viernes, 20 de marzo de 2020

“CONTATE UN CUENTO XII” - Mención de Honor Categoria C: La culpa y sus sombras Por Ayelén Alias, alumna de E.E.S. N°1 “Antonio González Balcarce”


La niebla había caído a sus pies cuando llegó a la casa de campo de sus tíos. Lo primero que vio en él fueron sus costosas botas, estaban impecables, como si nunca antes hubiesen tocado suelo, pasando su entero viaje en el lujoso carruaje que se hallaba en la entrada. Cuando alzó su mirada, para su sorpresa, él se la devolvía con su intenso color azul. Al instante percibió, gracias a la sonrisa irónica que le ofreció, que el invitado de sus tíos no era más que otro muchacho arrogante que estudiaba leyes en la capital. Venía acompañado, junto a él se encontraba su hermana. Ella no caminaba derecha y prolijamente como la mayoría de las mujeres, se tambaleaba y auto pisoteaba a cada paso que daba. Supo el por qué cuando la saludó con cortesía: apestaba a alcohol, a whisky expresamente. Esto no era una indecorosa coincidencia, ella siempre estaba borracha, ese día y todos los que siguieron. No era que a él le importase, en cuanto terminaron las formalidades volvió a su mundo de sombras para no volver a tener contacto con ninguno de los hermanos. Aun así, nunca pudo evitarlos por completo, pues su presencia era requerida en las cenas. Siempre cabizbajo, cada cena sintió y vio por el rabillo del ojo como alguien lo traspasaba y quemaba con su mirada. Sospechaba, correctamente, quien le provocaba semejante sensación. Jamás hablaron, tampoco se esforzaron en hacerlo, pero no evitó a las constantes miradas, intensas y desconcertantes miradas. Jamás le había ocurrido de que alguien le prestase tanta atención, o que al menos percibieran su presencia por demás, así lograba evitar dialogar con los demás. Su mirada lo perturbaba y confundía, pero aunque le costaba admitirlo, dudaba que quisiese volver a vivir sin ella.

No recordaba la última vez que expresó algo de sí mismo a alguien más que no fueran sus sombras, es probable que nunca antes lo haya hecho pero a pesar de ese pequeño inconveniente, la curiosidad le carcomía hasta los huesos. Así que una tarde lluviosa, una semana después de su llegada, se armó de valor y emprendió camino en la búsqueda del muchacho para confrontarlo y arrancarle la verdad de los brazos. Caminaba decidido y con el mentón alto. Ya era un hombre, pensaba, pronto se casaría y manejaría una casa. Podía manejar las miradas insistentes y curiosas de un simple chico con apellido de renombre. Lo encontró en la biblioteca leyendo concentradamente un libro rojo de tapa dura. Él notó su llegada, no lo saludó, tampoco fue necesario porque al instante pronunció las palabras que previamente había ensayado.
—No me apena el hecho de que no hemos podido llegar a ser amigos o al menos buenos compañeros. Compartimos hogar durante este lluvioso verano y puedo soportarlo todo lo que resta de él, pero su incipiente mirada me incomoda. Si tiene palabras que desea expresar hacia mi persona, le doy este momento de mi tiempo para que las diga y sea todo lo sincero que pueda ser. Sino, le pido respetuosamente que no me ofrezca el placer de su mirada a menos que sea extremadamente necesaria.
Sonó robótico y había titubeado y tartamudeado pero cuando terminó su muy practicado discurso, no notó ningún tipo de desconcierto en él como esperaba, solamente sonreía, divertido.
—¿Mi mirada es placentera? —le preguntó.
La indignación y la vergüenza lo embriagó. Se avergonzó por aquella inesperada confesión que le había regalado impensadamente, pero le venció la amargura tapándole el agudo dolor de su pecho.
—Usted bromea conmigo —se dijo más a sí mismo que al muchacho.
Volvió a sonreírle,  esta vez más divertido que antes. No podía soportarlo, había dado el primer paso, fue completamente sincero ¿y así le correspondió?
Dio media vuelta y, manteniendo la compostura como pudo, se retiró de la biblioteca.
Basándose en sus lecturas y las conversaciones a las que pocas veces se había esforzado en prestar atención, trató de expresarse sincera, clara y deliberadamente y él solo supo divertirse de su pesar. Se sintió humillado y no sabía cómo lidiar con ello.
Salió para tomar aire, necesitaba relajarse, el corazón le palpitó estrepitosamente, se le dificultó respirar y estaba sudando sobremanera. De repente sintió una presencia detrás suyo. Ambos estaban alejados ya de la casa, no recordó cuándo llegó hasta allí, tampoco se percató de que él lo había seguido, pero allí estaban. Junto con el profundo y reconfortante olor a humedad, el césped mojado, el creciente barro, las gotas de lluvia posándose sobre ellos, el frío viento que los abrazaba, las grises nubes, el lago intranquilo, el sauce bailando, un ave observando y el cálido beso.

Tan bien había aprendido a controlarse y esconder pero ya algo había cambiado en él. Sintió culpa pero a la vez amó el pecado por muy peligroso que fuera. Thomas le enseñó a amarlo. Eventualmente, él se había convertido en su todo.
Sus pecas, sus finos labios, el cabello enmarañado que no seguía ningún tipo de patrón gracias a la brisa que siempre corría por su rostro. Las cejas pobladas y los agudos ojos que sentía que le gritaban cada vez que cruzaban miradas como retándole a desafiar cualquier regla. El aliento, el suave tacto, el hoyuelo que se formaba en su mejilla, las pecas en su pecho y espalda, sus vellos, su sudor, sus pestañas, las patadas confidenciales de debajo de la mesa, la ingenua alegría de los tíos al ver que su sobrino al fin había logrado obtener un amigo. Su amigo... su compañero, su confidente, su hermano, su amante, su sangre y hasta su alma. Las risas, las disputas y la culpa. La culpa. No era consciente de cuándo sus sombras comenzaron a manifestarse en él, pero lo lastimaron, desgarraron.  Intentó ocultarlo todo lo que pudo y luchó por ello pero la idea de su familia y el resto del mundo, lo correcto y lo maligno no dejaban de atormentarlo. Compartió su alma a la pasión y al miedo, sus noches eran de Thomas y de sus sombras, del insomnio y la tristeza, ya no era dueño de sí mismo. Temblaba, lloraba, gritaba y pataleaba, su respirar se dificultaba, estaba exhausto, cansado y perdido, no recordó la última vez que durmió. Las tinieblas le susurraban cada noche en vela, le recriminaban y manipulaban ¿erraba haciéndolo o dejándolo? Su negrura se manifestó, saliendo de su interior, dejando un gran vacío que no supo cómo llenar. Su ser y su alma explotaron y, con voz quebradiza y temblorosas manos, dejó el lecho que compartía con él. La lejanía no duró mucho, como un adicto volvió desesperado. Ese viaje se convirtió habitual, se iba y volvía, combatían y firmaban la paz, se odiaban y se deseaban. Quería abandonar por completo su cuerpo y a la vez no alejarse de él nunca más. No pretendía extrañar pero tampoco deseaba olvidar. Los suspiros, las marcas, las cicatrices, las caricias, los besos, los roces, las lágrimas, las risas, las discusiones, los golpes y las reconciliaciones. Las crecientes miradas curiosas de la hermana ebria de Thomas y el peligro que representaba. Su maldita hermana. Ya no podía sentir el olor a whisky que su mente se nublaba y solo deseaba llorar, le rememoraba al buen amigo de ella, el Padre Turner, que vino de visita por su llamado. Llegó a la casa de sus tíos gracias a las sospechas de ella, creía fervientemente que necesitaban ayuda, una violenta y dolorosa ayuda. Se le contraía el pecho cuando pensaba en él, en su mirada hosca y el constante ceño fruncido. Las prominentes arrugas, grandes ojos y ojeroso, como si nunca hubiese conocido el sueño.
Sus tíos desconocían la situación,  el Padre Turner se encargó de ello, pero le costó un precio tan alto que cada noche le dolía aún más. Con solo ver su bastón quería patearlo, golpearlo, ahorcarlo y matarlo, así lo dejaría libre de su pecado y podría respirar.  No importaba cuántas charlas tuviese con el bastón, no dejaría de sentir el deseo, la pasión y la admiración que sentía por Thomas. Si no dejó de hacerlo cuando se marchó, tampoco cuando lo castigaron y desgarraron. Cuando se fue, junto a su hermana, cuando lo abandonó dejándolo con la culpa y el peso en sus hombros, le mató lo poco que quedaba de él dentro suyo. Lo dejo solo para que lidiara con el Padre y con la ayuda que él les había ofrecido, con la responsabilidad de lo que habían hecho las últimas semanas, de lo que sintieron las últimas semanas. Le dejó todos los golpes, los moretones, las recriminaciones y el maltrato para él solo. Es por ello que decidió gritarlo, al viento, a la tierra, a los muebles y a sus tíos. Ya no tenía nada más que le pudiesen arrebatar, ya no le quedaba ni el secreto, estaba más vacío que nunca. El Padre Turner y el bastón se enfurecieron como jamás en su vida lo volverían a estar. Sus tíos hicieron prometer que jamás le dirían ni una sola palabra del tema a nadie. A pesar de todo, del dolor, la impotencia y de la traición, seguía esperando su regreso, que volviera a sus brazos y a su lecho.

Y allí fue, rendido junto al lago y junto al sauce, donde todo comenzó y todo terminó. Buscaba una sola mirada y no la encontró. Solo pudo hallar a un cuervo que se posaba en lo alto del sauce, estaba cantando. Le crascitó, le gritó. Ya se encontraba muy en lo profundo del lago cuando dejó de oírlo, pero el cuervo continuó hablándole de su secreto, esperanzado de poder consolarlo con ello. Cuando supo que no iba a volverá ver , se enmudeció.

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