Había
una vez una ciudad. Ni muy grande ni muy chica, ni muy linda ni muy fea, ni muy
rica ni muy pobre, que adoraba varios dioses, tan simples y poderosos como
ellos. Esa ciudad tenía de todo lo que pudiese agradar a sus habitantes de tal
modo que, con el pasar del tiempo, los hombres comenzaron a volverse fríos e
indiferentes unos con otros. Ya casi nadie se saludaba, los niños jugaban solos
y aislados de los demás, los jóvenes se detenían a soñar sus propios sueños,
los adultos iban y venían abstraídos en sus propios problemas y los viejos yacían
en confortables y cómodas celdas individuales.
Semejante
situación llevó a que pronto, casi imperceptiblemente, también fueran olvidándose
de su nacionalidad, de su lengua, de sus costumbres y finalmente, de sus dioses.
Fue
allí cuando éstos, reunidos en consejo, determinaron destruir a tamaños impíos.
La discusión fue acalorada y finalmente se acordó destruirles por agua, de tal modo
que pereciesen ahogados todos los habitantes de aquella ciudad. Todos
estuvieron de acuerdo, excepto quien con buenas razones (que no son muy diferentes
que las que usan las buenas personas) logró que se les diese otra oportunidad. Pidió
crear un pájaro para que cuando los demás dioses determinaran destruir la ciudad,
su canto les recordase que la lluvia no debía prevalecer.
Así
lo acordaron y cuando los demás dioses desataban la tempestad, el ave graznaba
y ellos se acordaban de no destruir la ciudad.
Así
fue durante años hasta que un día, los habitantes pasaron de la indiferencia al
mas profundo de los egoísmos. Pronto se volvieron perversos, violentos y
codiciosos, y su tierra estaba llena de maldad e injusticia, entonces alguien
que ocasionalmente pasaba bajo la lluvia divisó al cantor divino y, determinado
a hacer lo que le venía en gana, le arrojó una piedra de tal modo que le dio de
lleno.
El
ave cayó fuertemente al suelo y a partir de ese momento las aguas no cesaron de
fluir hasta que toda la gente pereció ahogada.
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