Mi padre solía tocar el violín por las noches
Emilia Lucia Gurisatti, alumna del Colegio Nacional de
Buenos Aires
CABA
Mi padre solía tocar el violín por las
noches. Recuerdo que después de cenar
sacaba su estuche del
armario y lo abría con extremo cuidado, siempre deseaba
que ninguna cuerda se
hubiese roto, siempre quería que se encontrase en el mismo estado que el día
anterior. Yo lo veía tomar el arco, con
mucha delicadeza, ajustaba las cerdas, les pasaba resina, soplaba las sobras del
polvillo; todo a su debido tiempo. Lo dejaba en la mesita de luz, en el sillón
o en el escritorio. Desabrochaba el violín y lo sacaba con esperanza, como si
fuese su más preciado tesoro. Tenía un trapo viejo y descolorido que pasaba por
debajo de las cuerdas, acariciando la madera. Luego colocaba el soporte, nunca
supe cuál era su función. Le ponía el afinador y pasaba el arco suavemente por
las cuerdas, movía un poco las clavijas y lo volvía a dejar.
Mi padre solía ver si yo estaba dormida
antes de ponerse a tocar. Recuerdo
que luego de escuchar
cómo afinaba, yo me alejaba de la puerta entreabierta y me
metía en la cama. Lo
veía acercarse, me besaba la frente, cerraba las cortinas,
apagaba las luces. Se
dirigía a la puerta y, antes de salir de mi habitación, me
echaba una última
mirada. A veces sentía que me guiñaba el ojo, o que me
dedicaba una sonrisa
cómplice. Me levantaba de nuevo al escuchar la primera nota,apenas la puerta y
me sentaba a espiar.
Mi padre solía empezar con un Sol. Recuerdo
que siempre hacía una escala
para calentar, pero
ese Sol era más que una nota. Cuando el Sol era largo, yo
suponía que me decía
que su día fue hermoso, a veces lo acompañaba de un
vibrato. Cuando el
Sol era corto, me decía que no hiciera preguntas, que algo malo había pasado.
Mi padre solía comenzar su concierto con
música clásica. Recuerdo que le
gustaba mucho tocar
Beethoven, cuando empezaba con la quinta o la novena
sinfonía quería decir
que tocaría por un buen rato. Cuando tocaba Mozart o Bach
significaba que no
tenía mucho tiempo. Pero con Schumann, Chopin o Wagner
tocaría lo que el
alma le permitiese. A mí me gustaba Tchaikovski, pero nunca supe qué
significaba que empezara con el Lago de los cisnes o Las estaciones.
Mi padre solía tocar un poco de tango y a
veces vals. Recuerdo que me
asomaba para ver su
cara, tocaba como si las notas les salieran del corazón.
Cerraba los ojos y
disfrutaba. Cuando tocaba Gardel o D’Arienzo me felicitaba por
mi comportamiento
durante el día, entonces yo le hacía una sonrisa burlona, que
pocas veces él veía.
Cuando tocaba Strauss sabía que me había metido en
problemas, entonces
me corría un rato de la rendija y esperaba a que terminase la
canción, mientras
pensaba en cómo disculparme.
Mi padre solía despedirse con rock clásico,
el de su época. Recuerdo que
bailaba y se movía al
tocar. Cuando tocaba Queen, al día siguiente
desayunaríamos café
con leche. Cuando tocaba The Beatles, me quedaba toda la noche pensando de qué
gusto prepararía galletitas. Muy pocas veces tocaba Elvis, ninguno de los dos
añoraba una chocolatada. Tocaba la última nota siempre más larga que las demás,
como despidiéndose del violín. Pero, además, quería que yo me metiese en la
cama nuevamente. Por eso nunca pude ver cómo guardaba el instrumento, siempre
supuse que lo hacía con el mismo cuidado y esmero con que lo sacaba.
La última noche, mi padre sacó el violín sin
mucho esfuerzo. No le puso resina, no lo afinó. Esperé en mi cama un rato, pero
ni siquiera dirigió la vista a mi habitación. Cuando escuché el Sol fui a
asomarme por la rendija, el sonido fue tan corto que no lo alcancé a ver.
Eligió empezar con Sinfonía N°40 de Mozart, pero a pesar de sus cejas caídas,
la melodía sonó tan hermosa como siempre. Al finalizar tenía un presentimiento
de que tocaría Gardel, aunque me había
portado bien,
optó por olvidarse
del tango y del vals. Tomó una partitura y el sonido de un minuet de Bach llenó
la casa. No la tocó como la anterior, permitió que la tristeza lo ganara y dejó
la canción por la mitad. Sentí entonces que lo mejor era que me fuese a dormir.
Esa mañana no hubo desayuno. Supe desde un
principio que algo malo
sucedería, mi padre
estaba pálido. Sin embargo, traté de respetar el Sol corto, por lo que seguí el
día normalmente. Cuando llegó la noche, me preparé en la puerta
entreabierta para
verlo abrir el estuche, ajustar las cerdas, pasarle resina al arco y
escuchar las dulces
melodías que tenía preparadas para mí. Pero eso no pasó. Una parte de mí ya se
lo esperaba. Me paré en silencio. Caminé hacia el armario, saqué el estuche y
lo abrí con extremo cuidado, deseaba que ninguna cuerda se hubiese roto, como
mi padre solía hacerlo, pero el violín
ya no estaba allí.
El cuento es de una gran belleza y sensibilidad. La trama y los personajes podrían ser parte de un guion cinematográfico. Como todo final de cuento corto, es abierto e impactante. pero para mí, la ausencia es la representación simbólica de la muerte. Que no estará nunca más...
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