lunes, 13 de enero de 2020

Concurso “Contate un cuento XII” - Mención de Honor Categoría C: “Armagedón” Por Jazmin Piriz, alumna de la E.E.S. N° 1 “Antonio González Balcarce”

Todos estábamos atentos ese día. Las noticias parecían importantes, se notaba en la cara de aflicción de mis padres cuando, a través de la televisión, el reportero hablaba en un tono preocupado.
A partir de las tres de la tarde habrá un corte general de energía en…
  Eran las dos. No pude escuchar más porque papá apagó la televisión.
Ajá, ¡Eso no pasa desde el 2050! Yo ni había nacido.
  Exclamé con incredulidad, después de todo, ¿quién le cree a las noticias a estas alturas? La gente es menos manipulable, al menos por otras personas.
  La hora fue rutinaria para mí, me la pasé en el celular, como es lo normal, mirando videos y perdiendo así el tiempo. Hablé con algunos de mis amigos por vídeo llamada, aunque vivían cerca. ¿Para qué ir teniendo la comodidad de estar en casa?
Perdón, Bruno, pero ahora mis viejos quieren que los ayude a cargar agua.
¿Cargar agua? ¿Qué estamos, en el siglo XIX?
No, pero ya sabés, con el corte de luz la circulación de agua también se detiene.
  Todos estaban con eso, y yo en mi mundo; por primera vez en mucho tiempo todo el mundo se estaba tomando una noticia en serio, ¿Realmente era tan malo? A diferencia de mis papás nunca lo había vivido, no podía saberlo.
¡Bruno, vení, hijo, tenés que ayudar también!
  Escuché a mi mamá y apagué la computadora. ¿Tanta ayuda necesitaban? Si hoy en día las máquinas hacen prácticamente todo.
  Fue pesado, no había hecho tanto esfuerzo en toda mi vida. Papá tuvo que preparar mucha comida antes de que, supuestamente, el horno eléctrico dejara de funcionar. Mamá y yo cargamos agua, entre otras cosas me tomé la pequeña libertad de ver más allá de las ventanas.
  Era un caos, la gente que guardaba antigüedades preparaba sus arcaicos y tóxicos automóviles a combustible, mientras que las personas normales parecían desesperadas por terminar sus viajes antes de que la batería del coche se les acabara, otros lo cargaban como primera prioridad. Ni los semáforos paraban a la gente, sólo se escuchaba el estruendo de las voces y bocinas para luego colisionar en un previsible accidente. Fuego, pánico, y después volvía a empezar. Demasiada gente, eso es lo que pasa cuando la población no deja de crecer. Pero sólo fue el inicio.
  Unos minutos pasaron luego de la labor cuando todo se apagó de pronto. Era impensable; realmente no creí que fuera a suceder.
  Nada funcionaba. Ni mi computadora de escritorio, ni la heladera, ni las canillas, ni los asistentes, nada. Sólo lo que tenía algo de batería podía persistir.
¡Es el fin, es el fin!
  Escuché a un loco gritar afuera, mientras los bocinazos y gritos desesperados de la gente se hacían más y más sonoros. Aturdían a cualquiera.
  Los servicios de Internet también se habían detenido, la comunicación que usualmente estaba como el aire en las calles, ahora se ausentaba, y las personas que querían estar con sus familiares, se desesperaban más. El ruido crecía y me volvía loco.
  Mis padres hablaban entre sí y les mandaban “SMS” a algunos familiares y vecinos. No sé qué es eso, supongo que una de sus locuras.
  No quise salir de casa, la muchedumbre era peligrosa, y el exorbitante desorden se escuchaba afuera. Quise esperar hasta la noche, mientras mis padres parecían organizar algo entre los vecinos más cercanos con ese sistema de comunicación tan raro. Ese fue quizás mi peor error.
  Si en la tarde no se podía salir, a la noche menos. Los autos que se quedaron sin batería, se detuvieron y acrecentaron el tráfico. Personas lloraban de aflicción en sus coches y otras, ya enloquecidas, salían de ellos para correr en la oscuridad vacía, prendiendo fuego cualquier cosa; desesperados por un poco de luz. Al menos ya no había tantos accidentes de autos incluso sin los semáforos, y aún con eso la cosa pintaba peor.
  Los vecinos y mis padres de pronto se encontraban armados, algunos con palos, otros con cosas más punzantes y peligrosas. Confiscaron la calle y se formaron por turnos, no dejaban pasar a nadie, ni a los que lloraban perdidos por no tener su localización online, todos eran echados por la fuerza.
  Me pareció una exageración, hasta que noté el porqué. A lo lejos, pude ver el peligro con mis propios ojos.
  Era una casa cercana, pero no de nuestra calle, así que no estaba en nuestro grupo. Conocía a la mujer que estaba gritando del terror mientras dos asaltantes la herían de muchas formas y le quitaban todo lo de su pertenencia. Era Alexandra, una buena amiga de mis padres, madre joven de un pequeño, quien muchas veces venía a compartir la cena, entonces sentí el miedo y  la impotencia en mi propia piel.
  Me desesperé cuando quise ver a los ojos a cualquier adulto, pero todos apartaban la mirada, nadie hacía nada para ayudarla, estaba fuera del grupo. A partir de ese entonces ella estaba por su cuenta.
  La policía no vendría, no tenían cómo transportarse, la ambulancia tampoco, y los hospitales apenas estarían preparados para una situación así, con limitada energía. ¿Cuánta gente estaba colapsando? No podíamos soportar ninguna pérdida, como si esto fuera la guerra misma, y yo no podía soportarlo.
  Aún con todo el bullicio, con los llantos de los niños abandonados por el pánico, con los gritos de dolor de la gente pisoteada por el vulgo, con el olor y el sonido del fuego deshaciendo hogares y comercios, los gritos de ayuda de Alexandra y su bebé resonaron en mi cabeza. Me hicieron llorar y eventualmente enloquecer junto a los demás.
  Nadie durmió esa noche. Racionaban el agua y la comida entre los vecinos y todos actuaban como si fuera el último día de la existencia como la conocemos.
  Miraba fijamente el fuego, nuestra única fuente de luz y calor. Nadie entraba a sus casas, todos estaban paranoicos, todos debían defenderlas y no dejar que nadie entrase, incluso si tenían que herir a alguien más.
  Dejé los pensamientos a un lado y miré mi celular, sin Internet ya no tenía razón para usarlo, no recibía ni una notificación, por ello tenía mucha batería.
  Eran las tres de la madrugada y aun así no sentía sueño. Mi corazón no paraba de palpitar con velocidad como si acechara un peligro constante, y ya no confiaba en que mis padres vinieran a ayudarme si algo me pasaba. No después de haber escuchado callar a Alexandra y a su bebé de forma súbita en la pasada ocasión; ahora nadie era de confianza, quizás, ni yo mismo.
  Perdido, levanté por primera vez mi mirada hacia el cielo, y mis ojos se abrieron como platos del asombro.
  La luz, ¿desde cuándo el cielo tenía tantos puntos de luz?... Se llamaban estrellas, creo, lo escuché en una clase de primaria. ¿Así era como se veía el cielo sin la luz de la ciudad? Era hermoso, inevitablemente mi primera reacción fue sacarle una foto y luego contemplar. Tan inverosímil, me daba algo de paz, al fin algo bueno pasaba en toda esta desgracia.
  Sólo el alba las hizo desaparecer, y hasta entonces yo seguía estando atónito. Contemplé esa otra belleza al ver salir el sol; el cielo era celeste, naranja y amarillo a la vez. ¿Qué pasaba? Me asusté al inicio, pero al sentir el aire de la mañana comprendí que nada ocurría.
  El transcurso de las horas pasó, y algunas personas inevitablemente se quedaron dormidas luego de las doce del mediodía, el cansancio era mucho, pero algunos lo soportamos, yo entre ellos. Vi a mis padres dormir, y sólo entonces quise separarme del grupo.
  Caminé por las calles sucias y destruidas. Luego de la noche no había ventanas que no estuvieran rotas, y el olor a quemado mezclado con sangre y muerte era traído por el viento suave de primavera. Observé los autos parados, la gente que era mejor evitar y me inundó el silencio sepulcral. Llegué a ver por primera vez un pájaro cerca, pues sin toda la gente transitando parecían adueñarse de las calles. Al menos la euforia inicial había pasado.
  Miré mi celular, las tres de la tarde. ¿Sólo había pasado un día? Me preparé. Entonces, el infierno volvería a comenzar; lo asimilé, respiré hondo y...
  Mi celular comenzó a sonar.

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