Don Frutos Gómez, el comisario de Capibara-Cué, entró en su
desmantelada oficina haciendo sonar las espuelas, saludó cordialmente a sus
subalternos y se acomodó en una vieja silla de paja, cerca de la puerta, a
esperar el mate que uno de los agentes empezó a cebarle con pachorrienta
solicitud.
Cuando tuvo el recipiente en sus manos, succionó con
fruición por la bombilla y gustó del áspero sabor del brebaje con silenciosa
delectación.
Al recibir el segundo mate lo tendió cordial hacia el
oficial sumariante que leía, con toda atención, junto a la única y desvencijada
mesa del recinto.
—¿Gusta un amargo?
—Gracias... —respondió el otro—. Sólo lo tomo dulce.
—Aquí sólo toman dulce las mujeres... —terció el cabo Leiva
con completo olvido de la disciplina.
—Cuando quiera su opinión se la solicitaré... —replicó
fríamente el sumariante.
—Está bien, mi oficial... —dijo el cabo y continuó
perezosamente apoyado contra el marco de la puerta.
Luis Arzásola, que hacía tres días había llegado desde la
capital correntina a hacerse cargo de su puesto en ese abandonado pueblecillo,
se revolvió molesto en el asiento, conteniendo a duras penas los deseos de
"sacar carpiendo" al insolente, pero don Frutos
regía a sus subordinados con paternal condescendencia, sin
reparar en graduaciones, y no quería saber de más reglamentos que su omnímoda
voluntad. Cuando él, ya en ese breve tiempo, le hubo expuesto en repetidas
ocasiones sus quejas por lo que consideraba excesiva confianza o indisciplina
del personal, sólo obtuvo como única respuesta:
—No se haga mala sangre, m'hijo... No lo hacen con mala
intención sino de brutos que son nomás... Ya se irá acostumbrando con el
tiempo.
Para olvidar el disgusto siguió leyendo su apreciado libro
de psicología y efectuando apuntes en un cuaderno que tenía su lado, pero la
mesa, que tenía una pata más corta que las otras, se inclinaba hacia ese
costado y hacía peligrar la estabilidad del tintero que se iba corriendo
lentamente y amenazaba concluir en el suelo. Para evitar tal
contingencia tomó un diario, lo dobló repetidas veces y lo
colocó, para nivelar el mueble, debajo del sostén defectuoso. Luego siguió con
la lectura interrumpida.
—¿Qué pa está aprendiendo, che oficial? —preguntó el agente
mientras esperaba el mate de manos del comisario.
—Psicología.
—¿Y eso para qué sirve?
—Para conocer a la gente. Es la ciencia del conocimiento del
alma humana.
El milico recibió el mate vacío, meditó unos segundos y
concluyó sentenciosamente:
—Para mi ver eso no se estudia en los libros... Para conocer
a la gente hay...
Vaciló un momento y afirmó:
—... hay que estudiar a la gente.
Después se acercó al brasero que ardía en un rincón y empezó
a llenar la calabaza cuidando que el agua no se derramara y que formara una espuma
consistente.
En eso estaban cuando Aniceto, el mozo de la carnicería,
entró espantado:
—¡Don Frutos!... ¡ Don Frutos!...
—¿Qué te ocurre hombre? —contestó el aludido y empezó a
levantarse.
—Al tuerto Méndez...
—¿Sí?
—Lo han achurao sin asco... Recién cuando le fui a llevar un
matambre que había encargao ayer, dentré a su rancho y, ¡ánima bendita santa!,
lo encontré tendido en el suelo, boca abajo y lleno de sangre...
—¿Seguro pa de que estaba muerto, chamigo?
—Seguro, don Frutos... Duro, frío y hasta medio jediendo con
el calor que hace...
—Güeno, gracias, Aniceto... andate nomás...
—¡Hasta luego, don Frutos!
—¡Hasta luego, Aniceto!...-respondió el funcionario y volvió
a sentarse cómodamente.
El oficial, que había dejado el libro, se plantó frente a su
superior.
—¿Qué pa le pasa, m'hijo?
—¿No vamos al lugar del hecho, comisario?
—Sí, en seguidita...
—Pero... ¡es que hay un muerto, señor!...
—¿Y qué?... —contestó el viejo ya con absoluta familiaridad—
¿Acaso tenés miedo de que se dispare?... Dejame que tome
cuatro o cinco matecitos más o de no se van a desteñir las tripas.
Cuando después de una buena media hora arribaron al rancho
de las afueras donde había ocurrido el suceso, ya el oficial había redactado
inmente el informe que elevaría a las autoridades sobre la inoperancia del
comisario, sus arbitrarios procedimientos y su inhabilidad para el cargo. Creía
que era llegada la ocasión propicia para su particular
lucimiento y para apabullar con sus mayores conocimientos
los métodos simples y arcaicos del funcionario campesino Lo único que lamentaba
era haber olvidado en la ciudad una poderosa lupa que le hubiera servido de
maravilloso auxiliar para la búsqueda de huellas.
Apenas a unos pasos de la puerta estaba el extinto de bruces
contra el suelo.
—¡Andá!... —ordenó el comisario al cabo Leiva—. Abrí bien la
ventana pa que dentre la luz.
Éste lo hizo así y el resplandeciente sol tropical entró a
raudales en la reducida habitación.
Don Frutos se inclinó sobre el cadáver y observó en la
espalda las marcas sangrientas de tres puñaladas que teñían de rojo la negra
blusa del caído.
—Forastero... —gruñó.
Luego buscó un palillo y lo introdujo en las heridas.
Finalmente lo dejó en una de ellas y aseveró:
—Gringo...
Se irguió buscando algo con la mirada y, al no encontrarlo,
dijo al cabo:
—Andá, sacale las riendas al rosillo que es mansito y
traémelas...
Cuando al cabo de un momento las tuvo en su poder, midió con
una la distancia de los pies del difunto hasta la herida y, luego, haciendo
colocar a Leiva a su frente, marcó la misma sobre sus pacientes espaldas. En
seguida alzó un brazo y lo bajó. No quedó satisfecho, al parecer y, poniéndose
en puntas de pie, repitió la operación.
—¡Ajá!... —dijo—. Es más alto que yo, debe medir un metro
ochenta más o menos…
Inmediatamente inquirió de su subordinado:
—¿Estuvo el Tuerto ayer en las carreras?
—Sí, pero él pasó la tarde jugando a la taba.
—¿Y le jue bien?
—¡Y de no!... ¡Si era como no hay otro pa clavarla de vuelta
y media! ¡Dios lo tenga en su santa gloria!... Ganó una ponchada de pesos... Al
capataz de la estancia, a ése que le dicen "Mister", lo dejó sin nada
y hasta le ganó tres esterlinas que tenía de ricuerdo; al Ñato Cáceres le ganó
ochenta pesos y el anillo'e compromiso.
—Güeno, revisalo a ver si le encontrás plata.
El cabo obedeció. Dio vueltas al cadáver y le metió las
manos en los bolsillos, hurgó en el amplio cinturón y le tanteó las ropas.
—Ni un veinte, comesario.
—A ver, vamos a buscar en la pieza, puede que la haiga
escondido.
—Pero, comisario... —saltó el oficial—. Así van a borrar
todas las huellas del culpable.
—¿Qué güellas, m'hijo?
—Las impresiones dactilares.
—Acá no usamos de eso, m'hijo. Tuito lo hacemos a la que te
criaste nomás...
Y ayudado por el cabo y el agente, empezó a buscar en
cajones, debajo del colchón y en cuanto posible escondite imaginaron. Arzásola,
entre tanto, seguía acumulando elementos con criterio científico, pero se
encontraba un poco desconcertado. En la ciudad, sobre un piso encerado, un
cabello puede ser un indicio valioso, pero en el sucio piso de un rancho hay
miles de cosas mezcladas con el polvo: recortes de uñas, llaves de latas de
sardinas, botones, semillas, huesecillos, etc. Desorientado y después de haber
llenado sus bolsillos con los objetos más heterogéneos que encontró a su paso,
dirigió en otro sentido sus investigaciones.
Junto a la puerta y cerca de la ventana encontró una serie
de pisadas y, entre ellas, la huella casi perfecta de un pie.
—¡Comisario!... —gritó—. Hay que buscar un poco de yeso...
—¿Pa qué, m'hijo?
—Para sacarle el molde a esta pisada. El asesino estuvo
parado aquí y dejó su marca.
—¿Y pa qué va a servir el molde?
—Porque gracias a una ciencia que se llama Antropometría
-respondió despectivamente y como dando una lección— de esa huella se puede
deducir la talla de su dueño y otros datos.
—No te aflijas por eso... El criminal es gringo, más o menos
una cuarta más alto que yo, y dejuro que ha de estar entre la peonada'e la
estancia'e los ingleses...
—¡Pero...! —se asombró el oficial.
—Ya te explicaré más tarde, m'hijo. Estoy seguro que el tipo
estuvo en la cancha'e taba y vio cómo el Tuerto se llenaba de plata, después se
le adelantó y lo estuvo esperando en el rancho. Quedó un rato vichando el
camino desde la ventana y después se puso detrás de la puerta. Cuando el pobre
dentro le encajó una puñalada y en seguida dos más cuando lo vio caído...
—Así es, don Frutos... —asintió el cabo—. Se ve clarito por
las pisadas.
—Al verlo muerto le revisó los bolsillos, le sacó tuitas las
ganancias y se fue... Pero ya lo vamos a agarrar sin la Jometría esa que
decías...
En seguida, dirigiéndose al agente que lo acompañaba,
ordenó:
—Andate a lo del carnicero y decile que te dea un cuero de
vaca y te emprieste el carro. Lo traés al Aniceto pa que te ayude, lo envuelven
al finao y lo llevan a enterrar... El pobre no tiene a nadies que lo llore.
Cuando venga el Paí Marcelo pa la Navidá, le haremos decir
una misa...
—Está bien, comisario...
Inmediatamente se volvió al oficial y al cabo y dijo:
—Ahora vamos pa la estancia... Se me hace que el infiel que
hizo esta fechuría debe de estar allí.
La estancia de los ingleses se encontraba más o menos a
media legua del pueblo. Además del habitual personal de servicio y peones,
había en ella unas dos docenas de obreros trabajando en la ampliación de una de
las alas del edificio. Interiorizado el administrador del propósito que los
llevaba, hizo reunir, frente a una de las galerías, a todo el personal. Hombres
de todas clases y con los más diversos atavíos se encontraron allí. Algunos con
el torso desnudo brillante de sudor porque el sol ya empezaba a hacerse sentir,
otros en camiseta, blusas, camisas de colores chillones, un inglés con
breeches, un español con boina, un italiano con saco de pana, etc.
—Poné a un lado a los gringos y a los otros dejalos ir...
—dijo don
Frutos al oficial, después de pasar su mirada por el
conjunto, y se sentó con el dueño de casa a saborear un vaso de whisky.
Arzásola, a su vez, trasmitió la orden.
—Los extranjeros que avancen dos pasos al frente.
Una decena de hombres se destacó de la masa. El oficial,
entonces, dirigiéndose a los otros, exclamó:
—Ustedes pueden retirarse.
Correntinos, formoseños, misioneros y de algunas otras
provincias del norte se alejaron murmurando entre dientes o contentos de verse
libres de la curiosidad policial.
De pronto el cabo Leiva se adelantó hacia un mocetón de pelo
hirsuto y tez cobriza que había quedado con los demás.
—Y vos, Gorgonio, ¿qué hacés aquí?
—El oficial dijo que se quedásemos los estranjeros, pues...
—¡Qué pa vas a ser estranjero vos!... Usté sos paraguayo
como yo, chamigo... Estranjero son los gringos, los de las Uropas... ¡Andá de
acá y no quedrás darte corte! Y así diciendo, lo sacó a empellones de la fila.
Don Frutos, entonces, se acercó a los restantes y después de
observarlos, dijo:
—Los dos petisos de la esquina y ese otro de boina pueden
irse nomás...
Frente a él quedaron el inglés, un par de italianos, dos
españoles y un polaco.
—A ver... —continuó—, muéstrenme la cartera o la plata que
tengan.
En cinco manos callosas aparecieron carteras grasientas o
pesos arrugados.
El inglés, sin inmutarse, advirtió:
—Mí no tener una moneda...
Al oírlo, Arzásola se acercó a don Frutos y le dijo
suavemente:
—Está mintiendo, me parece... Debe ser él y seguro ha
escondido lo robado. Lo habrá hecho para recobrar sus esterlinas...
—No... —le respondió el superior—. Ese no puede ser...
Mirále a los pieses...
El inglés permanecía firme y estático mientras los otros,
inquietos, se asentaban ora sobre un pie, ora sobre el otro.
—¿Ves, m'hijo? El "Míster" puede estarse mucho
tiempo sin moverse, mientras el que estuvo allá dejó el suelo como pisadero
para hacer ladrillos...
Se acercó a los hombres silenciosos y les revisó el dinero
sin decir palabra.
Se retiró unos pasos atrás y dijo al oficial:
—El polaco, el italiano pelo'e choclo y los dos gallegos no
han estado en la tabeada...
—¿Cómo lo puede asegurar? Si ni siquiera los ha
interrogado...
—¿No viste que la plata de ésos estaba limpita y lisa? La de
los otros estaba arrugada y sucia de tierra... Cuando puedas observar una
partidita vas a ver cómo los tabeadores estrujan los billetes, los hacen
bollitos, los doblan y los sostienen entre los dedos, los tiran al suelo, los
pisan, los arrugan, etc. Uno de esos dos debe ser...
Se acercó de nuevo a la fila y pasándose el pañuelo por la
cara dijo:
—Está apretando la calor, ¿no?
Miró al italiano de saco de pana y le aconsejó con tono
paternal:
—Ponete cómodo... Sacate el saco...
—Estoy bien, gracias.
—Sacate el saco, te he dicho... —ordenó, entonces con
rudeza, y luego siguió con aire protector—: te va a embromar la calor si no lo
hacés...
A regañadientes obedeció el otro.
Apenas lo hubo hecho cuando don Frutos indicó al cabo:
—¡Metelo preso!... Éste es el criminal...
Dando un rugido de rabia, el indicado metió la mano en la
cintura y la sacó empuñando un pequeño y agudo cuchillo, pero el cabo, con
rapidez felina, se lanzó sobre él lo encerró entre sus fuertes brazos mientras
el oficial, prendiéndosele de la mano, se la retorció para hacer caer el arma.
En seguida, ayudado por los otros peones, lo maniataron y lo arrojaron sobre un
carro que le facilitó el administrador para llevarlo al pueblo. Don Frutos
recogió el saco del suelo, lo estrujó poco a poco como buscando algo y, luego,
con el mismo cuchillo, le descosió el hombro y allí, entre el relleno encontró
escondidas las monedas de oro y el anillo. Después volvió a la mesa a
terminar su whisky y agradecer al dueño de casa su
colaboración, terminando lo cual la comisión montó a caballo y emprendió el
regreso.
Una vez que el preso estuvo bien seguro en el calabozo, el
comisario y el oficial se acomodaron en la oficina Arzásola, impaciente,
preguntó:
—Perdón, comisario, pero ¿cómo hizo para descubrir al
asesino?
—Muy fácil, m'hijo... Apenas le vi las heridas al muerto
supe que el culpable era forastero.
—¿Por qué?
—Porque las heridas eran pequeñas y aquí nadie usa cuchillo
que no tenga, por lo menos, unos treinta centímetros de hoja. Aquí el cuchillo
es un instrumento de trabajo y sirve para carnear, para cortar yuyos, para
abrir picadas en el monte, y adonde se clava deja un aujero como para mirar del
otro lado y no unos ojalitos como los que tenía el
Tuerto. Después, cuando le metí el palito adentro, supe por
la posición que el golpe había venido de arriba para abajo y me dije: Gringo...
—Cierto, yo lo oí... pero ¿cómo pudo saberlo?
—¡Pero, m'hijo! Porque el criollo agarra el cuchillo de otra
manera y ensarta de abajo para arriba como para levantarlo en el aire...
—¡Ah!
—Después medí la distancia de los pieses a la herida y la
marqué en la espalda del cabo, alcé el brazo y lo bajé, pero daba más abajo...
Entonces me puse en, puntas de pie y me dio más o menos. Por eso supe que el
asesino era como cuatro dedos más alto que yo, y como mí medida, asegún la
papeleta, es de uno setenta, le calculé uno y ochenta...
—Sí, pero ¿cómo adivinó que había escondido las monedas y el
anillo en el saco?
—Porque con el calor que hacía no se lo sacaba de encima.
Pensé que debía tener algo de valor para cuidarlo tanto y más me convencí
cuando empezó a sacárselo y le vi la camisa pegada al cuerpo por el sudor...
—Servite, m'hijo... Aquí vas a tener que aprender a tomarlo
cimarrón.
Arzásola lo aceptó y dijo:
—Creo que voy a tener que aprender eso y otras cosas más.
Lo vació de tres o cuatro enérgicos sorbos y lo devolvió al
milico; luego, como la mesa empezaba a tambalear nuevamente, tomó el libro de
psicología y lo puso debajo de pata renga.
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