Solo otro lugar
Jorge Eduardo La cuadra – Córdoba
Hoy hablé con mamá. Está bien me dice, todavía un poco
desorientada, pero ya más despabilada. No le tiemblan las piernas me comenta,
ni se le duerme el brazo, y eso es muy bueno. Solo una sorda sensación en el
pecho, pequeña, como si le faltara algo valioso allí. Pregunta por el Bicho, si
lo están cuidando bien y si le ponen el platito con leche tibia, como todos los
días. Ella quería mucho al Bicho y lo extraña, se ve que ahí, del otro lado, su
memoria todavía busca esas cosas mansas y queridas, como acá, igual que acá,
aunque solo sea otro lugar.
Mamá dice que muchas gracias por el peinado, muy
prolijo y cómodo. No es bueno llegar a un lugar y mostrase desarreglada y con
las mechas sueltas, Pero hay algunas dice, que son impresentables. No entiende
que les ha pasado. Una debe ser mujer hasta en la indecencia, era una de sus
frases. La blusa también le gusta, porque tiene esas mangas amplias,
abuchonadas, que siempre te comentaba, y
es de color negro, que a ella le sienta bárbaro, aunque la haga verse mucho más
pálida. Y la pollera haciendo juego, larga hasta los tobillos, como corresponde.
Me dice que extravió el anillo de papá, que no sabe si lo trajo o se lo
sacaron. La carne más blanca en su dedo blanco se destaca, sobre el pecho
delgado, y trata de cubrirla con la otra mano.
También me pregunta por sus plantas, sabés que eran su
debilidad, jamás dejaría sus plantas para irse a otro lugar, ella siempre decía
así. No iba a ningún lado de visita porque afirmaba que nadie regaría los
malvones. Y sin embargo. Tengo miedo de decirle que los malvones y los helechos
se han secado un poco, y los amarantos perdieron muchas hojas. Se nota su
ausencia en el balcón, donde por las tardes ella tomaba sus interminables mates
dulces con biscochos de grasa, que al final le hacían tan mal en el estómago.
Ahora el Bicho es el amo de esas macetas y las despanzurra con placer,
usándolas de arenero. Hasta hay un pájaro masticado e insepulto debajo de la
Estrella Federal, cacería sonsa del viejo felino. Eso nunca se lo diría.
Me dice que todavía, en forma inconsciente, busca las
cajas de pastillas, no sabe el por qué, quizás la costumbre de su viejo cuerpo,
de sus blancas y delgadas manos. Esa tarea minuciosa de partir las pastillas
por la mitad y ponerlas en bolsitas dentro de las cajas, empresa ahora tan
rara, tan impropia y lejana. Dice que ya no tiene esa ansiedad que tuvo toda su
vida, de necesitar algo con desesperación o de aplacar los monstruos de la
noche. Mamá siempre tuvo miedo a los monstruos de la noche, por eso sus
vigilias, las madrugadas interminables, las pastillas, esperando a papá. Acá,
me dice, nunca es de noche, el tiempo, si es que hay tiempo, se extiende como
un crepúsculo indefinido, de color constante y fluir invariable, si es que se
puede entender eso.
Me cuenta ahora, de unas nubes prolijas, como de una
plácida pintura flamenca, que vagan por un cielo claro y sin estrellas. Le han
dicho que hacia el oeste, donde se dibujan unas incipientes sombras de montañas
o de cordillera, llueve o nieva, pero no se sabe con certeza. Ha visto llegar
desde allí, gente que parecía mojada, con la vestimenta mohosa y la piel muy
arrugada, como si hubieran estado sumergidos en un líquido demasiado tiempo. A
muchos les faltan los zapatos, o tienen uno solo. Algunos también llegaban
desnudos, con los pelos pegoteados sobre las sienes, como algas. Y eso que allí
ni siquiera hay agua, me dice, porque no hay sed. Me resulta sorprendente eso,
un lugar donde no existe la sed. Ahí está la diferencia me dice ella, no sufrir
la privación de algo que no se necesita. Y sigo sin entender.
Me cuenta, que donde está ella es solo otro lugar,
yermo y casi desolado, con suaves ondulaciones de un infinito césped, cortito y
blando, como una alfombra falsa que lo cubre todo. Un campo de golf
interminable y despojado. No hay árboles siquiera, ni pájaros, ni insectos,
nada, absolutamente nada, solo ese pasto, el cielo anodino y las nubes. Y eso
le hace extrañar más sus plantas. Alumbra ese paisaje un sol pálido como una
hostia de pan ázimo, olvidada bajo lluvia, en un rincón donde no llega jamás la
lluvia. Y sin embargo tampoco hay silencio, un murmullo indescifrable resuena,
constante y atiborrado. Como si miles de abejas gritaran juntas bajo ese sol.
Parece un lugar triste, le digo, decadente o
inevitable, dadas las circunstancias. Pero está toda esta gente, me dice mamá
explicándome, un montón de gente, cubriendo toda la extensión hasta donde se
puede llegar con la mirada. Las ondulaciones permiten observar que no queda
espacio por cubrir, y sin embargo siempre puede haber más gente, porque siguen
llegando. Como si fuera aquel un gran recital al aire libre, cubriendo toda esa
tierra. Solo unos pocos hablan o conversan, muchos están más desorientados que
ella. Casi todos están de pie, muy pocos arrodillados, los que lloran o quizás
rezan. Algunos caminan entre la multitud y preguntan, buscan parientes, amigos,
hijos, celebridades. Se indaga bruscamente, solo lo preciso, se dan señas, se
nota que no hay mucha confianza, también allí puede haber un enemigo o un
asesino.
Hay tanta gente, me dice mamá, que al final todos resultan
desconocidos, tantos rostros que marean. Pero uno se acostumbra, dice, de ver
la misma expresión en todos, no ya de sorpresa o resignación, tal vez solo de
espera. Como la gente que aguarda en la sala de transbordo de una terminal de
ómnibus o un aeropuerto. Con una diferencia, allí nadie tiene equipaje, solo
las manos vacías, los bolsillos vacíos también.
Ahora te cuento lo malo, me dice mamá. Hay gente
lastimada, de muy mala manera, con heridas muy feas. Muchos no parecen darse
cuenta de tenerlas, otros se miran y se revisan introduciendo sus dedos entre
los labios de piel desgarrada, palpando cavidades y huesos rotos. La sangre es
negra, no como en las películas me dice, que siempre es roja. A mamá le
encantaba ver esas películas policiales, de muchos tiros y persecuciones de
coches. Y es por eso me dice, que están despeinados, la mayoría de los que
tienen traumatismos, están despeinados, vaya a saber por qué dice eso. Quizás
por descuido o por las prisas parecen abandonados.
Lo peor son los niños, me dice casi en voz baja, tan
quietos que parecen estar dormidos. Incomoda verlos tan apocados, tan poco
niños. Incomoda en algunos ver los moretones o las marcas en los cuellos. Uno
no se acostumbra a esas cosas, dice mamá. Son tan pequeños, parecen muñecos de
colección, con sus ropitas a medida y sus pijamas preferidos, eso sí es malo,
muy malo, ver pijamas con sangre negra y olvidada. Ver las niñas con sus
vestidos recién estrenados, que no pueden jugar, que lo miran todo y sin
embargo no ven nada. Pupilas perdidas en la distancia.
Me dice que es una suerte que la sangre no se distinga
en su hermosa blusa negra. Se disimula tan bien. Y agradece el cuello alto que
cubre su piel pálida y las costuras que muerden bajo él. Siempre mantuvo la
compostura incluso antes las mayores adversidades, madre al fin. Lamenta haber
perdido el anillo de oro, ¿o se lo quitó papá? No recuerda, parece haber
transcurrido tanto tiempo, en un lugar donde no existe el tiempo. Sus blancas
manos forman un nido pequeño, la una sobre la otra, cubriendo la herida
inexorable que atraviesa su inmóvil corazón.
Hoy hablé con mamá, está todo bien, me cuenta que ha
estado buscando a papá, no con urgencia o con ansiedad, ahora sin las
pastillas, pero si con muchas ganas de verlo y explicarle algunas cosas. Y
contarle sobre el Bicho, que los debe estar extrañando y de las plantas
también. Está segura de que anda por allí, cerca nomas, como estuvo siempre, a
pesar de los desaciertos, a pesar de las diferencias. Caminando entre millones.
Son temas de ellos, sabés, como se decía antes. Hay un mundo de preguntas que
quedan sin respuestas cuando uno parte para no volver.
Busca entre los miles de rostros y mide las infinitas
espaldas, buscando la espalda ancha de papá. Ella siempre elogió la espalda de
papá, y su fuerza, la reconocería entre miles, si la viera. Y si viniera de
frente, lo miraría a los ojos, buscando ese amor incondicional y rabioso que se
llevó la bala que floreció su sien. Mamá me dice que lo extraña, a su manera,
que días malos los tiene cualquiera, y yo quisiera decirle que está equivocada,
horrorosamente equivocada. Me callo para no dejar de escucharla. En ese otro
lugar, tan inmenso y tan calmo, papá también debe estar buscándola, quiero
creer eso, para pedirle perdón.
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