascitó, le gritó. Ya se encontraba muy en lo profundo del lago cuando dejó de
oírlo, pero el cuervo continuó hablándole de su secreto, esperanzado de poder
consolarlo con ello. Cuando supo que no iba a volverá ver , se enmudeció.
Concurso “Contate un cuento XII” - Mención de Honor Categoría C: “Armagedón” Por Jazmin Piriz, alumna de la E.E.S. N° 1 “Antonio González Balcarce”
Todos estábamos atentos ese día. Las noticias parecían
importantes, se notaba en la cara de aflicción de mis padres cuando, a través
de la televisión, el reportero hablaba en un tono preocupado.
A partir de las tres de la tarde habrá un corte general de
energía en…
Eran las dos. No
pude escuchar más porque papá apagó la televisión.
Ajá, ¡Eso no pasa desde el 2050! Yo ni había nacido.
Exclamé con
incredulidad, después de todo, ¿quién le cree a las noticias a estas alturas?
La gente es menos manipulable, al menos por otras personas.
La hora fue
rutinaria para mí, me la pasé en el celular, como es lo normal, mirando videos
y perdiendo así el tiempo. Hablé con algunos de mis amigos por vídeo llamada,
aunque vivían cerca. ¿Para qué ir teniendo la comodidad de estar en casa?
Perdón, Bruno, pero ahora mis viejos quieren que los ayude a
cargar agua.
¿Cargar agua? ¿Qué estamos, en el siglo XIX?
No, pero ya sabés, con el corte de luz la circulación de
agua también se detiene.
Todos estaban con
eso, y yo en mi mundo; por primera vez en mucho tiempo todo el mundo se estaba
tomando una noticia en serio, ¿Realmente era tan malo? A diferencia de mis
papás nunca lo había vivido, no podía saberlo.
¡Bruno, vení, hijo, tenés que ayudar también!
Escuché a mi mamá y
apagué la computadora. ¿Tanta ayuda necesitaban? Si hoy en día las máquinas
hacen prácticamente todo.
Fue pesado, no
había hecho tanto esfuerzo en toda mi vida. Papá tuvo que preparar mucha comida
antes de que, supuestamente, el horno eléctrico dejara de funcionar. Mamá y yo
cargamos agua, entre otras cosas me tomé la pequeña libertad de ver más allá de
las ventanas.
Era un caos, la
gente que guardaba antigüedades preparaba sus arcaicos y tóxicos automóviles a
combustible, mientras que las personas normales parecían desesperadas por
terminar sus viajes antes de que la batería del coche se les acabara, otros lo
cargaban como primera prioridad. Ni los semáforos paraban a la gente, sólo se
escuchaba el estruendo de las voces y bocinas para luego colisionar en un
previsible accidente. Fuego, pánico, y después volvía a empezar. Demasiada gente,
eso es lo que pasa cuando la población no deja de crecer. Pero sólo fue el
inicio.
Unos minutos
pasaron luego de la labor cuando todo se apagó de pronto. Era impensable;
realmente no creí que fuera a suceder.
Nada funcionaba. Ni
mi computadora de escritorio, ni la heladera, ni las canillas, ni los
asistentes, nada. Sólo lo que tenía algo de batería podía persistir.
¡Es el fin, es el fin!
Escuché a un loco
gritar afuera, mientras los bocinazos y gritos desesperados de la gente se
hacían más y más sonoros. Aturdían a cualquiera.
Los servicios de
Internet también se habían detenido, la comunicación que usualmente estaba como
el aire en las calles, ahora se ausentaba, y las personas que querían estar con
sus familiares, se desesperaban más. El ruido crecía y me volvía loco.
Mis padres hablaban
entre sí y les mandaban “SMS” a algunos familiares y vecinos. No sé qué es eso,
supongo que una de sus locuras.
No quise salir de
casa, la muchedumbre era peligrosa, y el exorbitante desorden se escuchaba afuera.
Quise esperar hasta la noche, mientras mis padres parecían organizar algo entre
los vecinos más cercanos con ese sistema de comunicación tan raro. Ese fue
quizás mi peor error.
Si en la tarde no
se podía salir, a la noche menos. Los autos que se quedaron sin batería, se
detuvieron y acrecentaron el tráfico. Personas lloraban de aflicción en sus
coches y otras, ya enloquecidas, salían de ellos para correr en la oscuridad
vacía, prendiendo fuego cualquier cosa; desesperados por un poco de luz. Al menos
ya no había tantos accidentes de autos incluso sin los semáforos, y aún con eso
la cosa pintaba peor.
Los vecinos y mis
padres de pronto se encontraban armados, algunos con palos, otros con cosas más
punzantes y peligrosas. Confiscaron la calle y se formaron por turnos, no
dejaban pasar a nadie, ni a los que lloraban perdidos por no tener su
localización online, todos eran echados por la fuerza.
Me pareció una
exageración, hasta que noté el porqué. A lo lejos, pude ver el peligro con mis
propios ojos.
Era una casa
cercana, pero no de nuestra calle, así que no estaba en nuestro grupo. Conocía
a la mujer que estaba gritando del terror mientras dos asaltantes la herían de
muchas formas y le quitaban todo lo de su pertenencia. Era Alexandra, una buena
amiga de mis padres, madre joven de un pequeño, quien muchas veces venía a
compartir la cena, entonces sentí el miedo y
la impotencia en mi propia piel.
Me desesperé cuando
quise ver a los ojos a cualquier adulto, pero todos apartaban la mirada, nadie
hacía nada para ayudarla, estaba fuera del grupo. A partir de ese entonces ella
estaba por su cuenta.
La policía no
vendría, no tenían cómo transportarse, la ambulancia tampoco, y los hospitales
apenas estarían preparados para una situación así, con limitada energía.
¿Cuánta gente estaba colapsando? No podíamos soportar ninguna pérdida, como si
esto fuera la guerra misma, y yo no podía soportarlo.
Aún con todo el
bullicio, con los llantos de los niños abandonados por el pánico, con los
gritos de dolor de la gente pisoteada por el vulgo, con el olor y el sonido del
fuego deshaciendo hogares y comercios, los gritos de ayuda de Alexandra y su
bebé resonaron en mi cabeza. Me hicieron llorar y eventualmente enloquecer
junto a los demás.
Nadie durmió esa
noche. Racionaban el agua y la comida entre los vecinos y todos actuaban como
si fuera el último día de la existencia como la conocemos.
Miraba fijamente el
fuego, nuestra única fuente de luz y calor. Nadie entraba a sus casas, todos
estaban paranoicos, todos debían defenderlas y no dejar que nadie entrase,
incluso si tenían que herir a alguien más.
Dejé los
pensamientos a un lado y miré mi celular, sin Internet ya no tenía razón para
usarlo, no recibía ni una notificación, por ello tenía mucha batería.
Eran las tres de la
madrugada y aun así no sentía sueño. Mi corazón no paraba de palpitar con
velocidad como si acechara un peligro constante, y ya no confiaba en que mis
padres vinieran a ayudarme si algo me pasaba. No después de haber escuchado
callar a Alexandra y a su bebé de forma súbita en la pasada ocasión; ahora
nadie era de confianza, quizás, ni yo mismo.
Perdido, levanté
por primera vez mi mirada hacia el cielo, y mis ojos se abrieron como platos
del asombro.
La luz, ¿desde
cuándo el cielo tenía tantos puntos de luz?... Se llamaban estrellas, creo, lo
escuché en una clase de primaria. ¿Así era como se veía el cielo sin la luz de
la ciudad? Era hermoso, inevitablemente mi primera reacción fue sacarle una
foto y luego contemplar. Tan inverosímil, me daba algo de paz, al fin algo
bueno pasaba en toda esta desgracia.
Sólo el alba las
hizo desaparecer, y hasta entonces yo seguía estando atónito. Contemplé esa
otra belleza al ver salir el sol; el cielo era celeste, naranja y amarillo a la
vez. ¿Qué pasaba? Me asusté al inicio, pero al sentir el aire de la mañana
comprendí que nada ocurría.
El transcurso de
las horas pasó, y algunas personas inevitablemente se quedaron dormidas luego
de las doce del mediodía, el cansancio era mucho, pero algunos lo soportamos,
yo entre ellos. Vi a mis padres dormir, y sólo entonces quise separarme del
grupo.
Caminé por las
calles sucias y destruidas. Luego de la noche no había ventanas que no
estuvieran rotas, y el olor a quemado mezclado con sangre y muerte era traído
por el viento suave de primavera. Observé los autos parados, la gente que era
mejor evitar y me inundó el silencio sepulcral. Llegué a ver por primera vez un
pájaro cerca, pues sin toda la gente transitando parecían adueñarse de las
calles. Al menos la euforia inicial había pasado.
Miré mi celular,
las tres de la tarde. ¿Sólo había pasado un día? Me preparé. Entonces, el
infierno volvería a comenzar; lo asimilé, respiré hondo y...
Mi celular comenzó a sonar.
Concurso “Contate un cuento XII” - Mención de Honor Categoría B: “Planta alta” Por Valentina Cerono, alumna de Colegio Santa Rosa
Me levanté de la cama al sentir el viento frío en mi cara.
La ventana estaba abierta pero podría jurar que la había cerrado la noche
anterior.
Caminé hasta el baño y me lavé los dientes. Al poner el
dentífrico se me cayó y ensucié toda la alfombra junto a la bañadera, no
obstante, ni me molesté en limpiar. Prendí la ducha y me di un largo baño.
Estaba muy cansada y quería volver a la cama,
sin embargo debía ir a trabajar.
Cuando terminé de secarme y vestirme, fui a la cocina a
desayunar algo. Me serví un plato de cereales con leche y limpié un poco.
Cuando estaba lavando los platos de la noche anterior, vi por el rabillo de mi
ojo una sombra pasar por el ventanal detrás de mí. No le di mucha importancia,
seguro había sido algún animal.
Para cuando culminé, el ventanal estaba abierto de par en par y unas pisadas llenas de barro
hacían camino a la planta alta de la casa. Estaba temblando y aterrorizada.
Subí con mucho cuidado
intentando hacer el menor ruido posible, pero con mis nervios parecía
casi imposible.
Cuando llegué al pasillo de la planta alta, siguiendo las
pisadas de barro, abrí la puerta con dificultad. Cuando por fin lo logré, sentí una punzada en mi estómago. Cuando
miré hacia donde sentía el dolor vi como la sangre goteaba del cuchillo. El
hombre que me acababa de apuñalar simplemente se quedó parado, como una
estatua. Caí al piso casi inmediatamente y cerré mis ojos con un dolor
insoportable.
Y desperté.
Todo había sido un sueño.
Estaba cubierta en sudor y me
dolía la cabeza.
Me refregué la cara y me senté en la cama sin notar que la
ventana estaba abierta.
Me dirigí al baño y mientras me lavaba los dientes, vi una
mancha de dentífrico en la alfombra. Un pensamiento ridículo me cruzó la
cabeza, pero no le di importancia. Cuando estaba a punto de prender la ducha,
me di cuenta que la bañadera estaba mojada aunque no me había bañado anoche.
Decidí no bañarme, lo haría más tarde. Bajé hacia la cocina y busqué mi
cereal, ya no había más. Podía jurar
que quedaba suficiente para una servida más. Me serví de otro cereal y para
cuando dejé el plato para lavar vi que cada plato de anoche estaba limpio. Ahí
me comencé a asustar mucho.
Para cuando vi la sombra detrás de mí, me puse más nerviosa.
Desesperada intenté buscar un cuchillo; no había ninguno. Sentí un aire frío
golpeando mi espalda. El ventanal estaba abierto y había pisadas dirigiéndose a
la planta alta, al baño.
Cuando subí al baño y abrí la puerta, sentí que me
ahorcaban. Me estaba asfixiando con una cuerda. Antes de que pudiera hacer
algo, perdí el conocimiento.
Y desperté.
Todo
había sido un sueño.
Estaba
cubierta en sudor y me dolía la
cabeza.
Esta vez estaba aterrada cuando vi la ventana abierta.
Concurso “Contate un cuento XII”- Mención de honor Categoria B: “En mi propio Calabozo” Por Génesis Alexandra Manzanilla Linares de Trujillo, Venezuela
¿Por qué será que la mayoría de los adultos no entienden a
los adolescentes?, ¿será que se saltaron la adolescencia? o no fue tan difícil
como la mía que “suelo ahogarme en una gota de agua” –dicho por mi madre.
¿Qué haces si de pronto apareces en un lugar oscuro, sin
salida? me pregunté mientras trataba de hacer un ensayo de literatura.
De repente, me encuentro en una situación bastante abrumadora,
por un lado tengo que terminar el ensayo y por el otro mis miedos no dejan
expresarme, estaba tan concentrada en mis pensamientos que no me daba cuenta de
lo que pasaba a mi alrededor.
Sentí un dedo frío en mi espalda, no había nadie en la sala
de lectura así que giré lentamente y vi a un viejo libro con unos anteojos que
le llegaban a la punta de la nariz, con unas letras envejecidas en su carátula,
sorprendida porque nunca me imaginé que un libro tuviese vida leí en voz alta:
“en mi propio calabozo”.
–Sí, soy yo, aunque me dicen Buch, contestó el libro.
Al oír eso quedé casi muda porque aparte de tener vida
propia, el libro hablaba.
–¿Qué te sucede? ¿No habías visto a un libro hablar?,
preguntó.
Titubeando dije: –No.
–Que poca imaginación tienes, si te das cuenta todo lo que
ves, habla y tiene vida propia. ¿En serio eres una adolescente? –cuestionó.
Entonces dije con desanimo: –Eso parece.
Inmediatamente por la puerta que permanecía abierta entró
una brisa fría y en eso todos los libros comenzaron a desaparecer, asustada le
pregunté:
–¿Qué está pasando?
–Nada, respondió con seguridad.
En eso, unos pasos interrumpieron la conversación quedando
todo en silencio, ¿De dónde vino eso? –insistí.
–De afuera, vamos a ver –contestó Buch.
–No, no quiero ir, tengo miedo –repliqué.
–¿Miedo de? –indagó con picardía
–Miedo del exterior, por eso estoy aquí, este es mi refugio
–respondí.
–¿Crees que aquí estarás bien? –preguntó nuevamente Buch.
–No lo sé –contesté con inseguridad.
–Sal, la puerta siempre ha estado abierta –sugirió Buch.
–No, no puedo salir. Persistí.
Cada minuto que pasaba era un martirio para mí, las
preguntas de Buch de verdad que eran un dolor de cabeza, él no se conformaba
con mis respuestas, pensaba que había otra razón y estaba en lo cierto. Me paré
y cambié de puesto, no quería escucharlo más, pero él insistía detrás de mí,
cual niño pequeño, al alcanzarme se sentó a un lado, levantó la cabeza y
preguntó:
–¿Cuál es tu problema?
–¿Puedes callarte? necesito terminar el ensayo –expresé
molesta.
–¡Quiero ver! ¿Me dejas leer?
No le dije nada, solo le acerqué mi libreta para que leyera.
–¡Ay qué asco! ¿Este es tu ensayo? –preguntó disgustado
–Sí, ¿Por qué? ¿Algún problema?
–Bastantes, primero tienes varios problemas con los acentos
y segundo no entiendo cuál es la temática. ¿Mezclaste chicha con limonada?
–La
temática es sobre la timidez –afirmé y él me interrumpió inmediatamente:
–¡Ah! ya
comprendo, lo que quieres decir es: “La timidez en la acentuación”, hubieses
comenzado diciendo eso.
–¿No entiendes
nada verdad? –reclamé.
–Pues, si
te soy sincero soy muy culto a diferencia de ti, puedo entender hasta el
problema más grande de matemática, pero lo único que a mi cerebro se le
dificulta comprender es tu extraña actitud, así que tú me dirás.
Me dio un poco de gracia su comentario, sin embargo le
contesté diferente:
–¿Qué
quieres que te diga? ¿Que mi vida es un desastre? ¿Qué no sé cómo expresarme?
¿Qué pierdo tantas oportunidades por mis miedos y por pensar que los demás no
me aceptarán? ¿Que de verdad esto es mi propio calabozo? ¡Vamos, dime! –aseguré
aún más molesta.
–Como que
tenemos algo en común –expresó Buch
–¿Qué? –Le grité.
–El calabozo, –dijo
riéndose. –Dentro de poco tiempo pasaré al olvido, sin embargo trato de no
pensar en eso, es mejor disfrutar el momento y luego se verá. Pero ya, hablando
en serio, has pensado ¿por qué te sientes así?, o mejor ¿sabes quién eres?
–¿En serio
pasarás al olvido? ¿Tan difícil es ser un libro? –averigué preocupada.
–Más
difícil es ser una persona que no sabe lo que quiere, tranquila, todo estará
bien, pero hoy no estamos hablando de mí, sino de ti, de lo que ocurre por esa
loca cabecita –indicó Buch.
Me encanta como es Buch, a pesar de ser un poco raro es
alguien bastante motivador, es genial tener a alguien como él, ojala yo fuese
así.
–Entonces,
¿Me contarás o seguimos hablando sobre la timidez en la acentuación? –preguntó
inquieto.
–Mis amigos
son los más extrovertidos que jamás hayan existido, en cada fiesta, reunión o
conversación saben cómo desenvolverse, pero yo, soy lo opuesto a ellos, no
puedo ni siquiera decir un “hola” a alguien, sin sentir las piernas temblorosas
y una increíble sudoración, es fatal lo que me pasa, por eso prefiero
permanecer sola en lugares tranquilos y silenciosos.
–Entonces
tú eres una persona introvertida, ya entendí. Siendo sincero no tengo
experiencia en cuanto a reuniones y esas cosas, sólo presto mi servicio a
lectores como tú que quieren olvidarse del mundo por unos segundos o que desean
ser el personaje de algunas de mis historias, pero no será tan difícil vencer
ese miedo si tienes a la persona adecuada, en este caso al libro adecuado, así
que espera –comentó Buch moviéndose.
–Es decir…
¿tú me ayudarás? –pregunté
–No
exactamente, pero sí tengo la solución a todos tus problemas, ya vuelvo,
quédate aquí –ordenó y se fue Buch corriendo.
Buch había salido, mientras que yo continuaba el ensayo, en
lo que escribía pensé ¿Será que los tímidos nunca dejarán de ser tímidos? ¿Qué
tan difícil es el mundo exterior?, en eso apareció Buch con dos manzanas.
–Yo te ayudaré a vencer la timidez, así que prepárate, ¡ah,
toma!, conseguí esto para ti –me dijo
dándome la manzana y comenzando
a comerse la suya –fui a buscar un viejo libro, pero parece que quedó en el
olvido también. Bueno comencemos: tengo algunos tips que te podrán ayudar,
claro no será fácil, pero tampoco imposible, todo es poco a poco. Tienes que
tener en cuenta quién eres, tus cualidades, qué te hace ser especial, luego no
seas tan dura contigo cuando te equivoques, es de todos hacerlo, se auténtica,
muestra quién eres y de qué estas hecha, muévete, mira a la persona,
acostúmbrate a hablar en público, no pienses en la aceptación social, siempre
habrá alguien que te querrá tal como eres y lo más importante no tengas miedo,
sé positiva y hazlo –aconsejó Buch.
Estaba a punto de decir algo cuando Buch se levantó y me
invitó a que lo persiguiese, vi tonto el juego, pero luego de un rato, la sala
de lectura silenciosa se volvió un cuarto lleno de risas y juegos. Me divertí
mucho esa tarde, jugamos hasta que nos cansamos, hacía muchísimo tiempo que no
me sentía así.
Al final Buch manifestó: –Es hora de que apliques todo a tu
vida, seguro tendrás más ideas para tu ensayo así que. ¿Quieres salir?
–Claro, muchas gracias por todo. Ahora sí, quiero salir –le
aseguré
Me levanté, tomé mis
cosas, despidiéndome me acerqué a la puerta, me detuve, eché una mirada hacia
atrás, corrí, agarré a Buch y lo llevé conmigo, no quería que pasase al olvido,
lo abrí para leer sus historias al ojear su primera página comenzaba así: “¿Por
qué será que la mayoría de los adultos no entienden a los adolescentes? ¿Será que se saltaron la adolescencia?”
Concurso “Contate un cuento XII” - Mención de Honor Categoria B: “Un viaje por la literatura” - Por Enzo Denicolay, alumno de la E.E.S. N| 2 “Florentino Ameghino” de Tandil
Son ya las nueve de la noche, es domingo y terminé toda la
tarea para mañana. Me dispongo a escribir. Tengo un máximo de cuatro páginas
para relatar toda una pieza de arte expresada en prosa que, teniendo en cuenta
mis renombradas “ramificación temaria” y “explayitis aguda”, significa un grave
dilema de incontinencia de palabras, un definitivo hacinamiento de letras y
signos sin control alguno.
Aún más problemas, mi pequeño trabajo debe estar listo antes
de la cena, que ocurre generalmente a eso de las diez; y, sobre todo, estoy
trabajando pero no sé qué escribir. En eso, cuando siento que la situación se
pone peor y peor, pienso “para ganar hay que ser como los ganadores” y eso me
inspira a nutrirme de los más grandes escritores. Para esto, por supuesto y sin
lugar a dudas, me dirijo al internet. Escribo Jorge Luis Borges (el primero que
se me viene a la mente) y el maravilloso Google, casi de forma inmediata,
indubitable como siempre, me muestra su foto junto a la más breve biografía
posible: “Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo (Buenos Aires, 24 de
agosto de 1899-Ginebra, 14 de junio de 1986) fue un erudito escritor argentino,
considerado uno de los más destacados de la literatura del siglo XX.” Sólo el
nombre me dice LARGO, ABURRIDO, ¡NO LEAS MÁS! Así es que me dirijo nuevamente a
la barra de búsqueda y anoto velozmente “relatos fantásticos de la historia”.
De nuevo no demoro un instante en (como lo dijo Einstein) pasar de la
desaparición de mi búsqueda a la llegada de la nueva y más reciente. Estoy
ahora en el colegio de hechicería y magia de Hogwarts jugando Qudditch en
compañía de un numeroso grupo sudado sobre escobas voladoras. Eso no pareció
importarme demasiado, pero algo que si era realmente molesto me estaba colmando
la paciencia, cosa difícil de lograr, y era el agresivamente musculoso
entrenador y director del equipo que me exigía a gritos insistentes que
comenzara a moverme. Esta petición era lógica en relación a su creencia de que
yo era uno de sus jugadores y estaba, no sólo dejando el juego, sino también y
lo que es peor estorbando por completo en medio del campo de aquel interesante
deporte. Como ya mencioné, este tipo era de los más incansables y esmerados que
jamás he visto, por lo que mi única reacción fue devolverle sus intimidantes
gritos y salir del lugar. Para ser sincero voy a decir que HUBIERA reaccionado
de tal manera, pero un completo tonto sin compasión me dio un contundente golpe
repentino, apto para desmayar a cualquiera que me provocó una caída. Al tocar
el suelo me vi envuelto en un nuevo problema, estaba frente a la pantalla otra
vez. Esto me llevó a idealizar que lo anterior fue extraño. Tal vez no había
tenido tiempo para darme cuenta antes.
Claro que mi emoción por estar viviendo una película era
incontenible, pero hay en mi otra característica; soy totalmente resistente a
todo, nunca me rindo y, sobre todo, tengo total control sobre lo irreprimible.
Así es que el apuro no me dejó opción y me vi obligado a continuar en busca de
inspiración. Ahora puedo agregar que no volvería a reflexionar en lo más mínimo
cerca de la situación en la mente J.K.
Ya no necesito decir nada más para que se entienda y vuelva
obvio que la fantasía no prometía ni lo haría por un tiempo. Por eso mismo
recurro ahora a su más cercana pariente, la amada, galardonada, venerada,
representada, escrita, filmada, actuada, escuchada, engrandecida y mejorada en
el tiempo y sus diversas temáticas: la Ciencia Ficción.
En un tecleo temeroso, pero siempre seguro y apuradamente
ágil, introduje brevemente “Ciencia Ficción”.
Dudé un poco recorriendo los títulos, no quería arriesgarme en ninguno,
pero, finalmente me centré con un pequeño resto de vacilación en las azules y
gigantescas letras que me cantaban a coro EL ASESINO (por Ray Bradbury).
Alcancé a leer (cada vez más tranquilo, en vista de que
podía hacerlo sin extraños sucesos tan inolvidables como increíbles) “El
asesino, relato escrito en 1953. Es seguramente el que más me ha impactado, por
la simpleza de su mensaje y por su, sin embargo, ferviente actualidad” y antes
de siquiera llegar al relato me encontré, otra vez, en esa horrible sensación
de cambiar de realidad, porque no encuentro otra forma de llamar al repentino y
muy brusco golpe universal que me provocaba tanto miedo como fascinación.
Así sucedió la segunda vez, estuve unos pocos minutos
intentando comprender por qué hablaba con un completo loco que se acusaba a sí
mismo culpable de un crimen que ni siquiera había cometido. Claro que nadie
excepto el increíble Sherlock Holmes lo hubiera logrado con tan pocas pistas y,
lo que es aún peor, no soy del todo imaginativo.
Así continué, entre realidades; todas y cada una menos
interesante que la anterior. De la misma forma su transcurso me hacía aprender,
como sea, dos cosas: me iba acostumbrando a la forma de desenvolverme en esos
extraños mundos que poco o nada conocía. Y, por otro lado, entre más aprendo de
estas historias solo sé que no sé nada que me sirva para el bendito cuento.
Anduve por el mundo entero, conocí Venecia y Florencia,
Madrid, Estocolmo, Washington y Boston, Nueva York, Abu Dhabi, París. Me
sorprendí con Versalles, el coliseo, el Partenón, también el Arco de Córdoba y
la Torre de Pisa. Vi las siete maravillas y ninguna me pareció tan increíble
como los Jardines Colgantes; sin dudas una genialidad. Comenzaba a disfrutarlo,
ya no me molestaba ni un poco el choque de mundos.
De repente, por esas hermosas -como diría mi tía Marta-
ILUMINACIONES DIVINAS que nos sobrevienen muy de vez en cuando pero con gran
fuerza y notoriedad, me llegó una idea magistral. Era tanto el envión y el
apuro que tenía que nunca se me ocurrió en lo más mínimo pensar que era muy
desinteligente al no haber hecho esto antes. Fue glorioso darme cuenta de que
podía VIVIR MI CUENTO FAVORITO. Así es, busqué la versión en español de una de
las mejores novelas de Herbert George Wells y de la historia de la literatura
de Ciencia Ficción. La que para mí es lejos la mejor novela: “La Máquina del
Tiempo”. No tengo tiempo que perder en describir la historia ni su escritura,
pero como sea, no es necesario hacerlo. Lo importante es, en realidad, que en
menos de lo que Bartolito se demora en cacarear yo ya estaba accionando la
palanca y comenzando a girar en medio de una nube gris de átomos y puro tiempo
futuro.
Claro que mi relación con aquella historia es la que me
llevó al personaje protagónico y también a la forma de actuar para alcanzar el
final. Al terminar la apasionante narración llegué, incluso, a vivir el prólogo
perdido, entre papel y pluma, del relato. Lo mantendré en secreto para respetar
la voluntad del artista capaz de crear de la nada semejante obra.
Al fin –pensé– ya tengo mucha inspiración, un tema, un
título, pasión, emoción, viajes en el tiempo (y, ¿qué mejor?); futuro y
apocalipsis. No había forma de arruinar ese espectacular momento; sin embargo,
–siempre tiene que haber un, pero– al, apenas, trazar delicadamente el “viaj”
de mi título EL VIAJERO DEL TIEMPO, sin haber podido siquiera empezar a contar
como había acompañado fielmente a la marioneta de Wells en sus viajes –muy
parecidos a los míos, pienso ahora– oí la voz de mi querida madre diciendo,
como cada noche, con tono cantarín: Está la comida, ¡vamos que se enfría!
Concurso “Contate un cuento XII”- Mención de Honor Categoría A: “El espejo” Por Sofia Grosz, alumna del Instituto Dante Alighieri de Bariloche
Era tarde, pero no lograba dormir. El silencio era absoluto,
al igual que la oscuridad, hasta que encendí la luz de mi habitación.
Me senté al borde de la cama, metida en mis pensamientos. De
repente, un impulso me surgió. Debía mirarme al espejo. No sabía porque, solo
debía hacerlo.
Me paré y caminé hasta el baño. Otro lugar oscuro donde tuve
que encender una luz. Ya frente al espejo, observé mi rostro. Dos ojos
brillantes, el cabello despeinado, la nariz de siempre en la cara de siempre.
Sí, era yo, pero algo no terminaba de convencerme.
Repasé todo otra vez. No lograba encontrar eso que me
alarmaba. Quizá no estaba en mí, sino que era algo en el baño. Miré el reflejo.
Algo en una esquina me sobresaltó. Volteé con el corazón latiéndome
desenfrenado para notar que solo era una toalla.
Suspiré aliviada y decidí volver a dormir, al menos a
intentarlo. Me recosté y pensé en mi película favorita. Repetí los diálogos una
y otra vez. Eso me ayudaba a relajarme. Nada sirvió para calmarme, necesitaba
saber que ocurría.
De vuelta en el baño, frente al espejo. Lo noté algo
empañado, pero antes no estaba así. Lo froté con mi manga. Era extraño, no se
limpiaba. Lo intenté de nuevo, con el mismo resultado. Tal vez algo de agua
caliente serviría. Me mojé las manos y las pasé por la lisa y empañada
superficie. De nuevo lo mismo, nada.
Bufé. Debía estar soñando. Solo a mí se me ocurrirían estas
cosas tan extrañas y frustrantes. Me froté los ojos, estaba cansada, pero no lo
suficiente como para irme a la cama. Comencé a tararear una canción. Fijé mi
vista en el espejo nuevamente y lo encontré limpio. Genial, ahora podría ver
qué ocurría. Apoyé mi mano, pero la saqué rápidamente. El reflejo no era el
mío, podía asegurar que la otra mano era mucho más blanca. Respiré hondo y
apoyé el dorso.
Una mano blanca como el papel, de venas azuladas y marcadas
me asustó. Levanté la vista, esperando ver mis ojos abiertos como platos, pero
quien me devolvió la mirada no era yo. Un rostro de palidez cadavérica y ojos
oscuros y hundidos me sonrió. El miedo se esfumó como por arte de magia, y
murmuré “hola”. Sus labios oscuros se movieron al ritmo de los míos, formando
la misma palabra.
El sujeto me atraía, inexplicablemente. Apoyé mi frente en
el cristal. Esperaba encontrarlo frío, pero no era así. Mi rostro atravesó la
superficie y se sumergió en el espejo como si de agua se tratara. Intenté
volver hacia atrás, manoteando, desesperada, pero el líquido me tragó. Traté,
más mi voz no salía.
Estaba completamente desorientada, flotando en aquel negro
mar que era el otro lado de mi espejo. Ni siquiera podía controlar mi rumbo,
algo parecido a una corriente me arrastraba. Todo cambió repentinamente.
Aparecí sentada en un pequeño y cómodo sillón. Frente a mí,
una mesita me separaba del individuo de cara pálida. Me ofreció una taza de té
que no pude rechazar
- ¿Sos La Muerte? - pregunté, asustada.
- ¿Yo, La Muerte? - su voz era seca, gastada.
- ¿Qué hago acá?
- Te traje porque necesitaba ayuda. Esperé muchos años para
esto, sos especial.
- ¿Ayuda para qué? - solo podía preguntar.
- Hay algo que quiero mostrarte… Por cierto, bienvenida a la
dimensión oscura, o el otro lado del espejo, como prefieras. Siéntete como en
casa, estarás aquí mucho tiempo - rió.
- ¿Mucho tiempo? ¡Tengo que volver! - comenzaba a
angustiarme.
- Lo siento, no puedo dejarte ir otra vez.
- No entiendo…¿Otra vez?
- Sí... Voy a contarte una historia, pero no me interrumpas.
- Escucho.
Comenzó.
“Todo empezó cuando una niña apareció frente a las puertas
del palacio. Hija de humanos, pero igual a nosotros. La recibieron y creció
entre nuestra gente, sin ninguna diferencia. Al cumplir los dieciséis años,
desapareció a través del espejo sin ningún motivo aparente. Esa niña sos vos,
si no lo fueras no podrías haberme visto”
- Eso no puede ser -contesté- Yo crecí allá, con mis padres.
- Eso es lo que pasa cuando cruzas a la otra dimensión,
empiezas desde cero.
- Todo esto… ¿Hace cuánto fue?
- En nuestro mundo, tres siglos. En el tuyo, solo dieciséis
años.
No podía creerlo, estaba estupefacta.
- ¿Quieres una prueba?
Asentí con la cabeza.
Estiró su brazo y tomó mi mano. El frío me recorrió de punta
a punta. Mi mano palideció primero, luego mi brazo, después todo mi cuerpo.
- ¿Ves? Sos de las nuestras.
La prueba era irrefutable.
- Tienes razón… ¿Debería quedarme?
- Sí, no podemos permitir que pasees entre los humanos.
Se alejó a la negrura infinita y yo lo seguí. Si hubiera
podido oírlo susurrar, hubiera notado su “esta historia siempre funciona”.
Concurso “Contate un cuento XII” Mención de honor Categoría A: “Infierno Sin fin!” Por Morella Perez Berber y Selene Agustina Canzini alumnos de la E.E.S. N° 2 “Florentino Ameghino” de Tandil
Me desperté cabeza abajo en el auto sobre la carretera.
Recordé aquellas imágenes del accidente; las luces de frente, el derrape de las
llantas y el tumbo del auto. Desabroché mi cinturón para caer sobre el techo
del mismo, y salí del vehículo arrastrándome sobre los vidrios rotos del
parabrisas. Noté algo extraño, no logré distinguir la marca que dejaron las
llantas ni el coche con el que chocamos. Segundos después, me dí cuenta de que
ni mis padres ni mi hermana se encontraban cerca. “Tal vez fueron a buscar
ayuda mientras estaba inconsciente” - me dije para reducir mis constantes
nervios. Esperé durante un largo rato que ellos regresasen, pero no tuve
suerte. Al comprender que no volverían por mí, me dispuse a buscar un teléfono
público o ayuda por la zona. Caminé y caminé, pero parecía que la ruta no
tuviese un final. Oí un ruido proveniente del bosque. Me adentré en este y vi
un chico, estaba quejándose de dolor
mientras se arrastraba hacia una vieja cabaña, decidí ayudarlo a ingresar en
ella. Este muchacho era alto, como de un metro
ochenta. Su color de cabello era castaño claro y sus ojos, de un tono
miel. También vestía una camisa blanca junto con un suéter. “Supongo que este
es tu hogar “ – pensé y me dirigí hacia él para entablar una conversación y así
distraerlo de aquel dolor, pero este simplemente no respondió
— Por cierto, me llamo Ethan, ¿y tú?
—Cameron. Me llamo
Cameron. Y gracias por traerme - exclamó sin interés. Comencé a buscar algo
para curar sus heridas y regresé con él luego de unos momentos. El ambiente se
tornó silencioso por un largo rato.
—¿Qué te pasó a ti? - interrogué con curiosidad.
—Yo estaba en el
otro auto.
—Pero, ¿qué?
—Sí, yo conducía el otro auto durante el choque.
—Un poco más de cuidado la próxima…
—Yo vi a tus padres
y a tu hermana -interrumpió sin prestarme atención.
—¿Cómo sabes quiénes eran?
Sin darme una respuesta, me tomó de la muñeca con algo de
fuerza y me llevó hacia afuera. Nuevamente me encontraba sobre la carretera
cuando noté un auto que se aproximaba a gran velocidad en dirección a nosotros,
sin intenciones de detenerse. Cuando quise reaccionar, era demasiado tarde,
Cameron me había empujado fuertemente hacia el camino. Antes de que aquel coche
me pasara por encima, lo único que pude ver fue la sonrisa macabra que se había
dibujado sobre su cara. Aquellos ojos que, anteriormente eran de un color miel,
se habían convertido ahora en ventanas al mismísimo infierno.
Me desperté dado vuelta en el auto sobre la carretera, pero
esta vez algo me sabía mal. Se me vino a la cabeza la sonrisa terrorífica y la
mirada de aquella persona. Sentí un escalofrío y me dije “Seguro fue solamente
una pesadilla” - intentando acabar con mi miedo. Un auto se acercó a gran
velocidad, pero paró a unos cuantos metros de donde yo estaba, bajándose del
mismo ni más ni menos que el chico de mi pesadilla, y a su lado, una chica algo
extraña.
—Hola Ethan, ¿Me
extrañabas? - me preguntó con una voz perversa.
—¡¿Quién eres y cómo
me conoces?! - le grité en un tono asustado,
pero también con furia.
—¡Soy Cameron!
¿Acaso ya no me recuerdas? - exclamó intentando parecer entristecido por
ello
— Ah, y ella, es Sue, la que te atropelló anteriormente.
—¿C-cómo?... Sue se acercó lentamente hacia mí con una
navaja en mano.
Mientras retrocedía
vi un pedazo de vidrio roto a mi
alcance y rápidamente lo tomé para intentar defenderme, pero cuando quise darme
cuenta ella ya estaba detrás apuñalándome a su vez. Caí al piso
desangrándome. Y antes de cerrar mis
ojos observé aquella misma sonrisa más macabra que nunca, hasta que… Me
desperté. Esta vez no me di tiempo para pensar en nada. Me dispuse a correr una
vez fuera del vehículo. El mismo auto de antes me está persiguiendo. La ruta no
tenía un final, sólo crecía delante de mi vista. Volteé hacia atrás y logré ver
la cara ahora deforme de aquella muchacha, y al dar vuelta mi vista para continuar corriendo, me encontré con
Cameron, quien estaba frente a mí. Entre los dos intentaron acorralarme, pero
yo empujé al chico con mi cuerpo, logrando que cayera al suelo.
Este dejó caer un cuchillo, el cual agarró y utilizó para
enfrentarme a él.
— ¡Espera! No
querrás que revele tu secreto... No es así, ¿Ethan? - me preguntó, poniéndome
nervioso.
— ¿Cuál secreto? - interrogué tembloroso.
—Ya sabes, ese día
en el que cometiste aquel asesinato. A no ser que también te hayas olvidado de
eso, ¿Verdad?
—No sé de qué hablas…
—Asesinaste a
aquella chica atropellándola, tal y como hice contigo. Huiste como un cobarde
sin enfrentar tus acciones. Tus padres te siguen amando, aunque seas un
criminal. Porque ellos nunca lo supieron.
No se me ocurrió
mejor idea que negarlo todo, aunque este tuviese toda la razón. —¿Cómo sabes
eso? - hablé algo confuso.
—Sólo voy a decir… -se levantó colocando sus manos detrás de
su espalda - Bienvenido a tu infierno, Ethan – su expresión estaba acompañada de esa misma sonrisa que tantos
escalofríos me causaba.
De pronto, Sue me apuñaló nuevamente. Me desperté, pero esta
vez ya estaban Sue y Cameron esperándome fuera del auto. Al salir del coche,
tomé un trozo de vidrio. Me dirigí hacia ellos, noté que la chica ahora tenía una forma muy extraña, ya ni
parecía humana. Sus orejas eran cuernos, su espalda tenía dos grandes alas, su
piel se tornó rojiza, sus dientes eran notoriamente grandes y su rostro,
completamente desfigurado. Antes de que Sue pudiera apuñalarme, le arrebaté su
cuchillo y me enfrentó cara a cara frente a Cameron.
—No sé cómo sabes, y tampoco me interesa saberlo, pero los
dos sabemos que morirás. Cameron sacó
su arma y la insertó al costado de mi estómago, donde no había zona de peligro,
pero yo lo hice justo en su pecho.
—¡Bienvenido a tu
infierno, idiota! -le grité por última vez.
—No tienes idea de lo que hiciste – aseguró mientras rió
débilmente
— Al matarme, causaste tú mismo, tu infierno sin fin. —
El destello de un auto me despertó. Vi a mi lado a aquel
monstruo, Sue, pero ahora tenía un aspecto normal. Me vi en el espejo retrovisor. Ya no era yo, ahora
mi cabello era de un tono castaño claro y mis ojos de color miel.
Por alguna razón, sonreí macabramente. Me espanté al
notarlo, y por esto me bajé bruscamente del vehículo para echarme a correr
hacia el bosque, pero me tropecé, Al caer se lastimó mi pierna, haciéndome lanzar un grito de dolor. Divisé una cabaña
cerca y me arrastré hacia ella. Luego, escuché cómo alguien se acercaba. Era
ella, Alicia. Cuando estaba justo frente a mí, entendí que ahora debía
atormentar a mi propia hermana.
—Ya llegamos, voy a buscar algo para sanarte - dijo mientras
se ponía de pie. Regresó luego de un rato e intentó hablar conmigo, pero
realmente no me interesaba.
—Me llamo Alicia, pero más bien me gusta que me digan Ali,
¿tú?
—Soy Cameron. - respondí casi sin ganas de hablar
. —¿Cómo te lastimaste?
—Me tropecé
—Ohh, yo estoy con mi auto averiado y no encuentro ayuda por
ningún lado
—Sé donde hay un teléfono público. Vamos – dije y me levanté
para luego tomarla de la muñeca y llevarla afuera. Nuevamente, me encontraba
sobre la carretera y ví a Sue, quien estaba viniendo hacia nosotros a toda
velocidad.
Concurso “Contate un cuento XII” - Mención de Honor Categoría A : “Si lo sueñas …se te cumplirá” Por Melany Masmut y Dalma Olea, alumnas de la E.E.S.N° 10
“El ganador del Campeonato Mundial es… Damián García” -
cuando iba levantando la copa recordé mi adolescencia, mis inicios …
Tenía frío, vivía en un galpón abandonado de la estación con
tan sólo 14 años. Mi papá murió cuando ya era un bebé, en este entonces mi mamá
se perdió totalmente. Perdimos la casa y no teníamos dinero. Mi mamá no tenía
cómo criarme y entonces me abandonó en un galpón que desde ese momento fue mi
hoga.
¡Amaba bailar! El
jazz era mi pasión. Me encantaría estudiar con Julio Boca, pensaba. Era muy fan
de Hernán Piquín. Mi vecina, que era
muy amable, me regaló un tele y desde el día que lo vi bailando en Showmatch se
convirtió en mi ídolo y ahí me estaba entregando la copa.
Ayudaba a un zapatero del barrio, ganaba poco dinero; pero
era lo que me permitió sobrevivir Comía
porque me alimentaban en la escuela de enfrente de mi casa.
En el colegio mi profe de música me preguntó si me gustaba
bailar, yo le dije que sí y ella me
habló de un club de jazz , me dio la dirección y fui.
Al llegar me di
cuenta que había que pagar, miré muy bolsillos y estaban vacíos y decidí observar desde afuera. Y desde entonces empecé a ir todos los días
a mirar las clases y ensayar en la calle. Siempre me iba antes de que terminara
la clase por miedo a que me descubrieran. Hasta que un día una chica se retiró
más temprano Cuando la vi me enamoré de sus ojos color verde. Además bailaba
muy lindo, pero me había descubierto ¡qué vergüenza!
Empezamos a
hablar, me preguntó mi nombre y yo le
dije
- Me llamo Damián y tengo 14 años ¿y tú?
_ Me llamó Jazmín y tengo 13¿ Por qué no entraste a la
clase?¿ o no estás espiando?
_ Porque no me gusta bailar sólo pasaba por aquí
_ ¿ Y por qué no te gusta bailar? Es un club hermoso y hay un lindo grupo
_ No sé bailar
_ Bueno me tengo que ir, pero si quieres puedes venir a la
clase mañana, yo te invito
Al día siguiente
fui, Jazmín me recibió muy amablemente
_ Entra, quiero que conozcas a alguien
_ Bueno
Me llevó a conocer a
la profesora y al grupo
_ Hola Mi nombre es Estela,
soy la profesora de ellas y la madre de Jazmín y tú cómo te llamas
_ Me llamo Damián
_ ¿Quieres participar de la clase?
_ Pero no tengo dinero
_ No importa Puedes mirar si quieres
_ Bueno
Me senté y vi que
todos bailaban muy bien. Cuando me di cuenta yo los estaba imitando, la profesora y Jazmín me vieron, las
sorprendí
_ ¡Qué hermoso bailas! ¿pero no era que no sabía?
_ Si Discúlpame te mentí porque me daba vergüenza decirte
que no tenía nada para pagar el club
_ A partir de hoy
eres nuestro invitado
Empecé a ir todos
los días a ensayar y aprendí muchos pasos nuevos… Desde ese momento el Jazz fue
mi pasión.
…Ahora con mis 33 años Jazmín, la chica de ojos verdes y
hermosos de la cual me enamoré es mi esposa y disfruta de mis triunfos. Al
verme levantar la copa corrió a abrazarme y luego la besé.
Por eso les digo, si
lo sueñas, esfuérzate y lo lograrás, seas rico, seas pobre, niño o adulto, nunca te rindas
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