Son ya las nueve de la noche, es domingo y terminé toda la
tarea para mañana. Me dispongo a escribir. Tengo un máximo de cuatro páginas
para relatar toda una pieza de arte expresada en prosa que, teniendo en cuenta
mis renombradas “ramificación temaria” y “explayitis aguda”, significa un grave
dilema de incontinencia de palabras, un definitivo hacinamiento de letras y
signos sin control alguno.
Aún más problemas, mi pequeño trabajo debe estar listo antes
de la cena, que ocurre generalmente a eso de las diez; y, sobre todo, estoy
trabajando pero no sé qué escribir. En eso, cuando siento que la situación se
pone peor y peor, pienso “para ganar hay que ser como los ganadores” y eso me
inspira a nutrirme de los más grandes escritores. Para esto, por supuesto y sin
lugar a dudas, me dirijo al internet. Escribo Jorge Luis Borges (el primero que
se me viene a la mente) y el maravilloso Google, casi de forma inmediata,
indubitable como siempre, me muestra su foto junto a la más breve biografía
posible: “Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo (Buenos Aires, 24 de
agosto de 1899-Ginebra, 14 de junio de 1986) fue un erudito escritor argentino,
considerado uno de los más destacados de la literatura del siglo XX.” Sólo el
nombre me dice LARGO, ABURRIDO, ¡NO LEAS MÁS! Así es que me dirijo nuevamente a
la barra de búsqueda y anoto velozmente “relatos fantásticos de la historia”.
De nuevo no demoro un instante en (como lo dijo Einstein) pasar de la
desaparición de mi búsqueda a la llegada de la nueva y más reciente. Estoy
ahora en el colegio de hechicería y magia de Hogwarts jugando Qudditch en
compañía de un numeroso grupo sudado sobre escobas voladoras. Eso no pareció
importarme demasiado, pero algo que si era realmente molesto me estaba colmando
la paciencia, cosa difícil de lograr, y era el agresivamente musculoso
entrenador y director del equipo que me exigía a gritos insistentes que
comenzara a moverme. Esta petición era lógica en relación a su creencia de que
yo era uno de sus jugadores y estaba, no sólo dejando el juego, sino también y
lo que es peor estorbando por completo en medio del campo de aquel interesante
deporte. Como ya mencioné, este tipo era de los más incansables y esmerados que
jamás he visto, por lo que mi única reacción fue devolverle sus intimidantes
gritos y salir del lugar. Para ser sincero voy a decir que HUBIERA reaccionado
de tal manera, pero un completo tonto sin compasión me dio un contundente golpe
repentino, apto para desmayar a cualquiera que me provocó una caída. Al tocar
el suelo me vi envuelto en un nuevo problema, estaba frente a la pantalla otra
vez. Esto me llevó a idealizar que lo anterior fue extraño. Tal vez no había
tenido tiempo para darme cuenta antes.
Claro que mi emoción por estar viviendo una película era
incontenible, pero hay en mi otra característica; soy totalmente resistente a
todo, nunca me rindo y, sobre todo, tengo total control sobre lo irreprimible.
Así es que el apuro no me dejó opción y me vi obligado a continuar en busca de
inspiración. Ahora puedo agregar que no volvería a reflexionar en lo más mínimo
cerca de la situación en la mente J.K.
Ya no necesito decir nada más para que se entienda y vuelva
obvio que la fantasía no prometía ni lo haría por un tiempo. Por eso mismo
recurro ahora a su más cercana pariente, la amada, galardonada, venerada,
representada, escrita, filmada, actuada, escuchada, engrandecida y mejorada en
el tiempo y sus diversas temáticas: la Ciencia Ficción.
En un tecleo temeroso, pero siempre seguro y apuradamente
ágil, introduje brevemente “Ciencia Ficción”.
Dudé un poco recorriendo los títulos, no quería arriesgarme en ninguno,
pero, finalmente me centré con un pequeño resto de vacilación en las azules y
gigantescas letras que me cantaban a coro EL ASESINO (por Ray Bradbury).
Alcancé a leer (cada vez más tranquilo, en vista de que
podía hacerlo sin extraños sucesos tan inolvidables como increíbles) “El
asesino, relato escrito en 1953. Es seguramente el que más me ha impactado, por
la simpleza de su mensaje y por su, sin embargo, ferviente actualidad” y antes
de siquiera llegar al relato me encontré, otra vez, en esa horrible sensación
de cambiar de realidad, porque no encuentro otra forma de llamar al repentino y
muy brusco golpe universal que me provocaba tanto miedo como fascinación.
Así sucedió la segunda vez, estuve unos pocos minutos
intentando comprender por qué hablaba con un completo loco que se acusaba a sí
mismo culpable de un crimen que ni siquiera había cometido. Claro que nadie
excepto el increíble Sherlock Holmes lo hubiera logrado con tan pocas pistas y,
lo que es aún peor, no soy del todo imaginativo.
Así continué, entre realidades; todas y cada una menos
interesante que la anterior. De la misma forma su transcurso me hacía aprender,
como sea, dos cosas: me iba acostumbrando a la forma de desenvolverme en esos
extraños mundos que poco o nada conocía. Y, por otro lado, entre más aprendo de
estas historias solo sé que no sé nada que me sirva para el bendito cuento.
Anduve por el mundo entero, conocí Venecia y Florencia,
Madrid, Estocolmo, Washington y Boston, Nueva York, Abu Dhabi, París. Me
sorprendí con Versalles, el coliseo, el Partenón, también el Arco de Córdoba y
la Torre de Pisa. Vi las siete maravillas y ninguna me pareció tan increíble
como los Jardines Colgantes; sin dudas una genialidad. Comenzaba a disfrutarlo,
ya no me molestaba ni un poco el choque de mundos.
De repente, por esas hermosas -como diría mi tía Marta-
ILUMINACIONES DIVINAS que nos sobrevienen muy de vez en cuando pero con gran
fuerza y notoriedad, me llegó una idea magistral. Era tanto el envión y el
apuro que tenía que nunca se me ocurrió en lo más mínimo pensar que era muy
desinteligente al no haber hecho esto antes. Fue glorioso darme cuenta de que
podía VIVIR MI CUENTO FAVORITO. Así es, busqué la versión en español de una de
las mejores novelas de Herbert George Wells y de la historia de la literatura
de Ciencia Ficción. La que para mí es lejos la mejor novela: “La Máquina del
Tiempo”. No tengo tiempo que perder en describir la historia ni su escritura,
pero como sea, no es necesario hacerlo. Lo importante es, en realidad, que en
menos de lo que Bartolito se demora en cacarear yo ya estaba accionando la
palanca y comenzando a girar en medio de una nube gris de átomos y puro tiempo
futuro.
Claro que mi relación con aquella historia es la que me
llevó al personaje protagónico y también a la forma de actuar para alcanzar el
final. Al terminar la apasionante narración llegué, incluso, a vivir el prólogo
perdido, entre papel y pluma, del relato. Lo mantendré en secreto para respetar
la voluntad del artista capaz de crear de la nada semejante obra.
Al fin –pensé– ya tengo mucha inspiración, un tema, un
título, pasión, emoción, viajes en el tiempo (y, ¿qué mejor?); futuro y
apocalipsis. No había forma de arruinar ese espectacular momento; sin embargo,
–siempre tiene que haber un, pero– al, apenas, trazar delicadamente el “viaj”
de mi título EL VIAJERO DEL TIEMPO, sin haber podido siquiera empezar a contar
como había acompañado fielmente a la marioneta de Wells en sus viajes –muy
parecidos a los míos, pienso ahora– oí la voz de mi querida madre diciendo,
como cada noche, con tono cantarín: Está la comida, ¡vamos que se enfría!
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