jueves, 12 de noviembre de 2020

Menciones de honor Contate un Cuento XIII CATEGORIA E. Adultos

 

El increíble vuelo del Pulqui

Gustavo Loza – Balcarce

                                                                                     Lunes, 3 de marzo de 1975

La orden había sido clara, precisa y contundente: debía ir a hacer los mandados. A eso de las ocho y treinta, luego de haber dormido muy tenso porque era el día más esperado, me desperté distinto. Comenzaban las clases por primera vez en mi vida. No dejaba de pensar que este sería “el gran día de mi vida”.

Esa mañana mi mamá me había encomendado las compras, debía ir al almacén y traerle todo lo que ella quería. La costumbre familiar señalaba que lunes era sinónimo de “puchero”, pero vaya a saber por qué mamá había cambiado de menú. Debo aclarar que el tuco siempre le salió riquísimo y que era indudable que sabía a tuco de italiano, a salsa de gringa.

Según cualquier libro de cocina, un “puchero” es una comida de fácil preparación, pero tiene sus secretos. Sobre todo, si queremos que la sopa sea agradable, rica al paladar. Según las manos expertas, llevaba zapallo, papas, batatas, zanahoria y carne vacuna o de gallina, según las preferencias. Luego de hora y media o quizás dos de hervor, se apelaba al dicho “listo el pollo y pelada la gallina” y se arrancaba por degustar de prepo el nutritivo caldo comúnmente llamado sopa.

 Lo cierto es que tomé papel y lápiz y antes de las nueve ya tenía la lista de compras escrita por mí, con una grafía acorde a un pequeño de seis añitos. Era la letra que yo podía entender, porque a mi madre no le descifraba nada de lo que escribía. Al dictado pude escribir: una lata de tomate la Campagnola, cebolla, ají, pan (un kilo, porque en casa éramos tres chicos) y una caja de fideos Vizzolini de 500 gramos. ¡Recuerdo que no podía cambiar los productos indicados bajo ninguna premisa!! No se aceptaba otro tipo de marca de fideo, o de tomate; decía (y hoy en día sostiene lo mismo) que el uso de tal materia alimenticia asegura el gusto y el sabor de la comida. ¿Será…?

La cuestión que bolsa de plástico y libreta en mano me fui para el almacén, y mientras tanto, iba pensando con quién me sentaría en la escuela, que no conocía a nadie, quién sería mi maestra, qué dibujo haría en la portada del cuaderno y no sé cuántas tonterías más. En apenas cinco minutos ya estaba en el almacén (yo no sabía que todas las palabras que comienzan con “a” o “al” son de origen árabe). Ingresé y había dos señoras muy altas, de pollera tubo y camisa liviana, de esas madrugadoras que realizaban sus compras y se tardaban bastante.

 Mientras tanto yo había escuchado que una de ellas se llevaba la única caja de fideos Vizzolini. Uffffffff, pensé; mi mamá me va a matar si no le llevo los fideos que ella quiere…. La cosa es que esperé un buen rato y mientras tanto miraba una y otra vez las latas de masas que tenían palmeritas y anillitos. Llegó mi turno y comenzaron a atenderme. Yo relojeaba la estantería de los fideos y veía que no había los que figuraban en mi lista. Pedí el tomate, me pesaron la cebolla y el ají y al momento de despacharme los fideos se escuchó el ruido de una chatita: un Rastrojero verde con una inscripción en la lona que decía la misma marca de fideos que le pedía al almacenero. Pude deletrear una palabra larga que coincidía con la última de mi lista manuscrita: “Viii – zzooo – liii –ni”

-Ahhhhh, ¡qué justo, mira quién llegó!!! - dijo el Sr. Almacenero con un dejo de satisfacción-

Y en ese instante, entró un  Señor muy alto, de caminar erguido, camisa,  pantalón de jean,  peinado para atrás, con anteojos de sol, que parecía el dueño de la empresa Viii – zzooo – liii - ni y que le preguntó al almacenero qué le bajaba…Era una conversación entre grandes. El ruidoso Rastrojero estaba en marcha y por lo visto era costumbre dejarlo con el motor encendido. Yo pensaba: o hacía muy rápido su trabajo o bien tenía mucho dinero porque no le importaba gastar gasoil.

-Bájame uno de sopa, tres mostacholes, un codito y…una caja de Vizzolini.

Por suerte,  me invadió un estado de relajación, porque me fui para mi casita contento porque había podido cumplir con todo lo que me había pedido mi madre.

Ese lunes de sol era el primer día de clase, y eso sí que era importante. Los útiles los habíamos comprado el viernes anterior, un cuaderno Gloria de 48, una cartuchera, lápices, una pluma, tinta, secante y una escuadrita. Todo había quedado asegurado en una especie de caja fuerte de entonces: una “cartera” o maletín de cuero, muy pesado. Pero mi alegría era infinita, tenía todo lo necesario como para poder aprender en la escuela.

Los tallarines estuvieron exquisitos, un tuco que ni les cuento; 12:35 en punto me levanté de la mesa rumbo al baño, dientes, mano y a ponerse el guardapolvo que lucía inmaculado, no sólo porque era nuevo, sino porque escuché que se le ponía un producto que lo llamaban Plastitel. Parece que, en la antigüedad, es decir, cuando yo era chico, “planchar” era un arte. Entonces para que las prendas quedaran perfectas, en referencia a sus formas, se les aplicaba en ese momento un producto químico –apresto- que ayudaba a dejar la ropa muy linda, esto es tiesa, firme. En consecuencia, al ponerme el guardapolvo quedé duro por los efectos químicos y caloríficos de la plancha sobre la ropa.  Mi remera blanca y el guardapolvo parecían hechos de yeso. Era una especie de Robocoop de los años 70.

Cerca de las trece, salimos para la escuela, hacía calor. He descubierto que los veranos en estas zonas son terribles, pocos días lindos en enero y febrero y después en marzo vuelve las temperaturas con todo. Con mi mamá y hermano menor nos fuimos caminando hasta la escuela y antes del primer escalón junté coraje y adentro. Tres escalones y ya estaba en el centro del saber. Una maestra, una señora con guardapolvo celeste nos sonreían y nos daban la bienvenida. Las recuerdo con una sonrisa bien grandota, labios carmín, raros peinados nuevos, y los guardapolvos que tenían algo parecido al mío. Para mí que le habían echado eso que le ponía mi mamá, porque las veía muyyyyy tiesas, pero sonrientes. Yo no me cansaba de inspeccionar todo con la vista: en la entrada un mural pintado y alguien lo había garabateado en el extremo inferior, las luces, el cuadro de un Señor con gesto de seriedad. Recuerdo que había olor al combustible que vendía el turco que repartía Kerosene en el barrio. Eso era, había olores varios, pero se destacaban el aroma del producto que usaba mi mamá al planchar, más olor a kerosene y también al inconfundible perfume “Siete Brujas”, que debo confesarles que al escuchar ese nombre me daba miedo. Yo me imaginaba que había brujas en el pueblo y que encima se ponían perfume.

Súbitamente se escuchó el tañido de la Campana y amablemente nos condujeron hasta el patio de la escuela. Era un enorme lugar, con algunas particularidades: un enorme árbol de nueces en un cantero, una construcción que decían que allí había una caldera, una hermosa campana de bronce y un pilar con una canilla que indudablemente servía para calmar la sed de los párvulos de aquel entonces.

Exhaustos por el calor, las Señoritas nos hicieron formar bajo los efectos de Febo. Yo no paraba de mirar los portafolios de los otros chicos; había de los modelos más extraños. Pero prevalecían  el que tenía yo, lleno de precintos. Sin embargo, había otros más revolucionarios que tenían cierre. La cuestión fue que en apenas unos instantes estaría por pasarme la anécdota más sorprendente que haya vivido un pequeño de seis años.

Varias de las madres atosigadas por el sol de la tarde, ya habían partido para seguir con sus cosas de la casa. Les recordaron que debía estar a las cinco en punto para retirar a sus pequeños hijos, y les repitieron que deberían tener puntualidad inglesa.

Una de las maestras se notaba que había ido a lo de la “gallega” que iba mi mamá. Esta buena Señora le hacía cosas a mi madre en el pelo; recuerdo que la metía en una especie de plato volador o tubo que hacía un ruido bárbaro y que después de unos minutos salía con el pelo seco. A la orden de otra Señora de blanco se tocó por segunda vez la campana y nos hicieron “formar”. Esta actividad consistía en ponernos uno detrás del otro y tocarle el hombro al compañero de adelante y luego quedarse como soldadito mirando hacia la galería que daba a los baños-

Para mi sorpresa, como yo era de los más altos, pude mirar todo el espectáculo. Frente a los grupos de escolares acalorados aparecieron tres señoras grandes como mi abuela. Curiosamente, tenían  esos raros peinados nuevos,  guardapolvos blanquísimos, bien esbeltas.  Se presentaron como la Sra. Directora, Vicedirectora y Secretaria de la Escuela. Todos las aplaudimos; se entonó esa canción que comienza con “Oid Mortales” y luego sucedieron una serie de discursos que no sólo daban la bienvenida, sino que aceleraban el calentamiento global de nuestras cabezas. Las palabras se sucedían como los temas en un disco de pasta, y las Señoritas nos dejaron poner en el piso los portafolios que a esa hora pesaban como el ancla de un barco.

Pero mientras escuchaba aquellos inolvidables discursos del saber, pude divisar a algunos amiguitos del barrio, otros que vivían sobre la Avenida, al hijo de unos de los mecánicos de la calle 27 y al coprotagonista del suceso inolvidable.Y digo inolvidable porque este buen muchacho, aficionado a los aviones supersónicos tenía en su mano derecha un avioncito de papel que con seguridad habría preparado en el seno de su casa. Ese avión era perfecto en sus dobleces y estoy seguro que planearía como ningún otro.

El I.Ae. 27 Pulqui  fue un avión a reacción (Supersónico) diseñado y construido en Argentina hacia 1947. Fue el primer avión de este tipo en fabricarse en Latinoamérica, y el noveno en todo el mundo. Fue un logro de la ingeniería argentina y ese avioncito de papel tenía cierto parecido.

La verdad es que este chico en medio de las solemnes palabras de la directora de antaño, me miró, yo lo miré y nos entendimos perfectamente. Un pacto secreto se había concertado bajo los rayos del equinoccio de marzo, del sol escolar y estaba a punto de concretarse. Aparentemente de habilidad diestro este chico de Cuarto Grado, alumno de una tal Señorita Chichina, eyectó de su mano aquel prototipo de papel hacia donde yo estaba. Al parecer, tuvo tanta, pero tanta precisión que su Drone del año 75 no levantó vuelo y llegó “silenciosamente” hasta mis zapatitos de cuero recién lustrados. La Señora que custodiaba el rebaño de primer grado no alcanzó a percibir aquella proeza aeronáutica.

Fue entonces, cuando me agaché y decidí devolver el supersónico. Derecho para la pluma, el lápiz y el fútbol, enseguida me di cuenta que yo no era el dueño de ese tecnológico objeto, así que lo tomé firmemente con mi mano izquierda, tomé un poquito de aire y le di un impulso tal que se elevó por encima de los grupos de segundo y tercer grado, pensando que llegaría hasta la fila de cuarto donde estaba su verdadero dueño.

Generalmente, el patio de una escuela, por más grande que sea, es un lugar al que no le entran corrientes de viento. Pero justo en ese instante, en que yo tiraba el avioncito, llegó una correntada de aire que ayudó a remover las cortinas de los salones y a refrescar a los pequeños, pero también para desencadenar la tragedia.  

La miniatura de papel comenzó su incógnito vuelo por los aires escolares, pero fue interceptado y ayudado por el aire liviano que refrescaba a los niños y desviado cuan Globo teledirigido hacia el lugar menos pensado. Varias chicas y chicos se tomaron del brazo, aparecieron caras de asombro, unos gorriones desde el nogal dejaron de moverse, el bebedero depuso expulsión agua, la cadena de la campana parecía retorcerse (parecía gritar ¡Atajen el  avión!!), algunos vasos plegables cayeron de los bolsillos, la Seño tiraba infructuosos manotazos al aire para rescatar el elemento volador.

Mientras la maestra más experimentada decía sus palabras finales, imaginé que pronto el mundo se volvería en contra mío. El inofensivo papelito había pasado por las cabezas de mis compañeritos y había tomado rumbo “conocido”. Yo quería que el objetivo hubiese sido otro, pero la punta afilada del Pulqui dio en el “blanco” menos inesperado: se estrelló contra la almidonada solapa derecha de la Señora Directora de quien se decía que tenía treinta años de antigüedad.

Se escuchó un unísono UUUUhhhhhhhhhh, y de inmediato aparecieron cientos de miradas inquisidoras y acusadoras que a esa hora no hacía falta describir. La Directora había enfurecido, mi Seño estaba muy enojada y yo no entendía por qué había salido tan mal mi envío.

El resto de la jornada, se las dejo para que se imaginen cómo terminó, y sobre todo lo que le pasó a aquel pequeño esa tarde de 1975. De lo que sí deben estar seguros, es que fue un día inolvidable que había comenzado con una sonrisa y terminaba con una experiencia de vuelo que ni El Principito se la habría imaginado. ¡Eso sí, a la noche mi mamá nos hizo su clásico puchero de los lunes!!!

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