viernes, 20 de marzo de 2020

“CONTATE UN CUENTO XII” - Mención de Honor Categoria D: La desilusión de Serapio por Roque Atilio Ledesma, alumno de EEPA 702


Era una de esas noches de verano en las que la luna iluminaba todo el pueblo de Crespo, dejando ver la hermosura y tranquilidad de sus campos. Como era de esperarse, cada noche llegada las 21 horas el gaucho Don Serapio se despedía apresuradamente de su compañera de vida y de sus dos pequeños hijos para irse al bar que quedaba a unos 30 minutos a caballo cruzando por el campo de su compadre. Su mujer, ya cansada de no contar con su marido a la hora de la cena, comenzó a sospechar que él ya no la amaba y andaba en busca de otros amores. Quiso enfrentarlo y hacerlo confesar,  pero el miedo la invadió y sólo pudo hacer silencio, mirar el suelo y decir: te veo a la vuelta. Una vez que su esposo se marchó, ella se tranquilizó y se consoló pensando que Serapio sería incapaz de serle infiel, ya que se caracterizaba por ser un hombre bondadoso y trabajador que no tenía maldad con nadie, siempre demostraba que su prioridad era la familia y que si se iba cada noche era porque tenía una debilidad: la bebida.
   Serapio montó su caballo y se dirigió hacia el bar donde lo esperaban sus compañeros de truco. La tranquilidad era lo que caracterizaba el entorno del lugar. Afuera sólo se sentía el relincho de baguales atados a los palenques, adentro era un mundo diferente, el ambiente era de fiesta. Los hombres entre risas y tragos se olvidaban por un rato de sus problemas y obligaciones cotidianas, entre ellos Serapio. Este ambiente festivo sólo duró unos minutos, en medio del partido ingresó en el bar González, el nuevo  comisario del pueblo. Éste era un hombre frío, ambicioso, con pocas amistades que no eran las mejores. Poco se conocía de su vida personal, se sabía que era un hombre casado aunque el comentario era que tenía aventuras amorosas y las malas lenguas también afirmaban que tenía un hijo no reconocido por fuera de su matrimonio. Con su arrogancia y un tono amenazador le dijo a Serapio que abandonara el lugar porque iba a venir la recorrida y se lo iban a llevar.
   Serapio, golpeando la mesa y muy ofendido le respondió:
-“¡Me va a llevar por borracho pero no por ladrón!”
   El comisario sonrojado casi tartamudeando solo atinó a decir: “¿por qué me decís eso?” Pero no recibió respuesta alguna. Serapio lo miró, volvió a sentarse y continuó con su juego. Todo los que se encontraban en el bar se quedaron sorprendidos, porque no era habitual del lugar que hubiera este tipo de cruzadas y se preguntaban el por qué de las mismas. González se retiró pero volvió a ingresar con un forastero cómplice que muy enojado a los gritos dijo: -“¿Qué te pasa a vos Serapio?” Pero éste lo miró de reojo y siguió jugando. El forastero insistente le volvió a decir: -“¡A vos te estoy hablando!” Serapio se levantó de la mesa, tiró las cartas y la silla hacia un costado e intentó irse sin causar ningún tipo de disturbio. El forastero a la pasada lo agarró del brazo y muy enojado le dijo: -”¡Disculpate por lo que dijiste!”. El gaucho ya con furia en su interior respondió: -“yo no me disculpo por decir la verdad. Si me quiere llevar, que me lleve; pero antes de irme quiero que me expliquen, cuál es el motivo de la bronca de ustedes hacia mí”. En ese instante un silencio se sintió y la puerta del bar se abrió y para la sorpresa de muchos la persona que ingresaba en ese momento era la menos esperada en el lugar. Ramona, la mujer de Serapio había decidido ir hasta allí para aclarar sus sospechas. Todos giraron la mirada hacia ella, incluido su esposo que no podía creer lo que estaba viendo. Jamás en sus años de casados ella se había presentado en el lugar. Sabía bien que no lo podía hacer ya que ese era un espacio exclusivo de hombres. Imposible pensar en la presencia de una dama allí.
   Serapio se soltó del brazo del forastero y se dirigió hacia la puerta con su mujer. Ella había quedado inmóvil con la mirada fija hacia el fondo del bar. Su marido enojado le preguntó: -“¿Qué hacés acá? ¿Acaso me estás controlando?” Pero Ramona parecía no escuchar, seguía perpleja sin correr la mirada. Al no recibir respuesta, Serapio volteó a ver qué era lo que tanto le había llamado la atención pero solo vio a sus compañeros de truco y al comisario que, para su sorpresa, estaba inmóvil y con la mirada fija hacia su mujer. No podía comprender qué era lo que pasaba, enojado elevó el tono de voz y le dijo a Ramona: -“¿Te pregunté qué haces acá?”, pero ante la no respuesta la empujó hacia afuera. González salió corriendo tras ellos, enfrentó al gaucho anteponiendo su cuerpo al de la mujer gritando: -“¡No te atrevas a hacer eso otra vez!” A lo que recibió como respuesta: -“¡No te metas que es mi mujer, no la tuya!” “¡Eso es lo que vos pensas!”- exclamó el comisario.
   Serapio no podía entender lo que estaba escuchando y en un clima tenso con todos los hombres del bar como espectadores exigió una explicación. ¿Acaso ellos ya se conocían? ¡Imposible! González era nuevo en la zona y Ramona pasaba todo el día en su casa al cuidado de sus hijos y llevando a cabo las tareas del hogar. Debía tratarse de una confusión. Por tal motivo, tomó del brazo a su esposa y se dispuso a ir por su caballo para retornar a su hogar cuando de repente el comisario lo empujó para apartarlo de ella. Ramona llorando y entre balbuceos con un tono muy bajo dejó escapar sus palabras diciendo: -“Hilario dejá,¡no te metas!”.
   Ante la mirada confundida de Serapio, la dama no pudo controlar más sus emociones, estalló en llanto y comenzó a contar su verdad: todo había empezado hacía unos cinco años atrás cuando ellos aún vivían en otro campo a unos 60 km de allí. Como de costumbre, cada noche Serapio se marchaba hacia el bar y  su esposa quedaba sola con su pequeño hijo Jacinto de tres años. En la estancia vecina había comenzado a trabajar un hombre custodiando el lugar y cada noche realizaba una recorrida por la zona controlando que todo estuviera en orden.
    Un día, llegó hacia la casa del matrimonio en busca de ayuda, ya que su linterna se había quedado sin pilas y necesitaba de ella para poder volver a su puesto. Fue ahí donde conoció a Ramona, que se encontraba sola con su hijito. Entre charla y charla una chispa se encendió entre los dos y muy enamorados se encontraban cada día después de la partida del gaucho. En uno de esos encuentros Ramona, le dio la noticia de que estaba embrazada y que su hijo le pertenecía. ¿Qué podrían hacer? ¡Se desataría un grave problema si su esposo se enteraba! Hilario sorprendido se ofendió con ella, ya que solo buscaba una aventura y no formar una familia. Montó su caballo y se marchó sin decir nada. Nunca más supieron de él.
   La joven no tuvo más remedio que decirle a Serapio que esperaban a su segundo hijo. Éste tomó la noticia con mucha felicidad, aunque tuvieron que marcharse de ese campo en el cual trabajaban debido a que los dueños solo aceptaban un niño en el lugar. Fue ese el motivo que los llevó a marcharse hacia el pueblito de Crespo para recibir a su pequeño Zoilo.
   Ramona había dejado olvidada esa historia, creyó nunca más volver a ver a su amor aventurero hasta esa noche en la que todo cambió
   El gaucho Serapio comenzó a entender por qué el nuevo comisario y su amigo el forastero tenían tanto odio hacia él. Desconsolado pidió a su amada que se fuera a su casa y cuidara muy bien de los pequeños, quien con mucha vergüenza y angustia asintió con la cabeza y se marchó. Todos conmovidos por la situación fueron dejando lentamente el lugar, todos menos Serapio que ingresó nuevamente al bar pidiendo pluma y papel. Entre tragos y lágrimas solo en una mesita casi a oscuras comenzó a escribir unas líneas para sus pequeños hijos. Pasadas unas horas y sin escuchar al dueño del bar que le pedía que dejara de tomar, Serapio bebió los últimos tragos de su vida, él ya no encontraba motivos para seguir, su único amor de tantos años le había fallado y era algo que no podía aceptar. En un instante dejó caer su cuerpo, sobre la pequeña mesa del bar con su carta en la mano. Su adicción y depresión le quitaron la vida.
   Varios años después se presentó en el bar el joven Zoilo buscando conocer su verdadera historia, saber quién había sido su padre, ya que poco sabía de él y cuando querían junto a su hermano entablar esta conversación con su madre, ella entraba en una crisis de llanto y no les daba respuesta alguna. El dueño del lugar le comentó que Serapio era un buen hombre, que siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás y que cada noche lo primero que se lo escuchaba decir era lo feliz que era con su familia. En ese momento recordó que, en el fondo de un cajón, muy bien guardada, se encontraba la carta que el gaucho con sus últimos suspiros había escrito. Zoilo se sentó en el fondo del bar, en la misma mesita que estuvo por última vez su padre y entre lágrimas leyó la misma que decía:
   “En este momento en el que no encuentro consuelo, solo puedo expresar los que siento por ustedes mis pequeños hijos. A tí mi primer hijo Jacinto decirte que te amo con todo mi corazón, no cambies nunca tu bondad. Ayuda siempre a tu familia ya que, como mi hijo mayor al no estar yo presente, te convertirás en el hombre de la casa. Mi pequeño Zoilo, mi hijo menor, el que terminó de completar mi felicidad, quiero decirte que te amé y amaré siempre con todo mi ser. Aunque la sangre lo niegue siempre serás mi pequeño, mi hijo amado. Nada cambiará este amor de padre que siento por ti. Tal vez en algunos años estés llamando papá al hombre que realmente te dio la vida, pero desde el fondo del corazón sabrás que yo siempre lo seré. Recuérdenme siempre con buenas anécdotas  y el cariño que sentí siempre por ustedes. Perdónenme por esta decisión que estoy a punto de tomar, pero es que no encuentro consuelo. Pero antes de partir hacia otra vida quisiera pedirles un favor: cuando lean esta carta no traten de buscar culpables y no guarden rencor con su madre. Ella tuvo sus motivos para hacer lo que hizo, en parte yo soy responsable de esta situación, por mi debilidad con la bebida descuidé al amor de mi vida y no me di cuenta la falta que yo le hacía. Los amo para siempre. Papá”
   Conmovido, Zoilo abandonó el bar y se marchó sin decir nada. Se fue hacia el lugar donde yacían los restos de su papá que anteriormente el dueño le había indicado. Al llegar allí, se arrodilló y le dijo a su padre que jamás podría enojarse con ninguno de los dos, que lo perdonaba porque tal vez en una situación similar él hubiese actuado de la misma manera. También le agradeció por no guardarle rencor a su madre que durante todos estos años no había podido superar su muerte. Agradecido por poder completar la parte de su historia que le faltaba, el joven se marchó con la cabeza en alto, y con el orgullo de poderle decir al mundo: “SOY EL HIJO DE DON SERAPIO”.

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