En la oscuridad, el silencio hueco, inmóvil, calla. Espera
el próximo estruendo. Cada gota que cae suena como el estampido de un cañón. Una
canilla pierde. Percibo en cada pausa cómo la partícula de agua se forma en el extremo del
pico. Luego se desprende y golpea estrepitosamente contra el fondo del lavabo.
Los ruidos, en la
noche, son más fuertes. Despabilan los sentidos.
Las gotas retumban
en mi cerebro, lo recorren, se instalan en él, no dejan espacio para otros sonidos que quisiera oír: el de la llave de la puerta,
el de sus pasos rápidos por la escalera, el de su respiración acompasada. Tendría que
haberle dicho que la canilla pierde, quizás, antes de irse, la hubiera arreglado.
La mente sabia me
apresa, me encierra, me obliga a escuchar la explosión que desarticula cada una de las gotas. Me impide escapar, buscar
su rostro, su voz o una imagen placentera en la cual descansar. No ha dejado una luz
que me indique la salida, ha cerrado las puertas.
Ya no huiré, es
mejor así. Dejaré que el agua me penetre gota a gota, que anegue muy despacio la memoria de los miedos, que ahogue el dolor de la
ausencia.
Es mejor así. Cuando el recipiente esté colmado, cuando las paredes del cráneo no puedan contenerla, tal vez se derrame y yo fluya con el líquido tibio y flote mi cuerpo liviano acunado en un oleaje suave, hasta ver parir la claridad del día.
Es mejor así. Cuando el recipiente esté colmado, cuando las paredes del cráneo no puedan contenerla, tal vez se derrame y yo fluya con el líquido tibio y flote mi cuerpo liviano acunado en un oleaje suave, hasta ver parir la claridad del día.
Es mejor así. Que la
canilla siga goteando, que se inunden, noche a noche, mis desvelos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario