Había en nuestro pueblo un hombre muy, pero muy piadoso, que todos los días enseñaba en la plaza cómo vivir rectamente entre la gente.
La elevación de sus palabras, la profunda convicción de lo que decía y
el ejemplo que ofrecía su vida, eran suficientes para que todos lo oyéramos
reverentemente, tratando de imitar su ejemplo y practicar sus enseñanzas.
Aún lo recuerdo con su túnica, la única que tenía, hablar a multitudes,
suspendiéndolas con sus palabras entre el cielo y la tierra. Nadie regresaba
vacío de aquellas reuniones. Todos los hogares parecían haber recobrado su
felicidad pasada, haciendo de cada uno de nosotros una mejor persona.
No necesito aclarar qué profundo cambio hubo en el pueblo gracias a él.
Cierto día, aquel hombre lavó su
túnica. Cada vez que hacía eso, no salía de su casa hasta que ésta no se secara
y volviera a ponérsela, pero esa vez el viento le jugó una divertida broma:
sopló tan caprichosamente fuerte que literalmente la hizo volar por los aires,
perdiéndose más allá del pueblo.
Nuestro hombre, espantado, la buscó
por todos lados hasta que después de un tiempo se dio por vencido.
Cuando volvió, todos lo llamamos para que regresara a la plaza y nos
volviera a hablar; entonces compró otra túnica y al día siguiente volvimos a
estar pendientes de su boca, pero sus palabras, en vez de dirigirnos a motivos
elevados, pensamientos profundos o firmes convicciones sobre el bien, fueron
vulgares y groseras.
Habló apasionadamente de la gula, la avaricia, la lujuria, la ira, la
pereza, la soberbia y la envidia, junto con todos los calificativos que quiso
añadirle.
La gente se retiró por racimos de aquella plaza y no volvió más.
El hombre, maldiciendo, fue a su casa, discutió amargamente con sus
mujer y expulsó a la calle a sus hijos.
No necesito aclarar qué profundo cambio hubo en el pueblo gracias a él.
...
De la voladora túnica jamás se supo, pero algunas gentes que de vez en
cuando vienen de un pueblo vecino a comprar algunas chafalonerías, nos
divierten con un entusiasmo casi infantil al relatar cómo cambió su vida
gracias a un hombre que, vestido con una sencilla túnica, todos los días enseña
en la plaza como vivir rectamente.
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