lunes, 18 de noviembre de 2019

“CONTATE UN CUENTO XII” Categoria E: adultos Ganador: “El guapo” de Alejandro Damian Lamela de Ciudad Autónoma de Buenos Aires

  La vida puede ser muy dura para esos que apenas nacen ya no le importan a nadie. Hay que ser muy guapo para bancarse esa realidad. Lo pensó una vez más mientras lo preparaban para el combate. Cuando uno no tiene nada (o casi) que perder, es más fácil soportar los golpes de la vida, y hacerse fuerte. La vida… eso es lo único que se tiene para perder. Así que hay que aferrarse a ella, con las uñas si es necesario, para que no se escape, la muy roñosa.
   Roña le estaba buscando ese hijo del mal que lo miraba al otro lado del patio, revoleando el cogote, entrando en calor para lo que vendría después. Se hacía el gallito, pavoneándose frente a la peonada, yendo de un lado al otro, como quien se cree mejor que cualquiera. Que siguiera así, dentro de un rato iban a jugar al gallito… y gallito ciego iba a quedar.
   Él no se pavoneaba. Él se erguía recto, fuerte, duro, como la vida. Él era El Guapo, y le hacía honor al nombre sin ningún changüí. Ya de muy chico había tenido que mostrar fortaleza, como el día en que surgió una disputa con uno de sus hermanos mayores que se hacía el vivo con su comida: se le plantó, lo fajó de lo lindo y el taimado terminó perdiendo un ojo, ante la vista impasible de su madre. Ahí fue cuando el patrón se dio cuenta que él tenía otras cosas para dar, que no era uno más. Ese mismo día se lo llevó, y lo empezó a preparar.
   Preparar para carnicerías como la que estaba a punto de empezar, en esos galpones perdidos en el medio de la provincia, en esas veladas nocturnas de combates ilegales cerca de los esteros, uno tras otro, tras otro, tras otro irían cayendo, hasta que sólo uno de los que peleaban se iría caminando sobre sus dos patas.
   Hasta ahora El Guapo siempre había salido caminado. Cuando la vida no te trata bien, o te hacés fuerte o le das de comer a la indiada. Tenés que demostrar que servís para algo más que el resto, que podés aportar otras cosas. Sangre, ferocidad, violencia, ira, muerte… él tenía mucho de todas. Lo dejó en claro cuando lo enfrentaron a otros más grandes y curtidos que él en los entrenamientos: siempre se los tenían que sacar antes de que les arrancara el cogote a los muy taimados. Se pensaban que porque era jovencito le iban a cortar las alas. ¡¡¡Pues no señor!!! Y se iban rotos, para que les emparcharan los agujeros por los que se les filtraba la vida a gotones.
   Agujeros. Buscó hacerle uno rápido a su rival de hoy, El Carnicero, pero no tuvo suerte, lo esquivó fácil y cuando se quiso acordar, él mismo estaba a la defensiva tratando de esquivar los golpes, moviéndose de un lado al otro, saltando y cambiando el paso para volverse imprevisible.
   Siempre funcionó eso: era veloz, era impetuoso, se los llevaba por delante a los que le ponían en los primeros combates, no le duraban nada, y muy de a poco fue saliendo de la inmundicia del fondo del rancho en el que jugaba de local, para ir visitando otras taperas donde reventarse la jeta con el matungo de turno, ese que siempre venía “invicto”, y se iba desplumado.
   Hoy chocaban dos invictos, el de larga data era él, el nuevito era el otro. Y mal que le pesara se estaba notando que la mano había cambiado. El muy maula era veloz y escurridizo: cada vez que El Guapo avanzaba, El Carnicero lo frenaba en seco con un cabezazo, y le llovían los golpes sin respiro.
   Siempre él había sido la sorpresa, como cuando fue de punto al festival ese en la Capital, a escondidas de la Ley, para variar. Se fue comiendo a los pebetes uno a uno, los dejó tirados a todos y si no ganó la final, fue porque llegaron los milicos y se llevaron a todos presos. Él y su entrenador corrieron y safaron de tener que abrir el pico y cotorrear en detalle sobre lo que hacían.
   El pico que le quería cerrar a El Carnicero se empezaba a ver borroso. Parecía que no, pero se fue dando cuenta de todos los golpes que había recibido por la sangre que iba salpicando la tierra. Los de afuera gritaban como condenados, ya se acercaba el final del combate: cuando los energúmenos se ponen así es porque ven que la sangre está hablando y que su ganancia o pérdida está a punto de aumentar. Y cuando se apuesta fuerte, se apuesta todo.
   Nadie apostaba más fuerte que él. Ya ahora, que tenía unos cuantos años de profesional en ese circuito mugroso de peleas clandestinas, sabía interpretar perfectamente cuando la mano venía dulce y hasta tenía tiempo de cacarear antes de liquidar la faena, lucirse un poco y subir el copete. Y cuando la mano venía torcida. Como hoy. Aunque se torcía siempre para el otro, y ahora se le estaba torciendo a él.
   Ya no veía. Capaz porque esa masa con sangre a sus patas era su ojo derecho, y el izquierdo no estaba mejor. El Carnicero lo estaba faenando de lo lindo. Pero él era Guapo, y se bancaba todas, hasta la derrota inminente. Juntó coraje, que de eso siempre tenía para dar, guardar y repartir. Se mandó para el frente con todo en un intento valiente enardeciendo a la negrada, que ya lo había visto pelear muchas veces, y esperaba esa corrida veloz del final para sorprender al otro y sacarle la victoria del buche. Pero se ve que El Carnicero también la esperaba, pegó un salto de la santa madre, le cayó encima del lomo y lo molió a golpes. El coraje, los huevos, las agallas habían quedado lejos a la distancia. Ahora reinaba el dolor y apestaba la muerte. En el charco de su sangre, respirando como podía, mientras las tripas se le escapaban, oyó que había nuevo campeón en la zona, y no era Guapo, era Carnicero. Y de yapa, escuchó:
   - ¡Qué malaria, don Tabaré! Le mataron al campeón, se le terminó la racha.
   - Y bueno, m`hijo, las rachas están para romperlas. Bastante me dio de comer el gallo éste. Y en un rato lo va a hacer una vez más. Se lo llevo a la patrona para el puchero… ja, ja, ja.
   La vida puede ser muy dura, para esos que apenas nacen ya no le importan a nadie. Hay que ser muy guapo para bancarse esa realidad.

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