A unas cuadras de mi casa hay una dietética donde atiende una pelirroja que me ha enamorado. Para llegar a su negocio debo cruzar una avenida. La senda peatonal es muy cruel, mi pie no entra en el ancho de la línea y la distancia que las separa corresponde a un paso largo, que dificulta cualquier maniobra. Si piso cada línea, mi pie sobresale de lo blanco, toca algo de asfalto y llego al otro lado sin ninguna posibilidad.
La colorada me trata displicentemente. Compro arroz Yamani. Voy en puntitas de pie, la gente lo advierte, y la colorada no me da ni bola. Compro arvejas partidas. Si camino de costado, poniendo totalmente mi pisada sobre la senda, me miran aún más y claro… la piba me trata como a un extraño. Compro harina de mandioca. Con zapatos de taco alto, la pisada entra perfectamente, pero no son mis zapatos. Me trata peor que nunca. Preparo unos zapatos de salón a los cuales les saco los tacos. Entrené caminando ligeramente inclinado hacia adelante, pisando casi plano pero sin apoyar el talón y llego al otro lado sin pisar asfalto y sin ser observado. Al arribar al terreno divino todo cambia. De pronto todos los locales, todas las casas, son dietéticas con la colorada esperándome sonriente en la puerta. No hay más personas que yo y muchas pelirrojas, cada una en su dietética. Así no. Regreso aturdido, caminando calles de dietéticas, cruzando en esquinas de dietéticas, mirándome en vidrieras de dietéticas. Llego a mi casa que ahora linda con una dietética atendida por la pelirroja que me sonríe y sonríe como una cajera china. Busco mis llaves; doy una última mirada a mi barrio de dietéticas y advierto que del otro lado, pegada a mi casa, entre todas las dietéticas, hay una verdulería que atiende una bella morocha. Entro a mi casa y cierro puertas y ventanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario