sábado, 13 de septiembre de 2014

HOY HABLEMOS DE LAS POETISAS Por Roberto Arlt - de “Secretos femeninos” Aguafuertes inéditas

        Una lectora, que firma con el seudónimo de «E, la de Buenos Aires», me escribe una carta preguntándome por qué no me he ocupado todavía de las «poetisas» que «tienen bastante con ornamentar la sala familiar y borronear las páginas de los álbumes de sus amigas».
Y a continuación me dice, muy sesudamente:
«Se nos señala un libro, y cuando acudimos a él, volvemos a encontrar las composiciones de sexto grado de la escuela primaria, o el idéntico voceo erótico y llorón que ya nos sabemos de memoria por haberlo leído desparramado en las revistas, no muy severas en lo que a selección se refiere.»
Y mi colaboradora se lamenta de que un nuevo Moliere no fustigue las ridiculeces de estas damiselas que son muy «laidas»…; aunque yo recuerdo, precisamente, que una poetisa ocupó un muy hermoso capítulo en el libro «Los pájaros de barro», de Santiago
Rusiñol.

La poetisa en nuestro país

En nuestro país no se registra ningún caso de poetisa obesa o que llegue a los cien kilos. Todas son espiritadas o flacas. En otras épocas, debido a la escasez de periódicos, estas encantadoras rimadoras colaboraban exclusivamente en las postales, en los álbumes y en los abanicos, y la que se atrevía a lanzarse hasta el concurso de un juego floral, era, no la heroína de la familia, sino el escándalo de la tribu y pasaba a
ocupar la categoría de incomprendida; y como incomprendida no leía la novela de «Oscar y Amanda», ni «Flor de un día», ni «Espina de una flor», sino, que lanzándose en el mar de las consonantes, se olvidaba de la realidad, pergeñaba cuartillas más cuartillas y, como la protagonista de «Pájaros de Barro» terminaba casándose con un honesto fideero.

La poetisa, hoy

La poetisa es hoy una especie de enfermedad nacional. No hay pueblo de campaña, diario de villorrio, periódico de parroquia que no cuente con una o dos colaboradoras que firman con nombres campanudos de tan poéticos, y más que campanudos,
Sonorosos.
Estas damas comienzan colaborando en el periódico de parroquia. Envían una composición. El dueño del periodiquito semanal se ve en este trance: perder el subscritor o publicarle a la hija de éste un poema, y, como siempre, la publicación va ganando no tan sólo el subscritor, sino la venta de varios ejemplares que la poetisa adquirirá de su propio peculio; el verso sale. Y sale con una orla y dos amorcitos en el frontis de la orla; dos amorcitos volando como palominos; y a lo largo de la orla unas trepadoras que pueden ser cualquier cosa botánica y al pie el nombre de la autora, que si se llama Ester, el linotipista precavido, por orden del director escribe así: «Esther», lo cual resulta más elegante y prestancioso.
Sale el verso y se echó a perder un miembro de la familia del honorable ciudadano subscriptor.

Trabajos poéticos

Alégrase con la salida del esperpento hasta la cocinera de la casa; rezongan iniquidades los parientes envidiosos, y la chica, para agregar lustre a la familia,
comienza a prepararse para poetisa.
El primer paso de esta preparación es dejar que las hermanas, carguen con los trabajos de la casa; porque ellas no «tienen preocupaciones poéticas»; el segundo, es versificar hora tras hora, buscando consonantes absurdos y escribiendo versos, que
salen más tullidos que un modelo de casa ortopédica.
Para eso, la mocita se refugia en un cuarto de la casa, munida de una resma de papel de envolver pan. Los lienzos son vastos y allí puede volcar su inspiración hasta un poeta centroamericano, que son los de tiro más largo. Y escribe. Y para recibir una «impresión sincera» le lee los versos a la cocinera que espantada de la musiquita de «bella con estrella» y de «amor con flor», se toma la cabeza y dice que son muy lindos, porque ella recuerda que en su pago los versos de «relaciones» terminaban así también, «flor con amor» y «bella con estrella».
Y la familia de la poetisa se espanta más, porque dice que si la cocinera, que es tan bruta, entiende y se emociona con los versos, ¿qué es lo que le ocurrirá a la gente civilizada cuando lea los «elucubros» de la mocita?
Y otro poema sale en dirección de la casa del director del periódico, que so pena de perder el subscritor, se resigna y publica el bodrio. ¡Qué diablos! El cuida su periódico que es el pan, la yerba, el puchero y el café con leche de todos sus días y toda su progenie.
Y no sólo lo publica el verso, sino que le agrega unas líneas. Y todas las semanas aparece desde entonces un poema, firmado por Esther, así, con h.
Al aparecer la composición numero cuarenta, la poetisa las recopila, busca editor, sale el libro, los elogios y todo lo demás. Luego, el problema fundamental reaparece: ¿Con quién se puede casar? Ella es poetisa; no se va a casar con un empleado cualquiera,
que del día a la noche la mandará a fregar platos y remendar calcetines; y entonces la poetisa emprende la busca del ideal. Sueña en un poeta, pero el primer poeta que conoce le sale un pillete; el segundo es un truhán, el tercero escribe en prosa. Este le inspira más confianza; pero el primer día que el prosista va a su casa se lleva las cucharitas, y la familia desengañada de los literatos, no quiere saber más nada con ellos.
A los treinta años la poetisa desearía ser una vulgar ama de casa; estar casada con un buen señor que no entienda de versos, sino de cuentas; y en vez de ser autora de tres libros, que no lee nadie, ser la editora exclusiva de algunos purretes. Pero ya es tarde.

(El Mundo, 24 de enero de 1929)

ALGO MÁS SOBRE LAS POETISAS

Un señor, que firma con el pseudónimo de Hoyo de Córdoba, me escribe una carta kilométrica, donde, después de un exordio respetable, me dice:
«Yo, como cualquier mortal, tengo una novia (¿qué le vamos a hacer! ¿Algún día hay que entrar!), y para mayor desgracia mía, escribe, sí, es-cri-be, como lo oye. Si sólo escribiera, me consolaría; pero el caso es que lo único que hace es gastar papel y obligarlo a uno (yo) a escuchar la lectura de esos versos románticos. Usted puede aliviarme diciendo que «recién empieza». Tiene razón y por eso yo tolero a la poetisa x,
que es incipiente. Pero el caso es que a mi novia la tengo presente en carne y hueso, y a la otra, u a las otras, las leo, y si no me gustan, las tiro; pero a ésta, ¿cómo le saco el berretín verseador de la concavidad encefálica? ¿Quiere decirme mi buen amigo, cómo
tengo que hacer para no morirme de encefalitis letárgica, quiero decir, poética? Y si le escribo a usted es porque ella me lo pidió, pues se sintió ofendida en su humanidad de poeta con los saetazos de su pluma. Yo festejé el acontecimiento (tanto es así que le
escribo); pero al final no puedo menos de sincerarme con usted y aplaudirlo por su campaña moralizadora de presuntos poetas o poetisas, o lo, que es peor, con pretensiones de serlo.»

Donde continúa el lector

Después de esto, el ciudadano novio termina pidiéndome que sea algo así como intermediario entre los malos versos de la novia y él, con estas palabras:
“Haga el favor, amigo Arlt, a ver si le saca de la pensadora a mi novia esas absurdas ideas de verseadora. Escriba algo a ver si se le van esos berretines, que se lo agradeceré, mientras viva.”

Es deber de un buen cristiano

Es deber de un buen cristiano ayudar a su prójimo cuando está en la estacada, y como el problema que me plantea este lector desconocido, remoto y socarrón, es interesante, volveré a ensañarme nuevamente en esta polilla de las costumbres y en estas rémoras del arte, que son las poetisas.
Toda poetisa tiene esta costumbre, que ya es sintomática en el gremio femenino: Así cuando se les dice que son lindas (y no lo son), ellas insisten en que son feas (y es cierto) para que se lo digan otra vez, así todas las poetisas: en cuanto se lanzan a la vida poetesca, dicen que escriben mal; que las disculpen; que otra vez lo harán mejor.
Y lo más grave es que la primera vez dicen la verdad, y la segunda vez que escriben faltan a la promesa que por primera vez hicieron; pues reinciden, con el agravante de la premeditación, y pecan con la certeza de que están haciendo una barbaridad de la que
los otros no se darán cuenta.
Y como bien lo han estudiado los teólogos, cuantos más crímenes poéticos cometen estas madamitas, más se les endurece el «cacumen» y menos accesibles son al remordimiento, de manera que dado el primer paso en el arte del ripio, ya no las detiene ni Dios, y versifican a troche y moche, sin un mínimo de compasión para con sus semejantes.

Lo que puede salvar a una poetisa

El único remedio que puede salvar a una poetisa incipiente y ternezuela es el casamiento, es decir, pasar por uno de los cuatro y sagrados sacramentos. Este sacramento ha salvado a muchas almas de la perdición, y es tan fuerte y de tan beneficiosos efectos, que por refractaria que sea una poetisa al remedio, en el noventa y cinco por ciento de los casos cede, y ya no vuelve a acordarse de la literatura; como no sea de la literatura doméstica que consta de estas obras ejemplares y utilísimas, como ser «Manual de la perfecta ama de casa», «Manual de la cocinera» y «La médica de su casa».

Remedio

Como en toda cura, hay un periodo en que la enfermedad se reagrava, después del casamiento la crisis poética parece que se intensifica; la poetisa promete a su flamante esposo varios volúmenes de versos, y escribe algunos todavía, que son como
chisporroteos de una lámpara que se va a apagar; pero ella no lo sabe.
Todo marido prudente debe pasar por alto estos versos «post luna mielescos», aunque no deja de ser halagador que una poetisa le escriba a uno (quiero decir a su marido) versos en que pone por las nubes sus bigotes, sus cabellos y otras prendas de vestir.
Pero a medida que pasan los meses, el fervor poético se entibia, y cuando aparece un hijo, la poetisa ya no se acuerda más de los sonetos y de los alejandrinos, sino de los pañales que hay que poner a remojo y del biberón del inocente, que clama como un
salvaje por su leche.
       Estas ocupaciones sanas y activas quitan a la más recalcitrante ripiosa las ganas de insistir.

Si insiste

Si, a pesar del purrete, del biberón, de las enfermedades de aquel, de la cocina, de los calcetines que tiene que remendar, de los fondillos del pantalón que tiene que cambiar y todas las pejigueras domésticas, la poetisa insiste en escribir, aunque, además, tenga un hijo cada año, al cabo de cuatro años es seguro que esa digna matrona no toma más la pluma, como no sea para anotar la verdura que dejó el muchacho de la esquina y la ropa que se llevó la lavandera.
Pero si con todo, es decir, con los cuatro purretes y los ocho dolores de cabeza y las diez y seis broncas que arman los menores y las treinta y dos maldiciones que usted larga al llegar a su casa y no encontrar las cosas hechas, la poetisa continúa
escribiendo, entonces…, entonces déjela escribir hasta que se canse, pues aunque usted consiga para padrino de su prole al presidente de la república, ella continuará
pergeñando papel, y a lo mejor es un genio, quiero decir, una «genia», y con las «genias», no hay nada que hacer.

(El Mundo, 28 de enero de 1929)

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