Lentamente había trepado el sol por las colinas blancas y duras hasta alumbrar, sin el misterioso ritual del amanecer, un centelleante mundo de nieve. Una fuerte helada había caído por la noche, y los pájaros que saltaban ateridos de un lado a otro no dejaban huellas de su paso en los plateados caminos. En algunos lugares, las abrigadas cavernas de los setos mitigaban la monotonía de blancura que había descendido sobre la coloreada tierra, y allá arriba se fundían los torsos del cielo, del anaranjado al azul profundo, y del azul profundo a un celeste tan pálido que más que espacio ilimitado sugería una tenue pantalla de papel. Un viento frío y silencioso soplaba de los campos, arrancando a los árboles un fino polvillo de nieve, pero sin alcanzar a mover los pesados setos. Una vez superado el horizonte, el sol pareció ascender con mas rapidez, y a medida que se elevaba, su calor luchaba con la gelidez del viento.
Quizá haya sido esta extraña alternativa de calor y frío lo que arrancó al vagabundo de su sumo; lo cierto es que forcejeó un instante con la nieve que lo cubría, como un hombre que se revuelve incómodo entre las sábanas, y después se sentó con ojos abiertos e interrogantes.
-¡Cielos! Pensé que estaba en cama -dijo para sus adentros, observando el desnudo paisaje-, y en realidad no me he movido de aquí.
Se desperezó, y levantándose cuidadosamente se sacudió la nieve que le cubría el cuerpo. El viento lo hizo tiritar, y comprendió entonces que su lecho había sido tibio.
"Vamos, me siento bastante bien -pensó-. Supongo que es una suerte haber despertado. O una desgracia... no es demasiado agradable volver al mundo." Alzó la vista y vio las colinas que resplandecían contra lo azul como los Alpes de una tarjeta postal. "Esto significa, si no me equivoco - prosiguió lúgubremente- que aún debo marchar unas cuarenta millas. Sabe Dios lo que anduve a ver. Caminé hasta sentirme exhausto, y ahora no me habré alejado más de doce millas de Brighton. ¡Maldita sea la nieve, maldito Brighton, maldito todo el mundo!"
El sol subía cada vez más, y él echo a andar pacientemente a lo largo del camino, dando la espalda a las colinas.
"¿Me causa pena o alegría saber que fue sólo el sumo quien se apoderó de mí, pena o alegría, pena o alegría" Sus pensamientos parecían ordenarse en un acompañamiento métrico al ritmo constante de sus pasos, y no se esforzó por hallar una respuesta a su pregunta. Le bastaba con marchar a compás de ella. Había dejado atrás tres piedras miliares cuando alcanzó a un muchacho que se agachaba para encender un cigarrillo. Iba sin sobretodo y en aquel contorno de nieve parecía indeciblemente frágil.
-¿Va por este camino, señor? preguntó hoscamente el muchacho.
-Sí -respondió el vagabundo.
-Ah, entonces lo acompañaré un trecho, si no va usted demasiado rápido. Uno se siente solo a esta hora del día.
El caminante asintió y el muchacho comenzó a andar, cojeando, a su lado.
-Tengo dieciocho años -dijo, como al azar-. Seguramente usted me habrá creído más joven.
-Pensé que no tendrías más de quince.
-Se equivocaba. Cumplí los dieciocho años en agosto, hace seis que camino. Cinco veces huí de casa cuando era pequeño, y otras tantas me prendió la policía y me llevó de vuelta. La policía ha sido muy buena conmigo. Ahora no tengo casa de donde huir.
-Yo tampoco -dijo tranquilamente el vagabundo.
-Oh, ya sé lo que es usted -exclamó el muchacho, jadeante-. Un caballero venido a menos. Para usted es más difícil que para mí.
El vagabundo miró de soslayo la magra figura del joven que renqueaba a su lado, y aminoró el paso.
-No he caminado tanto como tú -admitió.
-No, se le adivina en el paso. Aún no se ha fatigado. ¿Quizá espera llegar a alguna parte?
El caminante reflexionó.
-No sé -dijo amargamente-. Uno siempre espera algo.
-Ya perderá la costumbre -comentó el muchacho-. En Londres hace más calor, pero es más difícil hallar de comer. En realidad, rara vez se encuentra algo.
-Pero siempre existe la posibilidad de encontrar a alguien que comprenda...
-La gente del campo es mejor -comentó el muchacho-. Anoche arrendé por nada un granero y dormí con las vacas, y esta mañana el granjero me sacó de allí, pero me dio té y tocino porque me vio pequeño. Por supuesto, ésa es una ventaja; pero en Londres, sopa de noche en el Embankment, y después policías que lo echan a uno de todas partes.
-Yo me caí anoche a la vera del camino y me quedé dormido. Es un milagro que no me haya muerto.
El muchacho le lanzó una mirada perspicaz.
-¿Cómo sabe que no se ha muerto? -dijo.
-No me parece- respondió el caminante después de una pausa.
-Pues yo le digo -exclamó el muchacho- que gente como nosotros no podemos escapar de esto aunque queramos. Siempre hambrientos, sedientos, cansados como perros, caminando. Y sin embargo, si alguien me ofrece trabajo y un hogar tranquilo, mi estómago se enferma. ¿Acaso parezco fuerte? Se que soy pequeño para mí edad, pero he ambulado seis años, ¿y cree usted que no estoy muerto? Me ahogué mientras me bañaba en Margate, y un gitano me mató con una lanza; me atravesó la cabeza, y dos veces me helé como usted anoche, y en este mismo camino me destrozó un automóvil; y sin embargo, aquí me ve, caminando, caminando en dirección a Londres, para irme de Londres caminando, porque no puedo evitarlo. ¡Muerto! Le digo que no podemos escapar aunque queramos.
El niño se interrumpió en un acceso de tos, y el caminante se detuvo a esperar que se recobrara.
- Será mejor que te preste mi abrigo, Tommy -dijo-: Tienes una tos muy fea.
-¡Váyase al diablo! -le gritó fieramente, chupando su cigarrillo-. Estoy perfectamente. Le estaba hablando del camino. Usted aún no lo sabe, pero lo descubrirá. Estamos todos muertos, todos los que vamos por el camino, y estamos todos cansados, pero no podemos dejarlo. En verano está el aire perfumado, el polvo y el heno y el viento le golpean a uno en la cara en los días calientes; y es hermoso despertarse en la hierba húmeda en una límpida mañana. No sé, no sé...
Súbitamente cayó hacia adelante, y el vagabundo lo tomó entre sus brazos.
-Estoy enfermo -susurró el muchacho-, estoy enfermo. . .
El vagabundo miró a un lado y a otro, pero no vio casas ni señales de vida. Sin embargo, cuando aún sostenía vacilante al muchacho en mitad del camino, un automóvil apareció de pronto a la distancia y se acercó suavemente sobre la nieve.
-¿Qué ocurre? -dijo quedadamente el conductor, deteniendo el automóvil-. Yo soy medico.
Miró atentamente al muchacho y oyó su pesada respiración.
-Pulmonía -comentó-. Lo llevaré al hospital, y a usted también, si quiere.
El vagabundo pensó en la casa de corrección y meneó la cabeza.
-Prefiero ir a pie -dijo.
El muchacho le hizo un guiño apenas perceptible mientras lo subían al automóvil.
-Nos encontraremos más allá de Reigate - murmuró-. Ya verá.
Y el automóvil se desvaneció por la blanca carretera.
Toda la mañana anduvo el peregrino chapoteando sobre la nieve fundida, pero al mediodía pidió un mendrugo en una choza y entró en un solitario granero para comerlo. Allí hacía calor, y después de comer se quedó dormido entre el heno. Estaba todo oscuro cuando despertó y echo a andar una vez más por los anegados caminos. Dos millas más allá de Reigate, una figura, una frágil figura, salió de la oscuridad a su encuentro.
-¿Va por este camino, señor? -dijo una voz ronca-. Entonces lo acompañaré un trecho, si no anda usted demasiado rápido. Uno se siente solo caminando a esta hora.
-¡Pero, la pulmonía...! -exclamó el vagabundo, aterrado.
-Morí en Crawley esta mañana -dijo el muchacho.
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