El maquinista
Fabiana Nélida
Moyano – alumna de E.E.P.A N° 702
El maquinista ha vivido toda una vida en las
vías, ya no recordaba cuando no lo era. Una vida lejos de su hogar, otras veces
cerca, pero siempre en las vías. Había tenido bellos viajes con lluvia
deslizándose sobre el vidrio de su vagón y otras, fuertes vientos como rugidos
de león. En ocasiones había escuchado el ruidito de la brisa moviendo las hojas
de árboles cercanos y otras el granizo dando a los techos de las casas que
pasaban velozmente por la ventana del tren. Había visto muchos paisajes, llenos
de arco iris que brillabann en el campo o se ocultaban en la ciudad. Había contemplado
el verde de los prados, el amarillo, el blanco; en fin las cuatro estaciones
pasar por allí. Pero la que más le gustaba era la primavera, la que colmaba los
cuadros de flores y perfumes. La que hacía que el sol brillase temprano y los botones
de las plantas comenzaran a renacer otra vez.
Cuántas
veces había pasado el maquinista por aquella estación, siempre con dos
bocinazos avisando su llegada y con tres su pronta partida, saludando al partir al caballeroso Don Rufino, el que se encontraba en la parada
veintitrés. Este le respondía con una mueca sonriente y agitando su boina
grisácea estirando su brazo de par en par. Año tras año habían seguido ese
ritual, parecía que Don Rufino pertenecía a la parada y ella no existía ya sin
él. Y aunque no había dialogado más que con sus saludos, sabía que Rufino era
una buena persona. Lo había visto desde las ventanas de su máquina correr a
ayudar a los demás, con sus bolsos, con sus cargas, devolver algo que encontró.
Lo había observado consolar a los niños que despedían a sus padres al irse a
otros pagos a trabajar. Había escuchado
sus silbidos que entonaban diferentes canciones y su sonrisa blanca y vivaz,
tenía siempre buen humor.
Pasaban
los años y allí estaba Rufino ya no era parte de la estación veintitrés, es
ella. Pero un día de esos en que todo estaba bien y sin embargo en el interior
se sentía que algo sucedería, el maquinista como de costumbre, con dos
bocinazos anunciaba su llegada a la parada. ¿Pero dónde está Rufino? ¿Dónde
están su sonrisa blanca y el agitar de su boina por el aire al compás de sus
silbidos? ¿Le habrá sucedido algo? ¿Se habrá trasladado a otro pueblo? El
maquinista pensativo deseaba no partir para aclarar sus preocupaciones. Pero su
horario marcado por el reloj y la rutina implacable, no le daba tiempo ni a
preguntar, ni a indagar por Don Rufino, “su amigo” de la estación veintitrés.
Sonaron los tres bocinazos que anunciaban la partida, pero esta vez parecían
dagas que atravesaban su pecho, no quería alejarse, deseaba averiguar qué había
sucedió. Ahora, en este instante hubiera querido dejar su profesión, poder
convertirse en investigador, poder llegar a saber más de Don Rufino. Temía que
algo le hubiese pasado, que nunca volviera a reencontrarse, se arrepentía de no
haberlo conocido más. Así, lleno de nostalgia e incertidumbres partió a la
próxima estación.
El
maquinista continuó su viaje, el sol brillaba potente sobre la colina, las aves
cruzaban el cielo como si fuera una compañía de danza, turnándose para avanzar.
Antes,todo aquello, lo hubiera maravillado, pero ahora su corazón no le
permitía alegrarse, extrañaba a aquel conocido, a su compañero de la estación.
Ya habían
transcurrido meses y ni noticias de Don
Rufino, nadie sabía nada. ¿Cómo es posible que se fuera sin despedir? Las dudas
invadían su imaginación. Había creído que aún sin cruzar grandes palabras eran
amigos, acompañados por el mismo amor a la estación, a los viajes, a las
máquinas y tal vez a las personas que desfilaban por allí.
Ya habían
pasado varios meses de aquel último saludo, si hubiera sabido que era el último
habría corrido a su lado a preguntarle sus anhelos, a escuchar sus
experiencias, a invitarlo a su hogar. Pero ahora ya no era posible, cada vez
que se acercaba a la estación veintitrés cerraba por un momento sus grandes ojos
color café, y contaba hasta cinco. Este era otro ritual, quizás para reemplazar
al del amigo que ya no veía. Sin embargo por más que se esforzase y lo hiciera
varias veces, nada parecía cambiar. Don Rufino no aparecía, ni noticias de él.
Ya había preguntado por él a otros empleados de la estación, a su jefe, pero no
sabían dónde estaba. Sólo había podido averiguar, que faltaban poco más de dos
años para su jubilación. Apenas eso pudo conocer, un retazo de información que
no le permitía imaginar lo que había
sucedido. ¿Es que sólo él notaba su presencia? ¿No había nadie más? Todos estos
años y un maquinista al pasar parece que supo más de Don Rufino que los
habitantes de aquel lugar.
El
maquinista siguió de parada en parada, pero nada lo emocionaba. Su familia por
las noches lo veía regresar con su cabeza gacha y sin hablar. Estaban
preocupados, nada parecía avivar sus
emociones. Se mostraba muy triste y sin ganas ni siquiera de viajar. Ya no
sabían a quién consultar, su esposa, su hermano, su hijo, su padre, hablaban
con doctores sobre esta situación. Ellos no entendían que para el maquinista
Don Rufino no era aquel simple señor de la estación, era su compañero, su amigo
de esa otra vida. Quizás porque compartían las mismas pasiones, pero ahora ya
no estaba. Y de repente toda su vida pasó por su mente, se sintió identificado
con Don Rufino. ¡Tantos años de trabajo, de ofrecer su tiempo, su amistad, su
ayuda a los demás! ¿Y si le pasaba como a él? ¿Si de un día para otro nadie
notaba que ya no estaba? ¿Y si pasaba por el mundo sin dejar la huella de su
existencia? Ahora todas esas preocupaciones que pensaban eran para otro tipo de
personas, llegaron como un mar embravecido e impetuoso sobre él también.
El
maquinista nunca había faltado a su trabajo, todos los días había ido con
alegría pero ahora nada lo entusiasma. Su familia ya no sabía qué hacer, tenía miedo
de que se enfermase aún más. Ya había bajado mucho de peso y ni lo escuchaban
sonreír. Y aunque seguía trabajando, todo le parecía una carga, más grande que
las que había visto a través de los años cargar en los vagones de su tren.
Pasaban ante
sí una parada tras otra y se acercaba el momento de la estación veintitrés. Ya
ni siquiera quería cerrar los ojos para apurar el deseo de encontrar una vez
más a su amigo. No lo haría esta vez. Pero de repente un joven llegó a los
apurones, ansioso, chocando con sus piernas y brazos contra los pasajeros
inmóviles. “-Tengo una carta para usted, no se vaya señor, usted, sí, el maquinista”- Pero ni siquiera volteó
para ver de dónde venía esa voz, no le interesaba. Como si fuera una máquina,
sí, una máquina que ejecutaba órdenes, como la que por años manejó, siguió su camino
a la próxima estación.
Transcurrieron varias semanas más, y la situación empeoró. El maquinista
ya no tenía ánimos para viajar. Pero como debía cuidar a su familia, asistía
cada día a su trabajo, puntual como siempre. Otra vez llegó a la parada de
Rufino, sus ojos se empaparon de lágrimas y nostalgia. Sabía que su amigo no
vendría a saludarlo. Pensó que el tiempo lo curaría, como todos dicen que lo
cura todo…también lo haría con él. Sin embargo eso no pasaba. Su tristeza
continuaba persistente cada día de su vida.
Ya se
retiraba de la estación veintitrés resignado a proseguir el recorrido, cuando
el joven aquel volvió corriendo esta
vez, a los empujones, abriéndose paso entre los pasajeros sorprendidos y
ofuscados por sus codazos y gritos. “-Espere, usted, señor, sí, usted, el
maquinista”- No tenía ganas de quedarse siquiera a preguntar, pero esta vez
algo dentro suyo fue como si le dictara lo que debía hacer, quedarse un rato
más. Aquel joven apresurado y risueño, le entregó un sobre y amablemente le
dijo: “-es para usted, no lo rechace por favor, mi abuelo me lo ha enviado
especialmente para usted”- y se fue corriendo velozmente alegre por haber
cumplido su misión.
Cuando el
maquinista tomó al sobre entre sus manos, sus piernas le temblaron de emoción
¿acaso sería lo que él pensaba? No aguantó más, de una vez rompió rápidamente
el borde superior y leyó las primeras líneas: “para mi único y gran amigo el
maquinista de la estación veintitrés”. En ese instante exhaló un gran suspiro,
el color volvió a su rostro. No se había equivocado Don Rufino era su amigo,
ahora lo confirmaba. Siguió leyendo y comprendió la rapidez con la que debió
irse. Estaba en el pueblito de su nono, de donde había llegado hacía mucho
tiempo, desde Italia. Un primo lejano lo había localizado y enviado el pasaje
para volar hasta allí. No le quedaban muchos días de vida y quería reunirse con
todos sus parientes. ¡Qué alegría la del maquinista! Su amigo había prometido
no olvidarlo y le enviaba muchos cariños.
Ese día, de
regreso a su hogar el maquinista observó el más bello atardecer y los mejores
sonidos de las aves que jamás había escuchado. De nuevo podía volver a disfrutar
de cada pequeño detalle de la vida. No se había equivocado, tenía un amigo que
conocería cada vez mejor. Y así fue que cada dos semanas llegaba a la estación
veintitrés un sobre con postales de lugares hermosos. Y junto con ellas la promesa de reunirse en viajes
posteriores con la familia. Además siempre terminaban con una dedicatoria en
letras grandes: PARA MI GRAN AMIGO EL MAQUINISTA.
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