sábado, 7 de septiembre de 2013

El conocimiento y el libro por Guillermo Jaim Etcheverry

El libro fue un triunfo tecnológico que permitió al hombre acumular y difundir el conocimiento y, sobre todo, conquistar el tiempo. Los muertos hablaron a los vivos como si fueran sus contemporáneos. Hoy, los medios electrónicos que caracterizan nuestra era nos han posibilitado conquistar el espacio: somos privilegiados testigos de todo y, además, de todo al mismo tiempo. Lo que está allí está simultáneamente aquí y gracias a eso nosotros estamos (o creemos estar) en todos lados. Esta homogeneización del tiempo y del espacio es lo que mejor define nuestra época.
Adoradores de la diosa actual, la información, quedamos expuestos a lo que es su esencia: mensajes instantáneos sobre prácticamente todas las cuestiones imaginables y provenientes de los más recónditos lugares del planeta. Se reúne información sobre cualquier cosa y todo se almacena y comunica antes que nadie tenga tiempo de descubrir qué significa. Su sola existencia otorga jerarquía a la información. Los medios que permiten difundirla, almacenarla y recuperarla también se usan porque están ahí. Por otra parte, la información goza del prestigio de lo nuevo que, se nos convence, es siempre mejor. Lo ordenado, lo establecido, lo acumulado con el paso del tiempo (el conocimiento) pierde prestigio desplazado por lo instantáneo, lo menos firme, lo más problemático (la información).
Estas ideas, que se encuentran en el centro de la sociedad contemporánea, nos están llevando a la peligrosa conclusión de que la información equivale al conocimiento. Aquélla se ve facilitada por el desarrollo asombroso de la tecnología, que permite manejar datos, sustento de una industria en expansión que genera empleos y grandes riquezas. Pero mientras florece el consumismo informativo, decaen las instituciones esenciales del conocimiento. Universidades museos y bibliotecas, desinteresados en ubicarse en medio del flujo vertiginoso de hechos y números de validez fugaz, y empeñados en ocuparse del tesoro permanente del pasado del hombre y de la creación, interpretación y ordenamiento de lo nuevo, mendigan para sobrevivir. Estas instituciones, carentes del glamour de lo avanzado y exitoso y que para peor ni siquiera cotizan en la Bolsa, son los filantrópicos parientes pobres que no favorecen a nadie en particular, sino a todos. Y claro, ésta no es época ni de filantropismo ni mucho menos de todos.
No se advierte que, precisamente, el hecho de que nuestra sociedad se convierta aceleradamente en electrónica, es decir, que la información desplace al conocimiento, hace imperativo fortalecer el prestigio de nuestras empobrecidas instituciones de conocimiento. Una de ellas es el libro que, por su característica de recoger el saber organizado y estructurado, constituye un baluarte del conocimiento frente al avance de la información, conjunto fragmentario de experiencias no relacionadas entre sí y sólo prestigiadas por su novedad. Por eso, el libro es un refugio frente al aluvión de lo trivial, lo periférico y lo irrelevante que, por su propia naturaleza, los medios electrónicos están obligados a ubicar en el centro de nuestra atención. El libro, al ser vehículo de conocimientos, se fortalece con el paso del tiempo, a diferencia de la fugacidad de la información. Valora nuestras experiencias no por el atractivo momentáneo de los hechos, sino por la permanencia de su significado. Nos devuelve el valor del tiempo, arrasado por la inmediatez de la información.
Tal vez el renovado rito en que se ha convertido entre nosotros la peregrinación anual a los libros responda a que la gente intuye que las calladas voces que encierran esos millones de volúmenes hablan del sentido profundo de sus vidas. Son símbolos de que algo podría dar orden y significado a la experiencia humana, trascendiendo lo cotidiano. La confusa intuición de quienes festejan al libro es acertada. Como señaló hace un tiempo el pensador norteamericano Daniel Boorstin, sostener hoy la vitalidad del libro "es afirmar la permanencia de la civilización frente a la velocidad de lo inmediato".

La noche Por Francisco Luis Bernárdez



Dulce tarea es contemplarte, noche que me has acompañado sin descanso. 
Dulce tarea es contemplarte desde la tierra con los ojos desvelados. 
¿Por qué razón me da tristeza la muchedumbre silenciosa de tus astros?
¿Cuál es la causa de mi angustia cuando me pierdo entre tus mundos solitarios?
A la deriva por el cielo, son como buques hace tiempo abandonados.
Van empujados por un viento desconocido hacia países ignorados.
Hasta el fulgor meditabundo que los anima es un fulgor desamparado.
Desde la tierra dolorosa presiento a veces su clamor desesperado.
¿Serán como éste aquellos mundos, noche serena que me llevas de la mano?
Al hombre triste le parece que son felices., porque siempre están lejanos.

Dulce tarea es contemplarte, noche que me has acompañado desde niño.
¡Con qué impaciencia te esperaban aquellos ojos en la plaza del Retiro!
Mi corazón de pocos años era pequeño, pero estaba pensativo.
Aunque la sangre no se viera, posiblemente ya estuviera un poco herido.
Mis compañeros se marchaban cuando agrandabas el lucero vespertino.
Cuando los otros se alejaban yo me quedaba para verte sin testigos
Me impresionaba tu silencio; tu poderosa inmensidad me daba frío.
Y sin embargo yo te amaba con una mezcla de temor y de cariño.
Acaso el alma presintiera que su dolor y tu dolor no eran distintos.
¿Ya no te acuerdas de mis ojos, de aquellos ojos empañados sin motivo?


De La ciudad sin Laura. Ed. Sur, Buenos Aires, 1938.

Magia Por Diego Santiago Cazzaniga Arduzzo

Se esconden
los duendes
con sigilo en la almohada
Baila
vestida de fiesta
la muñeca
frente a la ventana
Gira
el carrusel
Zumban los oídos
La luciérnaga se inmola
en la vela encendida
y acentúa los colores
La madre arropa
al hijo dormido
El libro cae
en el borde de la cama
Desfilan
ante el sueño que
se avecina
los dibujos.

AL CAER LA TARDE Por Marga Utiel-­ Badajoz-­ España

Al caer la tarde, cúbreme con tu presencia.
Al abrigo del tiempo, despójalo de su túnica para mermar la distancia.
Alójame en tu regazo, cierra puertas y ventanas;
subida en la nube blanca acariciar las estrellas,
sabiendo que allá a lo lejos alguien las verá pasar.
Pedir al cielo que con su blanco manto lo inunde todo.
Poseer el talismán de mis ansias, rociando de perfume mis anhelos.
Escuchar los sonidos del silencio; divisar horizontes de deseo.
Esperar sin desánimo el futuro, que me lleve en sus alas al presente.
Esparcir de pétalos la andadura errante para levitar con su fragancia.
Ilusiones perdidas volved; un nuevo amanecer inunda el horizonte.
Irisados y tenues colores tornan a su paso la amargura.
Incienso para el espíritu, elevando las desgarradas almas.
Y en el centro cual nenúfar de hermosura divisado desde la cúpula,
y ataviado con sonrisas y ternura, he visto su resplandor pasar.

COPLAS (Anónimo)

El: Treinta leguas de galope
Para venir a verla a usté.
Alcánceme un vaso de agua
Que vengo muerto de sed.


Ella: No tengo vaso ni copa
Ni agua que has de beber…
Tome un beso de mi boca
Que es más dulce que la miel.

LLUVIA TRISTE Por Ana Unhold

Millones de frías agujas
se descuelgan de grises nubarrones.

Las gotas que antes cayeron
como hechizadas bailarinas
giran, danzan.
Levantan sus brazos transparentes
y reciben a las que siguen.

Es la lluvia triste,
Somos dos
y estamos solos.