jueves, 12 de noviembre de 2020

Menciones de honor Contate un Cuento XIII CATEGORIA C: jóvenes de 16,17 y 18 años

 

El partido del viernes

Baustista Balladare, alumno de la E.E.S. N° 4 de Coronel Suarez

Caía la tarde en el poblado de Palmeras Muertas, y lentamente, los muchachos del barrio Calderón iban llegando al campito en el que jugaban todos los viernes primaverales su inamovible partido de fútbol.

El anaranjado atardecer iluminaba la mezcolanza de flores, tréboles y dientes de león que cubrían la totalidad de la superficie de la canchita, exceptuando las áreas, las cuales, gracias a la enorme cantidad de sucesos bochornos que habían sucedido allí, incluyendo barridas desmesuradas, descarados piletazos y batallas campales por penales no cobrados, estaban completamente peladas; una árida zona de tierra que delimitaba el lugar donde los arqueros podían agarrar la pelota con sus manos manteca.

El primero en llegar fue el Tuerto Mendoza, que había sobornado a su prima, Filomena, con un helado de agua para que lo acompañe fingiendo ser su novia, y así, dedicarle los goles guiñándole el ojo (el que tenía) y ser la envidia de sus amigos. La chica se quiso ir a sentar apoyando la espalda contra el alambrado del patio de una tétrica casa de ventanas polvorientas y paredes negras, pero su primo la convenció de que no era la mejor idea mostrándole las anguilas eléctricas que colgaban de las puntas, con su mandíbula apretando de manera hermética el alambrado y transmitiéndole miles de voltios.

- Las pescó ella -dijo el chico-. Dicen que una noche fue al río en un bote hecho con algunas tablas podridas del piso de su casa, y las sacó con sus propias manos.

- Pero..., ¿quién es “ella”? -inquirió la muchacha-.

- La Sultana -respondió-; le decimos la Sultana. Nadie sabe su nombre verdadero. Todas las mañanas, antes de que cante el gallo del viejo Nicanor, sale con un balde de agua a empapar las anguilas para revivirlas. También tiene una mascota -le comentó luego de una pausa, señalando el extraño ser que aparecía por detrás de los arbustos de hojas tristes que ornamentaban el jardín de modo sombrío-.

Ella tuvo una sensación de temor, asco e incredulidad al mismo tiempo cuando observó lo que parecía ser un animal con cuerpo de perro y cabeza de cocodrilo. Llegó a la conclusión de que lo mejor sería ir a sentarse del otro lado de la cancha y dejar de atiborrar su cerebro de imágenes perturbadoras.

Poco a poco, el campito se iba poblando con la presencia de los amigos del barrio: el Hormiga Piedrabuena; los trillizos Pedro, Pablo y Pier; Johnny Naranjo; Calinche Gallegos; entre otros sujetos de todos los tamaños, formas y colores. 

Un chico rubio, de mediana estatura y espalda ancha, apodado “el Rengo”, porque tenía la zurda de palo (literalmente), llevó la pelota con la que se disputaban los encuentros. Un intento de balón hecho de una gallina muerta inflada a todo pulmón por él mismo, que adquirió forma de esfera, recubierta de papel aluminio y, sobre eso, unos cartones pentagonales negros y blancos pegados ridículamente con saliva.

El esférico se colocó en el centro y comenzó el “pan duro y queso vencido”, una versión del “pan y queso” que tenía más relación con los alimentos que ingerían a diario. Las canoas de talle 56 que llevaba por zapatillas el Patón Cerdeña vencieron con dos pasos a Juanchi Colombardi, no sólo pisándole el pie, sino también, destrozándole el tobillo.

La elección de los equipos fue muy rápida; tantos viernes de fútbol sin interrupciones habían evidenciado la calidad de cada uno, la cual, en una escala del 1 al 10, ninguno pasaba del 2.5, siendo generosos. Yendo desde lo más deplorable a nivel técnico, con Nahuelito Roca; peculiar individuo que iba a jugar sin camiseta y se había dibujado el número 10 en la espalda utilizando un marcador barato revivido en alcohol, hasta la cima de lo desastroso al momento de la definición, con el Tuerto, que quería dedicarle goles a su supuesta novia, pero no batía ni a un arquero de metegol con las piernas partidas.

Los equipos fueron conformados siguiendo la única condición de siempre: los trillizos en el mismo bando; “no podemos estar separados” -decían al unísono-. No obstante, por alguna razón, había quedado un lado de 5 y el otro de 4. Fue ahí cuando se dieron cuenta: faltaba Julián; el mejor jugador, el único que paraba la pelota sin que le rebote a 7 metros, el 2.5 en esa escala del 1 al 10, aquel que, vistiendo sus bermudas ajustadas con cinturón a la altura del pecho, podía realizar un amague sin hacerse un nudo doble con las piernas.  

- Me avisó que llegaba más tarde -dijo uno-. Está almorzando con su tatarabuela.

- ¿Almorzando? -preguntó otro- ¿No viste la hora que es?

- Antes del almuerzo, Abu Yaya da las gracias por la comida en una plegaria que se extiende por más de seis horas -le respondió-.

- ¡Seis horas! -exclamaron todos, llenos de estupor-.

- Un minuto de agradecimiento por año de vida -les explicó el otro.

Lo cierto es que Abu Yaya era lo más cercano a un fósil viviente; hacía casi un siglo que había enterrado verticalmente a su esposo en un ataúd de cartón en el patio de su casa.

- Que juegue tu novia en su lugar, Tuerto -propuso el Rengo-.

- No, no. Esperemos un poco más -se opuso él, viendo que ponían en riesgo su plan para ser la envidia del grupo.

- Sí, yo juego -dijo la chica, que, una vez terminado su helado de agua, comprendió que no iba a tener otro entretenimiento-.

Su primo, frustrado, tuvo que ceder a la opinión mayoritaria y, de mala gana, se fue a colocar en su posición.

Los arqueros, en los arcos; uno, hecho mediante las dos partes de un palo de escoba roto clavadas en el suelo, y el otro, conformado por dos manzanos cuyos troncos tenían forma de banana, uniendo sus copas en el centro para ser usado de travesaño. Éste era denominado “el arco de Newton”, porque cada vez que la pelota golpeaba en aquel singular travesaño, el arquero recibía el impacto en la cabeza de alguna que otra manzana que caía de arriba.

Los jugadores, en sus posiciones (nada respetadas durante el transcurso del juego), un defectuoso silbido de Johnny Naranjo con los dedos en la boca, y comenzó el partido.

 

Julián Ombapamba acababa de tragar de manera forzosa el último bocado de su quinto plato de estofado de ciervo y, preso de un calambre en las piernas luego de tantas horas sentado, y un dolor estomacal propio del que ha comido para no despreciar las desmesuradas cantidades que le servían una y otra vez, se levantó de la mesa y, con un beso en la mejilla, despidió a su tatarabuela, que ya estaba ofreciendo servirle otro plato.    

- No, abu. Por hoy, estoy bien. Gracias. -respondió franqueando la monumental puerta de acero que contrastaba con el aspecto precario de la casita.

Abu Yaya siempre había sido temerosa de los robos. Tanto así que, además de hacer construir esa puerta, selló las ventanas, ¡y tapó la chimenea!, siendo capaz de vivir asfixiada por el humo para no darle el gusto a los delincuentes de entrar en aquel hogar, donde almacenaba dentro de un vasito de cristal, la pasmosa suma de cinco centavos, un alfiler y dos boletos de tren con destino al poblado de Colinas Tristes. 

El chico llegó con serias dificultades a su casa; la bermuda subida hasta el pecho a punto de explotar y un mareo producido por el picante de la salsa del estofado que lograba despeinarle el flequillo. Se quitó los zapatos de plástico duro y sacó del interior de su colchón agujereado por las ratas sus clásicas zapatillas; calzado que había heredado de su padre y sólo era apto para el valiente que soporte su olor.

Observando las palomas que comían despacio las hojas lilas de los frondosos árboles del barrio Calderón, Julían se fue trotando a la canchita, en donde seguramente, un puñado de amigos faltos de entendimiento para el dominio del balón estaban esperando su aparición, y con ello, algún destello de su talento.

 

El ritmo del partido había sido más intenso de lo normal. Resulta que Filomena jugaba mejor que cualquiera de los muchachos, aunque vale aclarar que no precisaba mucho. El problema era que, en su equipo, ninguno daba un pase decente, y, si bien los rivales no eran gran cosa, la conexión de los trillizos había dado sus frutos. Esto derivó en el desarrollo de un partido muy parejo y disputado.  

Luego de una hora jugando, el Sol se había ocultado, por lo tanto, hicieron una pausa para colocar unos frascos transparentes llenos de luciérnagas a los costados de la cancha; método de iluminación que el Hormiga se encargaba de llevar en su mochila.

Las acciones se reanudaron y siguieron jugando durante 12 minutos. Hubieran continuado con el enfrentamiento de no ser por una jugada que, con el marcador empatado en 9, cambió el curso del encuentro por completo: un pase aéreo de prima a primo, con el entendimiento de los que llevan en las venas la misma sangre; la pelota volando en el aire; el Tuerto, solo frente al arquero para rematar de cabeza. El tiempo se paró, eran sólo la pelota y él. Sintió el contacto del esférico acariciándole la frente, y luego, sintió otro contacto; sí, el de los nudillos de Calinche, que había salido a despejar con los puños, impactando de pleno en su rostro... ¡Penal clamoroso! 

El pobre joven del ojo emparchado quedó desmayado en el suelo y lo sacaron del área arrastrándolo como una bolsa de papas negras. Filomena, luego de hacer ese pase fantástico, concluyó que su tarea allí ya estaba hecha y se fue a clase de ajedrez.

Lo que todos se preguntaban era: ¿Quién iba a patearlo? ¿Quién tomaría la responsabilidad de algo tan decisivo?

En ese momento, vieron a lo lejos, en la oscuridad, la difusa figura de una persona que se acercaba trotando pesadamente por la Avenida El Barrial. Era Julián. Llegó a la canchita; no saludó, no habló, no emitió sonido. Lo único que hizo fue tomar la pelota con ambas manos, colocarla de forma cuidadosa al lado del trébol de 4 hojas que utilizaban como referencia para el punto penal, y tomar carrera haciendo 5 pasos largos hacia atrás...

Calinche Gallegos nada podía hacer ante tal convicción, no había chance de atajarle un penal a alguien con esa seguridad, la única oportunidad de que la pelota no ingrese era..., era que pase lo que pasó. Que el disparo pegue en el tronco curvado que usaban de palo, impactando con una fuerza descomunal que hizo temblar el manzano, rebotando de tal manera que el balón pase por encima del alambrado del patio de la Sultana, ante la atenta mirada de las anguilas eléctricas, y golpee la cabeza del perro-cocodrilo, el cual, lleno de furia, comenzó a... ¿ladrar? estruendosamente.

Como consecuencia del alboroto provocado por su mascota, la dueña salió encolerizada de su mansión del terror y persiguió a los muchachos del barrio Calderón por las lóbregas calles del poblado de Palmeras Muertas.

Mientras los chicos corrían desesperados, sintiendo la respiración de la vieja en la nuca y confundidos, después de ver el fallo garrafal de Julián, sólo se pudo llegar a una conclusión una vez a salvo: sin duda, le había caído mal el estofado.

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