Artemio Poblete, viajero incansable del espacio aunque, por lo que se sabía, nunca había salido del perímetro del Cottolengo, se preciaba de conocer de punta a punta el Universo.
Cada mañana, pasaba la enfermera para quitar los amasijos de caca que se le pegaban en las nalgas durante la noche y limpiarlo de babas y de olores. Mientras la mujer le ayudaba para que el té con leche no se derramara sobre la colcha de la cama, Artemio le contaba de sus viajes, por fuera de la atmósfera terrestre.
La enfermera había aprendido a escucharlo como quien oye llover y de vez en cuando, para conformarlo, le respondía, como al pasar, con un escaso monosílabo. Atenta a sus tareas le tomaba el pulso, la presión, le acomodaba la almohada y se dirigía al próximo paciente y Artemio, volvía a quedar solo hasta el horario en que regresaban a cambiar sus pañales, a tomarle el pulso y a darle de comer. Mientras tanto, sus pensamientos navegaban por los cuatro rincones de las galaxias, feliz, despreocupado y divertido, como solo los niños pueden hacerlo.
"El loco del espacio" le habían dado en llamar en el hospital.
Cuando murió, encontraron envuelta en una vieja y mugrienta hoja de diario, restos de lo que parecía basura espacial. Después de todo, nadie se enteraba de sus actividades fuera del horario, en que el turno del personal del loquero, pasaba a visitarlo.
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