Era una de esas noches de verano en las que la luna
iluminaba todo el pueblo de Crespo, dejando ver la hermosura y tranquilidad de
sus campos. Como era de esperarse, cada noche llegada las 21 horas el gaucho
Don Serapio se despedía apresuradamente de su compañera de vida y de sus dos
pequeños hijos para irse al bar que quedaba a unos 30 minutos a caballo
cruzando por el campo de su compadre. Su mujer, ya cansada de no contar con su
marido a la hora de la cena, comenzó a sospechar que él ya no la amaba y andaba
en busca de otros amores. Quiso enfrentarlo y hacerlo confesar, pero el miedo la invadió y sólo pudo hacer
silencio, mirar el suelo y decir: te veo a la vuelta. Una vez que su esposo se
marchó, ella se tranquilizó y se consoló pensando que Serapio sería incapaz de
serle infiel, ya que se caracterizaba por ser un hombre bondadoso y trabajador
que no tenía maldad con nadie, siempre demostraba que su prioridad era la
familia y que si se iba cada noche era porque tenía una debilidad: la bebida.
Serapio montó su
caballo y se dirigió hacia el bar donde lo esperaban sus compañeros de truco.
La tranquilidad era lo que caracterizaba el entorno del lugar. Afuera sólo se
sentía el relincho de baguales atados a los palenques, adentro era un mundo
diferente, el ambiente era de fiesta. Los hombres entre risas y tragos se
olvidaban por un rato de sus problemas y obligaciones cotidianas, entre ellos
Serapio. Este ambiente festivo sólo duró unos minutos, en medio del partido
ingresó en el bar González, el nuevo
comisario del pueblo. Éste era un hombre frío, ambicioso, con pocas
amistades que no eran las mejores. Poco se conocía de su vida personal, se
sabía que era un hombre casado aunque el comentario era que tenía aventuras
amorosas y las malas lenguas también afirmaban que tenía un hijo no reconocido
por fuera de su matrimonio. Con su arrogancia y un tono amenazador le dijo a
Serapio que abandonara el lugar porque iba a venir la recorrida y se lo iban a
llevar.
Serapio, golpeando
la mesa y muy ofendido le respondió:
-“¡Me va a llevar por borracho pero no por ladrón!”
El comisario
sonrojado casi tartamudeando solo atinó a decir: “¿por qué me decís eso?” Pero
no recibió respuesta alguna. Serapio lo miró, volvió a sentarse y continuó con
su juego. Todo los que se encontraban en el bar se quedaron sorprendidos,
porque no era habitual del lugar que hubiera este tipo de cruzadas y se preguntaban
el por qué de las mismas. González se retiró pero volvió a ingresar con un
forastero cómplice que muy enojado a los gritos dijo: -“¿Qué te pasa a vos
Serapio?” Pero éste lo miró de reojo y siguió jugando. El forastero insistente
le volvió a decir: -“¡A vos te estoy hablando!” Serapio se levantó de la mesa,
tiró las cartas y la silla hacia un costado e intentó irse sin causar ningún
tipo de disturbio. El forastero a la pasada lo agarró del brazo y muy enojado
le dijo: -”¡Disculpate por lo que dijiste!”. El gaucho ya con furia en su
interior respondió: -“yo no me disculpo por decir la verdad. Si me quiere
llevar, que me lleve; pero antes de irme quiero que me expliquen, cuál es el
motivo de la bronca de ustedes hacia mí”. En ese instante un silencio se sintió
y la puerta del bar se abrió y para la sorpresa de muchos la persona que
ingresaba en ese momento era la menos esperada en el lugar. Ramona, la mujer de
Serapio había decidido ir hasta allí para aclarar sus sospechas. Todos giraron
la mirada hacia ella, incluido su esposo que no podía creer lo que estaba
viendo. Jamás en sus años de casados ella se había presentado en el lugar.
Sabía bien que no lo podía hacer ya que ese era un espacio exclusivo de
hombres. Imposible pensar en la presencia de una dama allí.
Serapio se soltó
del brazo del forastero y se dirigió hacia la puerta con su mujer. Ella había
quedado inmóvil con la mirada fija hacia el fondo del bar. Su marido enojado le
preguntó: -“¿Qué hacés acá? ¿Acaso me estás controlando?” Pero Ramona parecía
no escuchar, seguía perpleja sin correr la mirada. Al no recibir respuesta,
Serapio volteó a ver qué era lo que tanto le había llamado la atención pero
solo vio a sus compañeros de truco y al comisario que, para su sorpresa, estaba
inmóvil y con la mirada fija hacia su mujer. No podía comprender qué era lo que
pasaba, enojado elevó el tono de voz y le dijo a Ramona: -“¿Te pregunté qué
haces acá?”, pero ante la no respuesta la empujó hacia afuera. González salió
corriendo tras ellos, enfrentó al gaucho anteponiendo su cuerpo al de la mujer
gritando: -“¡No te atrevas a hacer eso otra vez!” A lo que recibió como
respuesta: -“¡No te metas que es mi mujer, no la tuya!” “¡Eso es lo que vos
pensas!”- exclamó el comisario.
Serapio no podía
entender lo que estaba escuchando y en un clima tenso con todos los hombres del
bar como espectadores exigió una explicación. ¿Acaso ellos ya se conocían?
¡Imposible! González era nuevo en la zona y Ramona pasaba todo el día en su
casa al cuidado de sus hijos y llevando a cabo las tareas del hogar. Debía
tratarse de una confusión. Por tal motivo, tomó del brazo a su esposa y se
dispuso a ir por su caballo para retornar a su hogar cuando de repente el
comisario lo empujó para apartarlo de ella. Ramona llorando y entre balbuceos
con un tono muy bajo dejó escapar sus palabras diciendo: -“Hilario dejá,¡no te
metas!”.
Ante la mirada
confundida de Serapio, la dama no pudo controlar más sus emociones, estalló en
llanto y comenzó a contar su verdad: todo había empezado hacía unos cinco años
atrás cuando ellos aún vivían en otro campo a unos 60 km de allí. Como de
costumbre, cada noche Serapio se marchaba hacia el bar y su esposa quedaba sola con su pequeño hijo
Jacinto de tres años. En la estancia vecina había comenzado a trabajar un
hombre custodiando el lugar y cada noche realizaba una recorrida por la zona
controlando que todo estuviera en orden.
Un día, llegó
hacia la casa del matrimonio en busca de ayuda, ya que su linterna se había
quedado sin pilas y necesitaba de ella para poder volver a su puesto. Fue ahí
donde conoció a Ramona, que se encontraba sola con su hijito. Entre charla y
charla una chispa se encendió entre los dos y muy enamorados se encontraban
cada día después de la partida del gaucho. En uno de esos encuentros Ramona, le
dio la noticia de que estaba embrazada y que su hijo le pertenecía. ¿Qué
podrían hacer? ¡Se desataría un grave problema si su esposo se enteraba!
Hilario sorprendido se ofendió con ella, ya que solo buscaba una aventura y no
formar una familia. Montó su caballo y se marchó sin decir nada. Nunca más
supieron de él.
La joven no tuvo
más remedio que decirle a Serapio que esperaban a su segundo hijo. Éste tomó la
noticia con mucha felicidad, aunque tuvieron que marcharse de ese campo en el
cual trabajaban debido a que los dueños solo aceptaban un niño en el lugar. Fue
ese el motivo que los llevó a marcharse hacia el pueblito de Crespo para
recibir a su pequeño Zoilo.
Ramona había
dejado olvidada esa historia, creyó nunca más volver a ver a su amor aventurero
hasta esa noche en la que todo cambió
El gaucho Serapio
comenzó a entender por qué el nuevo comisario y su amigo el forastero tenían
tanto odio hacia él. Desconsolado pidió a su amada que se fuera a su casa y
cuidara muy bien de los pequeños, quien con mucha vergüenza y angustia asintió
con la cabeza y se marchó. Todos conmovidos por la situación fueron dejando
lentamente el lugar, todos menos Serapio que ingresó nuevamente al bar pidiendo
pluma y papel. Entre tragos y lágrimas solo en una mesita casi a oscuras
comenzó a escribir unas líneas para sus pequeños hijos. Pasadas unas horas y
sin escuchar al dueño del bar que le pedía que dejara de tomar, Serapio bebió
los últimos tragos de su vida, él ya no encontraba motivos para seguir, su
único amor de tantos años le había fallado y era algo que no podía aceptar. En
un instante dejó caer su cuerpo, sobre la pequeña mesa del bar con su carta en
la mano. Su adicción y depresión le quitaron la vida.
Varios años
después se presentó en el bar el joven Zoilo buscando conocer su verdadera
historia, saber quién había sido su padre, ya que poco sabía de él y cuando
querían junto a su hermano entablar esta conversación con su madre, ella
entraba en una crisis de llanto y no les daba respuesta alguna. El dueño del
lugar le comentó que Serapio era un buen hombre, que siempre estaba dispuesto a
ayudar a los demás y que cada noche lo primero que se lo escuchaba decir era lo
feliz que era con su familia. En ese momento recordó que, en el fondo de un
cajón, muy bien guardada, se encontraba la carta que el gaucho con sus últimos
suspiros había escrito. Zoilo se sentó en el fondo del bar, en la misma mesita
que estuvo por última vez su padre y entre lágrimas leyó la misma que decía:
“En este momento
en el que no encuentro consuelo, solo puedo expresar los que siento por ustedes
mis pequeños hijos. A ti, mi primer hijo, Jacinto, decirte que te amo con todo
mi corazón, no cambies nunca tu bondad. Ayuda siempre a tu familia ya que, como
mi hijo mayor al no estar yo presente, te convertirás en el hombre de la casa.
Mi pequeño Zoilo, mi hijo menor, el que terminó de completar mi felicidad,
quiero decirte que te amé y amaré siempre con todo mi ser. Aunque la sangre lo
niegue siempre serás mi pequeño, mi hijo amado. Nada cambiará este amor de
padre que siento por ti. Tal vez en algunos años estés llamando papá al hombre
que realmente te dio la vida, pero desde el fondo del corazón sabrás que yo
siempre lo seré. Recuérdenme siempre con buenas anécdotas y el cariño que sentí siempre por ustedes.
Perdónenme por esta decisión que estoy a punto de tomar, pero es que no
encuentro consuelo. Pero antes de partir hacia otra vida quisiera pedirles un
favor: cuando lean esta carta no traten de buscar culpables y no guarden rencor
con su madre. Ella tuvo sus motivos para hacer lo que hizo, en parte yo soy
responsable de esta situación, por mi debilidad con la bebida descuidé al amor
de mi vida y no me di cuenta la falta que yo le hacía. Los amo para siempre.
Papá”
Conmovido, Zoilo abandonó el
bar y se marchó sin decir nada. Se fue hacia el lugar donde yacían los restos
de su papá que anteriormente el dueño le había indicado. Al llegar allí, se
arrodilló y le dijo a su padre que jamás podría enojarse con ninguno de los dos,
que lo perdonaba porque tal vez en una situación similar él hubiese actuado de
la misma manera. También le agradeció por no guardarle rencor a su madre que
durante todos estos años no había podido superar su muerte. Agradecido por
poder completar la parte de su historia que le faltaba, el joven se marchó con
la cabeza en alto, y con el orgullo de poderle decir al mundo: “SOY EL HIJO DE
DON SERAPIO”.
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