El
partido del viernes
Baustista
Balladare, alumno de la E.E.S. N° 4 de Coronel Suarez
Caía la tarde en el poblado de Palmeras
Muertas, y lentamente, los muchachos del barrio Calderón iban llegando al
campito en el que jugaban todos los viernes primaverales su inamovible partido
de fútbol.
El anaranjado atardecer iluminaba la
mezcolanza de flores, tréboles y dientes de león que cubrían la totalidad de la
superficie de la canchita, exceptuando las áreas, las cuales, gracias a la
enorme cantidad de sucesos bochornos que habían sucedido allí, incluyendo
barridas desmesuradas, descarados piletazos y batallas campales por penales no
cobrados, estaban completamente peladas; una árida zona de tierra que
delimitaba el lugar donde los arqueros podían agarrar la pelota con sus manos
manteca.
El primero en llegar fue el Tuerto
Mendoza, que había sobornado a su prima, Filomena, con un helado de agua para
que lo acompañe fingiendo ser su novia, y así, dedicarle los goles guiñándole
el ojo (el que tenía) y ser la envidia de sus amigos. La chica se quiso ir a
sentar apoyando la espalda contra el alambrado del patio de una tétrica casa de
ventanas polvorientas y paredes negras, pero su primo la convenció de que no
era la mejor idea mostrándole las anguilas eléctricas que colgaban de las
puntas, con su mandíbula apretando de manera hermética el alambrado y
transmitiéndole miles de voltios.
- Las pescó ella -dijo el chico-.
Dicen que una noche fue al río en un bote hecho con algunas tablas podridas del
piso de su casa, y las sacó con sus propias manos.
- Pero..., ¿quién es “ella”? -inquirió
la muchacha-.
- La Sultana -respondió-; le decimos
la Sultana. Nadie sabe su nombre verdadero. Todas las mañanas, antes de que
cante el gallo del viejo Nicanor, sale con un balde de agua a empapar las
anguilas para revivirlas. También tiene una mascota -le comentó luego de una
pausa, señalando el extraño ser que aparecía por detrás de los arbustos de
hojas tristes que ornamentaban el jardín de modo sombrío-.
Ella tuvo una sensación de temor, asco
e incredulidad al mismo tiempo cuando observó lo que parecía ser un animal con
cuerpo de perro y cabeza de cocodrilo. Llegó a la conclusión de que lo mejor
sería ir a sentarse del otro lado de la cancha y dejar de atiborrar su cerebro
de imágenes perturbadoras.
Poco a poco, el campito se iba
poblando con la presencia de los amigos del barrio: el Hormiga Piedrabuena; los
trillizos Pedro, Pablo y Pier; Johnny Naranjo; Calinche Gallegos; entre otros
sujetos de todos los tamaños, formas y colores.
Un chico rubio, de mediana estatura y
espalda ancha, apodado “el Rengo”, porque tenía la zurda de palo
(literalmente), llevó la pelota con la que se disputaban los encuentros. Un
intento de balón hecho de una gallina muerta inflada a todo pulmón por él
mismo, que adquirió forma de esfera, recubierta de papel aluminio y, sobre eso,
unos cartones pentagonales negros y blancos pegados ridículamente con saliva.
El esférico se colocó en el centro y
comenzó el “pan duro y queso vencido”, una versión del “pan y queso” que tenía
más relación con los alimentos que ingerían a diario. Las canoas de talle 56
que llevaba por zapatillas el Patón Cerdeña vencieron con dos pasos a Juanchi
Colombardi, no sólo pisándole el pie, sino también, destrozándole el tobillo.
La elección de los equipos fue muy
rápida; tantos viernes de fútbol sin interrupciones habían evidenciado la
calidad de cada uno, la cual, en una escala del 1 al 10, ninguno pasaba del
2.5, siendo generosos. Yendo desde lo más deplorable a nivel técnico, con
Nahuelito Roca; peculiar individuo que iba a jugar sin camiseta y se había
dibujado el número 10 en la espalda utilizando un marcador barato revivido en
alcohol, hasta la cima de lo desastroso al momento de la definición, con el
Tuerto, que quería dedicarle goles a su supuesta novia, pero no batía ni a un
arquero de metegol con las piernas partidas.
Los equipos fueron conformados siguiendo
la única condición de siempre: los trillizos en el mismo bando; “no podemos
estar separados” -decían al unísono-. No obstante, por alguna razón, había
quedado un lado de 5 y el otro de 4. Fue ahí cuando se dieron cuenta: faltaba
Julián; el mejor jugador, el único que paraba la pelota sin que le rebote a 7
metros, el 2.5 en esa escala del 1 al 10, aquel que, vistiendo sus bermudas
ajustadas con cinturón a la altura del pecho, podía realizar un amague sin
hacerse un nudo doble con las piernas.
- Me avisó que llegaba más tarde -dijo
uno-. Está almorzando con su tatarabuela.
- ¿Almorzando? -preguntó otro- ¿No
viste la hora que es?
- Antes del almuerzo, Abu Yaya da las
gracias por la comida en una plegaria que se extiende por más de seis horas -le
respondió-.
- ¡Seis horas! -exclamaron todos,
llenos de estupor-.
- Un minuto de agradecimiento por año
de vida -les explicó el otro.
Lo cierto es que Abu Yaya era lo más
cercano a un fósil viviente; hacía casi un siglo que había enterrado
verticalmente a su esposo en un ataúd de cartón en el patio de su casa.
- Que juegue tu novia en su lugar,
Tuerto -propuso el Rengo-.
- No, no. Esperemos un poco más -se
opuso él, viendo que ponían en riesgo su plan para ser la envidia del grupo.
- Sí, yo juego -dijo la chica, que,
una vez terminado su helado de agua, comprendió que no iba a tener otro
entretenimiento-.
Su primo, frustrado, tuvo que ceder a
la opinión mayoritaria y, de mala gana, se fue a colocar en su posición.
Los arqueros, en los arcos; uno, hecho
mediante las dos partes de un palo de escoba roto clavadas en el suelo, y el
otro, conformado por dos manzanos cuyos troncos tenían forma de banana, uniendo
sus copas en el centro para ser usado de travesaño. Éste era denominado “el
arco de Newton”, porque cada vez que la pelota golpeaba en aquel singular
travesaño, el arquero recibía el impacto en la cabeza de alguna que otra
manzana que caía de arriba.
Los jugadores, en sus posiciones (nada
respetadas durante el transcurso del juego), un defectuoso silbido de Johnny
Naranjo con los dedos en la boca, y comenzó el partido.
Julián Ombapamba acababa de tragar de
manera forzosa el último bocado de su quinto plato de estofado de ciervo y,
preso de un calambre en las piernas luego de tantas horas sentado, y un dolor
estomacal propio del que ha comido para no despreciar las desmesuradas
cantidades que le servían una y otra vez, se levantó de la mesa y, con un beso
en la mejilla, despidió a su tatarabuela, que ya estaba ofreciendo servirle
otro plato.
- No, abu. Por hoy, estoy bien.
Gracias. -respondió franqueando la monumental puerta de acero que contrastaba
con el aspecto precario de la casita.
Abu Yaya siempre había sido temerosa
de los robos. Tanto así que, además de hacer construir esa puerta, selló las
ventanas, ¡y tapó la chimenea!, siendo capaz de vivir asfixiada por el humo
para no darle el gusto a los delincuentes de entrar en aquel hogar, donde
almacenaba dentro de un vasito de cristal, la pasmosa suma de cinco centavos,
un alfiler y dos boletos de tren con destino al poblado de Colinas
Tristes.
El chico llegó con serias dificultades
a su casa; la bermuda subida hasta el pecho a punto de explotar y un mareo
producido por el picante de la salsa del estofado que lograba despeinarle el
flequillo. Se quitó los zapatos de plástico duro y sacó del interior de su
colchón agujereado por las ratas sus clásicas zapatillas; calzado que había
heredado de su padre y sólo era apto para el valiente que soporte su olor.
Observando las palomas que comían
despacio las hojas lilas de los frondosos árboles del barrio Calderón, Julían
se fue trotando a la canchita, en donde seguramente, un puñado de amigos faltos
de entendimiento para el dominio del balón estaban esperando su aparición, y
con ello, algún destello de su talento.
El ritmo del partido había sido más
intenso de lo normal. Resulta que Filomena jugaba mejor que cualquiera de los
muchachos, aunque vale aclarar que no precisaba mucho. El problema era que, en
su equipo, ninguno daba un pase decente, y, si bien los rivales no eran gran
cosa, la conexión de los trillizos había dado sus frutos. Esto derivó en el
desarrollo de un partido muy parejo y disputado.
Luego de una hora jugando, el Sol se
había ocultado, por lo tanto, hicieron una pausa para colocar unos frascos transparentes
llenos de luciérnagas a los costados de la cancha; método de iluminación que el
Hormiga se encargaba de llevar en su mochila.
Las acciones se reanudaron y siguieron
jugando durante 12 minutos. Hubieran continuado con el enfrentamiento de no ser
por una jugada que, con el marcador empatado en 9, cambió el curso del
encuentro por completo: un pase aéreo de prima a primo, con el entendimiento de
los que llevan en las venas la misma sangre; la pelota volando en el aire; el
Tuerto, solo frente al arquero para rematar de cabeza. El tiempo se paró, eran
sólo la pelota y él. Sintió el contacto del esférico acariciándole la frente, y
luego, sintió otro contacto; sí, el de los nudillos de Calinche, que había
salido a despejar con los puños, impactando de pleno en su rostro... ¡Penal
clamoroso!
El pobre joven del ojo emparchado
quedó desmayado en el suelo y lo sacaron del área arrastrándolo como una bolsa
de papas negras. Filomena, luego de hacer ese pase fantástico, concluyó que su
tarea allí ya estaba hecha y se fue a clase de ajedrez.
Lo que todos se preguntaban era:
¿Quién iba a patearlo? ¿Quién tomaría la responsabilidad de algo tan decisivo?
En ese momento, vieron a lo lejos, en
la oscuridad, la difusa figura de una persona que se acercaba trotando pesadamente
por la Avenida El Barrial. Era Julián. Llegó a la canchita; no saludó, no
habló, no emitió sonido. Lo único que hizo fue tomar la pelota con ambas manos,
colocarla de forma cuidadosa al lado del trébol de 4 hojas que utilizaban como
referencia para el punto penal, y tomar carrera haciendo 5 pasos largos hacia
atrás...
Calinche Gallegos nada podía hacer
ante tal convicción, no había chance de atajarle un penal a alguien con esa
seguridad, la única oportunidad de que la pelota no ingrese era..., era que
pase lo que pasó. Que el disparo pegue en el tronco curvado que usaban de palo,
impactando con una fuerza descomunal que hizo temblar el manzano, rebotando de
tal manera que el balón pase por encima del alambrado del patio de la Sultana,
ante la atenta mirada de las anguilas eléctricas, y golpee la cabeza del
perro-cocodrilo, el cual, lleno de furia, comenzó a... ¿ladrar?
estruendosamente.
Como consecuencia del alboroto
provocado por su mascota, la dueña salió encolerizada de su mansión del terror
y persiguió a los muchachos del barrio Calderón por las lóbregas calles del
poblado de Palmeras Muertas.
Mientras los chicos corrían
desesperados, sintiendo la respiración de la vieja en la nuca y confundidos,
después de ver el fallo garrafal de Julián, sólo se pudo llegar a una
conclusión una vez a salvo: sin duda, le había caído mal el estofado.
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