jueves, 12 de noviembre de 2020

Menciones de honor Contate un Cuento XIII CATEGORIA C: jóvenes de 16,17 y 18 años

 

El ciego que  quiso dejar de  ver

Emilio Mammoli, alumno de la Escuela Evangélica Hotton de Zárate

 

Desafortunadamente yo era ciego de nacimiento, y aunque esto nunca supuso una dificultad para mí, yo deseaba ver. No sabía lo que se sentía y según el diagnóstico de los mejores oftalmólogos, jamás lo sentiría. Pero la simple idea de ver, de dar una imagen a los colores que en mi cabeza solo eran palabras, de vislumbrar aquellas obras de arte que se exponen en los museos, de ver mi rostro al espejo, era excitante. Mucha gente piensa erróneamente que los ciegos solo vemos un eterno escenario negro, pero no, nosotros podemos vislumbrar la nada inmersa en un mundo de una neblina luminosa, un eterno vacío, puede sonar extraño, pero así es. Pues somos los ciegos los únicos que podemos ver la nada, describirla y aceptarla.

Pero un gélido día de Julio, mi deseo fue oído por los ángeles. Al regresar de la iglesia, donde como todos los días rezaba con fervor para corregir mi condición, algo cambio. La densa neblina que se había posado ante mis ojos comenzó a disiparse dejando paso a grandes lamparones de colores indescriptibles para mí. Fue entonces cuando ante mí el mundo se mostraba. Y pude ver, vi los grandes edificios, los autos saturando las avenidas, la gente caminando en un frenesí, sin reparar en lo que las rodeaba. Llamando la atención lo menos posible, como un fantasma observé tímidamente todo lo que pasaba a mi alrededor. Como Bartimeo, por obra divina había comenzado a ver, estaba curado.

Decidido a ver todo lo que no vi durante tantos años me dispuse a recorrer la ciudad. Recorrí decenas de parques, visité hasta el último museo que encontré, caminé cuadras y cuadras por las atestadas calles, todo me era nuevo, mi estado de paroxismo era tal que cualquier cosa llamaba mi atención, hasta el más mínimo movimiento de la más insignificante ave.

Pero mientras caminaba vi unos extraños bultos en la entrada de lo que parecía ser un banco. Allí una mujer de mediana edad cuya dentadura se hallaba incompleta, pedía dinero con un niño en brazos, ambos envueltos en gruesas mantas. Esa escena me recordó a la fotografía de una escultura que había visto en un folleto de algún museo, se llamaba la “pasión de cristo”. Y si algo además de la postura tenían en común esas personas y la escultura, eran las expresiones de dolor y sufrimiento en sus rostros las cuales quedaron marcadas a fuego en mi conciencia. Pero lo más extraño de todo era el tono surrealista de la imagen, en la cual las personas que transitaban a su alrededor ignoraban a la pobre mujer, que casi en un estado famélico yacía mendigando. Era inconcebible como podía ser que esas personas no la ayudaran, ella estaba allí tirada, a la vista de todos, pero era como si nadie notara su presencia. Eso llamo poderosamente mi atención y ante la tristeza que me invadía decidí dejarle un billete y continuar mi camino.

Más tarde mientras me encontraba en una calle lateral, casi despoblada, vi ante mis ojos una débil anciana, con los cabellos blancos como la nieve y su cara marcada por el arado del tiempo, forcejando con un muchacho. Aquello era un robo. En vistas de la situación, tomé coraje y grité al delincuente, pero este ni se inmuto, por lo que me dirigí hacia donde él estaba, pero la violencia se apoderó de su cuerpo y a golpe de puño me derribó como cuando talan a un árbol en un bosque. Y ahí estuve durante varios minutos esperando una ayuda que jamás llegó, pues la anciana había desaparecido. Y tal fue mi sorpresa cuando al palpar mi bolsillo, note que mi billetera también.

Luego, mientras me recuperaba de la golpiza sufrida, observé con horror como un hombre gritaba a la que parecía su esposa mientras ella manejaba un viejo Renault gris. De su boca salieron los más aborrecibles insultos, incapaces de ser reproducidos. Esto era inaudito, ¿cómo esa mujer no se defendía? Al ver que nadie intervenía, fui yo quien intentó en vano dialogar con el hombre, pero este en un estado de enajenamiento total, levantó su dedo medio y lo mantuvo así por unos segundos. << ¿Qué significaba esa seña?>> me pregunté con la intriga propia de un niño pequeño, pero deduje que nada bueno y continúe mi camino.

Estaba anocheciendo y resolví  volver a mi departamento. Fue ahí cuando presencié la escena más horrorosa de depravación humana. En lo que parecía una calle cortada, 3 hombres violaban a una joven mujer. Era aborrecible, la mujer gritaba pidiendo auxilio, pero las pocas personas que caminaban cerca la ignoraban. Entonces mi paciencia colapsó, tomé una botella de vino que encontré tirada en el suelo, y con ella golpeé a uno de los atacantes. La botella estalló en mil pedazos creando una lluvia de pequeños cristales. Mientras el agresor herido yacía en el suelo los demás comenzaron a huir. Nadie les impidió el escape, todos iban compenetrados en sus asuntos. La mujer que todavía se hallaba conmocionada me pidió usar mi teléfono para llamar a la policía. Pero como yo no contaba con uno procuré pedir ayuda. Mientras gritaba con todas mis fuerzas, intentaba detener a las personas que por allí caminaban, pero la única contestación que recibí era una rotunda negativa. Al cuarto intento interrogué a la mujer cuya mirada se concentraba en la luminosa pantalla de su teléfono.

- ¿Por qué  no me puede prestar el teléfono? - pregunté con tono inquisidor

A lo que ella contestó – Porque no se lo presto a extraños, además no ve que estoy ocupada. – afirmó  la mujer restándole importancia al asunto.

Esa respuesta desató mi cólera, me resultaba descabellado que  no se conmoviera ante semejante situación, una persona había sido violada, y ella solo pensaba en “sus asuntos”, era inaudito. En un acto de furia le arrebaté el teléfono de las manos y se lo alcancé a la víctima de tan vil acto para que hiciera su llamado. Mientras oía los quejidos de la dueña del aparato, pensé << ¿será que la humanidad se perdió bajo un manto de insensatez? ¿Sera que realmente hemos perdido la humanidad?>> Fue entonces cuando la mujer tomó su celular de las manos de la pobre chica y se fue caminando, para perderse en la oscuridad de la noche. Eso confirmaba lo que medité durante gran parte del día y me había decidido a descartar en numerosas ocasiones. Habíamos perdido la humanidad, porque ser humano no es pertenecer a una misma raza o compartir información genética, lo que realmente nos hace humanos es la empatía, sentir con el otro, llorar junto al otro, ayudarlo. Somos esclavos de nuestras acciones y solo en ellas vemos reflejado nuestra capacidad de ser humanos, solo la solidaridad nos hará libres y  recobrará nuestra humanidad perdida. Pero me encontraba desesperanzado. Antaño, en mi mente las personas eran buenas, amables, humanas, pero mientras estaba ciego, mi incapacidad de ver el mundo tal como es, me llevó a idealizarlo. Fue al pensar esto cuando un dolor invadió todo mi cuerpo, no era un dolor por alguna afección física, sino era algo más profundo, era la somatización de mi conciencia. No podía soportar ver, aquello no era digno de ver, pues como dice el refrán, ojos que no ven corazón que no siente. Y así fue que volví a dirigir mis miradas al cielo en busca de un milagro. Fue entonces cuando mi vista se volvió a nublar y regrese a las luminosas tinieblas. No podía apreciar los colores, ni las obras de arte u otros lujos terrenales, pero mi conciencia estaría limpia. Prefería dejar de ver.

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