viernes, 28 de mayo de 2021

Villancico Por Ezequiel Feito

 Noche de paz, noche humana

Noche de la luz divina.

En Belén, pobre entre pobres,

el Salvador ya nacía.

 

Gloria cantan los ángeles

ante el bebé que dormía:

El Deseado de las gentes,

el esperado Mesías.

 

En su palacio duerme Herodes,

oro y sangre lo cubrían.

Su Redentor ha nacido

pero él no lo sabía.

 

En su cuna duerme un niño,

-no es Barrabás todavía-

Su Redentor ha nacido

pero él no lo sabía.

 

Leprosos, ciegos y cojos

que algún día serían,

duermen, aunque no saben

que su Sanador nacía.

 

Mil guerras están durmiendo

hasta el polvo de Hiroshima;

las manos fabrican el hambre,

sueño de sangre vigilan...

El Redentor ha nacido,

ellos nunca lo sabrían.

 

Toda la historia duerme

y dormirá todavía.

Su Redentor ha nacido:

Cristo Jesús, el Mesías

 

Ángeles siguen cantando

esa canción todavía:

El Redentor ha nacido,

hay esperanza en su vida.

 

La túnica del piadoso Por Ezequiel Feito

          Había en nuestro pueblo un hombre muy, pero muy piadoso, que todos los días enseñaba en la plaza cómo vivir rectamente entre la gente.

La elevación de sus palabras, la profunda convicción de lo que decía y el ejemplo que ofrecía su vida, eran suficientes para que todos lo oyéramos reverentemente, tratando de imitar su ejemplo y practicar sus enseñanzas.

Aún lo recuerdo con su túnica, la única que tenía, hablar a multitudes, suspendiéndolas con sus palabras entre el cielo y la tierra. Nadie regresaba vacío de aquellas reuniones. Todos los hogares parecían haber recobrado su felicidad pasada, haciendo de cada uno de nosotros una mejor persona.

No necesito aclarar qué profundo cambio hubo en el pueblo gracias a él.

            Cierto día, aquel hombre lavó su túnica. Cada vez que hacía eso, no salía de su casa hasta que ésta no se secara y volviera a ponérsela, pero esa vez el viento le jugó una divertida broma: sopló tan caprichosamente fuerte que literalmente la hizo volar por los aires, perdiéndose más allá del pueblo.

            Nuestro hombre, espantado, la buscó por todos lados hasta que después de un tiempo se dio por vencido.

Cuando volvió, todos lo llamamos para que regresara a la plaza y nos volviera a hablar; entonces compró otra túnica y al día siguiente volvimos a estar pendientes de su boca, pero sus palabras, en vez de dirigirnos a motivos elevados, pensamientos profundos o firmes convicciones sobre el bien, fueron vulgares y groseras.

Habló apasionadamente de la gula, la avaricia, la lujuria, la ira, la pereza, la soberbia y la envidia, junto con todos los calificativos que quiso añadirle.

La gente se retiró por racimos de aquella plaza y no volvió más.

El hombre, maldiciendo, fue a su casa, discutió amargamente con sus mujer y expulsó a la calle a sus hijos.

No necesito aclarar qué profundo cambio hubo en el pueblo gracias a él.

...

De la voladora túnica jamás se supo, pero algunas gentes que de vez en cuando vienen de un pueblo vecino a comprar algunas chafalonerías, nos divierten con un entusiasmo casi infantil al relatar cómo cambió su vida gracias a un hombre que, vestido con una sencilla túnica, todos los días enseña en la plaza como vivir rectamente.