El increíble
vuelo del Pulqui
Gustavo Loza –
Balcarce
Lunes, 3 de marzo de 1975
La orden había sido clara, precisa y contundente:
debía ir a hacer los mandados. A eso de las ocho y treinta, luego de haber
dormido muy tenso porque era el día más esperado, me desperté distinto.
Comenzaban las clases por primera vez en mi vida. No dejaba de pensar que este
sería “el gran día de mi vida”.
Esa mañana mi mamá me había encomendado las compras,
debía ir al almacén y traerle todo lo que ella quería. La costumbre familiar
señalaba que lunes era sinónimo de “puchero”, pero vaya a saber por qué mamá
había cambiado de menú. Debo aclarar que el tuco siempre le salió riquísimo y
que era indudable que sabía a tuco de italiano, a salsa de gringa.
Según cualquier libro de cocina, un “puchero” es una
comida de fácil preparación, pero tiene sus secretos. Sobre todo, si queremos
que la sopa sea agradable, rica al paladar. Según las manos expertas, llevaba
zapallo, papas, batatas, zanahoria y carne vacuna o de gallina, según las preferencias.
Luego de hora y media o quizás dos de hervor, se apelaba al dicho “listo el
pollo y pelada la gallina” y se arrancaba por degustar de prepo el nutritivo
caldo comúnmente llamado sopa.
Lo cierto es
que tomé papel y lápiz y antes de las nueve ya tenía la lista de compras
escrita por mí, con una grafía acorde a un pequeño de seis añitos. Era la letra
que yo podía entender, porque a mi madre no le descifraba nada de lo que
escribía. Al dictado pude escribir: una lata de tomate la Campagnola, cebolla,
ají, pan (un kilo, porque en casa éramos tres chicos) y una caja de fideos
Vizzolini de 500 gramos. ¡Recuerdo que no podía cambiar los productos indicados
bajo ninguna premisa!! No se aceptaba otro tipo de marca de fideo, o de tomate;
decía (y hoy en día sostiene lo mismo) que el uso de tal materia alimenticia
asegura el gusto y el sabor de la comida. ¿Será…?
La cuestión que bolsa de plástico y libreta en mano me
fui para el almacén, y mientras tanto, iba pensando con quién me sentaría en la
escuela, que no conocía a nadie, quién sería mi maestra, qué dibujo haría en la
portada del cuaderno y no sé cuántas tonterías más. En apenas cinco minutos ya
estaba en el almacén (yo no sabía que todas las palabras que comienzan con “a”
o “al” son de origen árabe). Ingresé y había dos señoras muy altas, de pollera
tubo y camisa liviana, de esas madrugadoras que realizaban sus compras y se
tardaban bastante.
Mientras tanto
yo había escuchado que una de ellas se llevaba la única caja de fideos
Vizzolini. Uffffffff, pensé; mi mamá me va a matar si no le llevo los fideos
que ella quiere…. La cosa es que esperé un buen rato y mientras tanto miraba
una y otra vez las latas de masas que tenían palmeritas y anillitos. Llegó mi
turno y comenzaron a atenderme. Yo relojeaba la estantería de los fideos y veía
que no había los que figuraban en mi lista. Pedí el tomate, me pesaron la
cebolla y el ají y al momento de despacharme los fideos se escuchó el ruido de
una chatita: un Rastrojero verde con una inscripción en la lona que decía la
misma marca de fideos que le pedía al almacenero. Pude deletrear una palabra
larga que coincidía con la última de mi lista manuscrita: “Viii – zzooo – liii
–ni”
-Ahhhhh, ¡qué justo, mira quién llegó!!! - dijo el Sr.
Almacenero con un dejo de satisfacción-
Y en ese instante, entró un Señor muy alto, de caminar erguido,
camisa, pantalón de jean, peinado para atrás, con anteojos de sol, que
parecía el dueño de la empresa Viii – zzooo – liii - ni y que le preguntó al almacenero
qué le bajaba…Era una conversación entre grandes. El ruidoso Rastrojero estaba
en marcha y por lo visto era costumbre dejarlo con el motor encendido. Yo
pensaba: o hacía muy rápido su trabajo o bien tenía mucho dinero porque no le
importaba gastar gasoil.
-Bájame uno de sopa, tres mostacholes, un codito y…una
caja de Vizzolini.
Por suerte, me
invadió un estado de relajación, porque me fui para mi casita contento porque
había podido cumplir con todo lo que me había pedido mi madre.
Ese lunes de sol era el primer día de clase, y eso sí
que era importante. Los útiles los habíamos comprado el viernes anterior, un
cuaderno Gloria de 48, una cartuchera, lápices, una pluma, tinta, secante y una
escuadrita. Todo había quedado asegurado en una especie de caja fuerte de
entonces: una “cartera” o maletín de cuero, muy pesado. Pero mi alegría era
infinita, tenía todo lo necesario como para poder aprender en la escuela.
Los tallarines estuvieron exquisitos, un tuco que ni
les cuento; 12:35 en punto me levanté de la mesa rumbo al baño, dientes, mano y
a ponerse el guardapolvo que lucía inmaculado, no sólo porque era nuevo, sino
porque escuché que se le ponía un producto que lo llamaban Plastitel. Parece que,
en la antigüedad, es decir, cuando yo era chico, “planchar” era un arte.
Entonces para que las prendas quedaran perfectas, en referencia a sus formas,
se les aplicaba en ese momento un producto químico –apresto- que ayudaba a
dejar la ropa muy linda, esto es tiesa, firme. En consecuencia, al ponerme el
guardapolvo quedé duro por los efectos químicos y caloríficos de la plancha
sobre la ropa. Mi remera blanca y el
guardapolvo parecían hechos de yeso. Era una especie de Robocoop de los años
70.
Cerca de las trece, salimos para la escuela, hacía
calor. He descubierto que los veranos en estas zonas son terribles, pocos días
lindos en enero y febrero y después en marzo vuelve las temperaturas con todo.
Con mi mamá y hermano menor nos fuimos caminando hasta la escuela y antes del
primer escalón junté coraje y adentro. Tres escalones y ya estaba en el centro
del saber. Una maestra, una señora con guardapolvo celeste nos sonreían y nos
daban la bienvenida. Las recuerdo con una sonrisa bien grandota, labios carmín,
raros peinados nuevos, y los guardapolvos que tenían algo parecido al mío. Para
mí que le habían echado eso que le ponía mi mamá, porque las veía muyyyyy
tiesas, pero sonrientes. Yo no me cansaba de inspeccionar todo con la vista: en
la entrada un mural pintado y alguien lo había garabateado en el extremo inferior,
las luces, el cuadro de un Señor con gesto de seriedad. Recuerdo que había olor
al combustible que vendía el turco que repartía Kerosene en el barrio. Eso era,
había olores varios, pero se destacaban el aroma del producto que usaba mi mamá
al planchar, más olor a kerosene y también al inconfundible perfume “Siete
Brujas”, que debo confesarles que al escuchar ese nombre me daba miedo. Yo me
imaginaba que había brujas en el pueblo y que encima se ponían perfume.
Súbitamente se escuchó el tañido de la Campana y
amablemente nos condujeron hasta el patio de la escuela. Era un enorme lugar,
con algunas particularidades: un enorme árbol de nueces en un cantero, una
construcción que decían que allí había una caldera, una hermosa campana de
bronce y un pilar con una canilla que indudablemente servía para calmar la sed
de los párvulos de aquel entonces.
Exhaustos por el calor, las Señoritas nos hicieron
formar bajo los efectos de Febo. Yo no paraba de mirar los portafolios de los
otros chicos; había de los modelos más extraños. Pero prevalecían el que tenía yo, lleno de precintos. Sin
embargo, había otros más revolucionarios que tenían cierre. La cuestión fue que
en apenas unos instantes estaría por pasarme la anécdota más sorprendente que
haya vivido un pequeño de seis años.
Varias de las madres atosigadas por el sol de la
tarde, ya habían partido para seguir con sus cosas de la casa. Les recordaron
que debía estar a las cinco en punto para retirar a sus pequeños hijos, y les
repitieron que deberían tener puntualidad inglesa.
Una de las maestras se notaba que había ido a lo de la
“gallega” que iba mi mamá. Esta buena Señora le hacía cosas a mi madre en el
pelo; recuerdo que la metía en una especie de plato volador o tubo que hacía un
ruido bárbaro y que después de unos minutos salía con el pelo seco. A la orden
de otra Señora de blanco se tocó por segunda vez la campana y nos hicieron
“formar”. Esta actividad consistía en ponernos uno detrás del otro y tocarle el
hombro al compañero de adelante y luego quedarse como soldadito mirando hacia
la galería que daba a los baños-
Para mi sorpresa, como yo era de los más altos, pude
mirar todo el espectáculo. Frente a los grupos de escolares acalorados
aparecieron tres señoras grandes como mi abuela. Curiosamente, tenían esos raros peinados nuevos, guardapolvos blanquísimos, bien esbeltas. Se presentaron como la Sra. Directora,
Vicedirectora y Secretaria de la Escuela. Todos las aplaudimos; se entonó esa
canción que comienza con “Oid Mortales” y luego sucedieron una serie de
discursos que no sólo daban la bienvenida, sino que aceleraban el calentamiento
global de nuestras cabezas. Las palabras se sucedían como los temas en un disco
de pasta, y las Señoritas nos dejaron poner en el piso los portafolios que a
esa hora pesaban como el ancla de un barco.
Pero mientras escuchaba aquellos inolvidables
discursos del saber, pude divisar a algunos amiguitos del barrio, otros que
vivían sobre la Avenida, al hijo de unos de los mecánicos de la calle 27 y al
coprotagonista del suceso inolvidable.Y digo inolvidable porque este buen
muchacho, aficionado a los aviones supersónicos tenía en su mano derecha un
avioncito de papel que con seguridad habría preparado en el seno de su casa.
Ese avión era perfecto en sus dobleces y estoy seguro que planearía como ningún
otro.
El I.Ae. 27 Pulqui
fue un avión a reacción (Supersónico) diseñado y construido en Argentina
hacia 1947. Fue el primer avión de este tipo en fabricarse en Latinoamérica, y
el noveno en todo el mundo. Fue un logro de la ingeniería argentina y ese
avioncito de papel tenía cierto parecido.
La verdad es que este chico en medio de las solemnes
palabras de la directora de antaño, me miró, yo lo miré y nos entendimos
perfectamente. Un pacto secreto se había concertado bajo los rayos del
equinoccio de marzo, del sol escolar y estaba a punto de concretarse.
Aparentemente de habilidad diestro este chico de Cuarto Grado, alumno de una
tal Señorita Chichina, eyectó de su mano aquel prototipo de papel hacia donde
yo estaba. Al parecer, tuvo tanta, pero tanta precisión que su Drone del año 75
no levantó vuelo y llegó “silenciosamente” hasta mis zapatitos de cuero recién
lustrados. La Señora que custodiaba el rebaño de primer grado no alcanzó a
percibir aquella proeza aeronáutica.
Fue entonces, cuando me agaché y decidí devolver el
supersónico. Derecho para la pluma, el lápiz y el fútbol, enseguida me di
cuenta que yo no era el dueño de ese tecnológico objeto, así que lo tomé
firmemente con mi mano izquierda, tomé un poquito de aire y le di un impulso
tal que se elevó por encima de los grupos de segundo y tercer grado, pensando
que llegaría hasta la fila de cuarto donde estaba su verdadero dueño.
Generalmente, el patio de una escuela, por más grande
que sea, es un lugar al que no le entran corrientes de viento. Pero justo en
ese instante, en que yo tiraba el avioncito, llegó una correntada de aire que
ayudó a remover las cortinas de los salones y a refrescar a los pequeños, pero
también para desencadenar la tragedia.
La miniatura de papel comenzó su incógnito vuelo por
los aires escolares, pero fue interceptado y ayudado por el aire liviano que
refrescaba a los niños y desviado cuan Globo teledirigido hacia el lugar menos
pensado. Varias chicas y chicos se tomaron del brazo, aparecieron caras de
asombro, unos gorriones desde el nogal dejaron de moverse, el bebedero depuso
expulsión agua, la cadena de la campana parecía retorcerse (parecía gritar
¡Atajen el avión!!), algunos vasos
plegables cayeron de los bolsillos, la Seño tiraba infructuosos manotazos al
aire para rescatar el elemento volador.
Mientras la maestra más experimentada decía sus
palabras finales, imaginé que pronto el mundo se volvería en contra mío. El
inofensivo papelito había pasado por las cabezas de mis compañeritos y había
tomado rumbo “conocido”. Yo quería que el objetivo hubiese sido otro, pero la
punta afilada del Pulqui dio en el “blanco” menos inesperado: se estrelló
contra la almidonada solapa derecha de la Señora Directora de quien se decía
que tenía treinta años de antigüedad.
Se escuchó un unísono UUUUhhhhhhhhhh, y de inmediato
aparecieron cientos de miradas inquisidoras y acusadoras que a esa hora no
hacía falta describir. La Directora había enfurecido, mi Seño estaba muy
enojada y yo no entendía por qué había salido tan mal mi envío.
El resto de la jornada, se las dejo para que se
imaginen cómo terminó, y sobre todo lo que le pasó a aquel pequeño esa tarde de
1975. De lo que sí deben estar seguros, es que fue un día inolvidable que había
comenzado con una sonrisa y terminaba con una experiencia de vuelo que ni El
Principito se la habría imaginado. ¡Eso sí, a la noche mi mamá nos hizo su clásico
puchero de los lunes!!!
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