Es habitual que uno valore su hogar cuando está lejos. Me tocó muchas veces recorrer un largo llano, de regreso, y advertir con las primeras luces de la madrugada la silueta familiar de las sierras con un sentimiento imposible de expresar, como si algo dijera por dentro: ¡al fin en casa!
Balcarce es su paisaje. Esas formaciones rocosas tan antiguas no tienen la grandiosidad de la cordillera ni la monotonía de la pampa y me hacen creer que es posible conocerlas palmo a palmo. Pero cada día descubro un sitio inexplorado que me regala su misterio.
Desde una piedra del cerro El Triunfo puedo abarcar el momento seductor de un ocaso y cuántas veces he deseado aptitudes de pintor para captarlo en una tela. Allá lejos hay una curva que cambia de colores y muy lento desdibuja un horizonte de animales gigantescos, con sus lomos dormidos al último rayo del sol. Y a mi alrededor escucho las pequeñas vidas de los grillos, el concierto impensado de las ranas desde un charco en que nos bañábamos de chicos, los rumores de la ciudad que son la música de la gente y sus destinos. Entre los recovecos de las piedras los arbustos emanan su perfume silvestre, el ambiente del hogar que cada uno puede reconocer entre millones, sin poder explicarse por qué.
Al borde sombreado de un arroyo siento deslizarse el agua de la vida, siempre igual y siempre distinta, con un silencio que suena al manantial de la niñez del que proviene y al oleaje infinito hacia el que va. A veces, unas cañas inclinadas me recuerdan la ilusión de que es posible pescar el instante huidizo y hacerlo nuestro.
Balcarce es los que están desde sus bisabuelos y los recién llegados. Es la historia de un edificio, de una victoria, de un conflicto. Es el empuje de una esperanza. Todavía puede uno conocer a su vecino, sentarse a matear a la puerta de su casa alguna tarde o dar la vuelta al centro ese domingo y regresar al otro día a la rutina del trabajo. Todavía puede cruzarse con su primera maestra o los compañeros de la secundaria con quienes se reirá por algún recuerdo, con su intendente o su concejal, vestidos de simples vecinos, y hablar con ellos sin la formalidad de las funciones: el lenguaje exaltado del problema sin resolver y el ir y venir fluido de la amistad.
Es normal que uno valore su hogar cuando está lejos. Pero también es posible aprender y enseñar que toda vida debiera ensanchar su horizonte cuanto le sea posible, explorar el gran mundo en la búsqueda comprensible de la felicidad, aventurera, curiosa, insatisfecha. Y aprender y enseñar, además, que toda vida tiene un centro, un corazón al que tarde o temprano regresará para encontrarse.
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