sábado, 20 de febrero de 2016

Escuela Secundaria Nº 3 “Carmelo Sánchez” - Concurso literario “Contate un Cuento VIII” Mención de Honor de la Categoría D: Camila Wanda Landeyro - Lobería

El silencio

       En el norte del país, en donde predominan las llamas  y en donde la tierra es de color rojiza, las historias abundan como las estrellas del cielo y como los granos de arena en el mar. Siempre hay algún anciano que se encuentran presto a contarlas, ya sea en los bancos de plaza, al lado de un fogón o simplemente en el patio, e invitan a todos aquellos que quieran escuchar historias de viejos brujos, de indios heroicos, de niños traviesos y de viejas curanderas que hechizan a los enamorados, que ayudan a los héroes aterrados o que hieren con gualichos a los bandidos.
En un pequeño pueblo de Salta, en Orán, debajo de la sombra de un enorme sauce, yacía un viejo, un poco arrugado por los años y marcado por los vientos de la vida. Con su mirada penetrante en el horizonte, trataba de recordar aquellas historias que su abuelo le había contado cuando él, apenas era un muchachito, flaco como un escuerzo, pero valiente como un puma, libre como un águila y torpe como cachorro recién nacido. Así era él de chico, ¿Cómo todos no? Orejudo, peludo, dientudo y “negro”, como todos les decían, “el negrito”, así lo apodaba su madre y le gritaba desde la cocina cuando ella cocinaba las tradicionales empanadas salteñas en aquellos hornos de barro.
Según cuenta la memoria de este viejo, cuando los caminos no habían sentido la pisada de las botas del hombre blanco, los indios reunidos en fogatas nocturnas charlaban de la diosa Kun. Elevaban sus cantos y rezos a ella, para que no abandonara el sauce sagrado, el lugar donde ella residía.
Kun, era la diosa del habla, era tan alta que su cabeza se chocaba con la luna de vez en cuando, y esto era algo que la hacía enojar tanto que lloraba produciendo así  la lluvia. Su piel era del color del agua, su mirada era profunda y triste, sus pisadas dejaban charcos de agua más que huellas en el suelo. Raras veces ella venía a la Tierra, ya que su hogar como dijimos eran las copas de los árboles, donde  se sentaba y miraba la vida diaria de las personas, protegiendo a las palabras, para que éstas nunca se olvidaran, nunca se extinguiesen. Su función era muy importante, porque   a cada recién nacido le otorgaba la fustun riu que significa “la acción de hablar”.
Todos en el pueblo hablaban, cantaban y gritaban como personas felices y agradecidas a la vida. Las enfermedades no existían, los viejos cojos y las viejas ciegas eran una especie desconocida.
La diosa Kun, día y noche estaba sentada en la copa del mismo árbol.
-¿Por qué no puede bajar un ratito a cantar y a bailar con nosotros? preguntaban los niños cada vez que la veían.
Siempre algún adulto que estaba por allí les recordaba que alrededor del pueblo merodeaba Jafur, un ser vestido de negro, que con su lanza acechaba a los pueblos haciendo estragos, causando llantos, heridas de corazón y más que nada provocando el silencio. Él era el dios del zagil y de la niutum fer (es decir del silencio y de la muerte) Por eso era tan importante que no bajara del árbol la diosa, y que estuviese tan atenta como un águila que cuida a sus crías.
Cuando ella sentía que Jafur andaba muy cerca de los límites del pueblo, como si fuese una manta extendida en una cama, así ella colocaba su cuerpo por encima de  todos los habitantes, haciendo que se formaran arcos de colores en el cielo, por el efecto del sol  sobre su cuerpo de agua. Así ella protegía la vida de cada uno de los habitantes del lugar contra Jafur, el cual, no se animaba a enfrentarla porque su poder  era superior al de él, algo que alimentaba más el odio de este, haciendo que pasara largas horas pensando en cómo él podría derrotarla.
Cierto día mientras ella estaba sentada en su morada, pasó un joven que despertó el interés de la diosa. Este muchacho era Kimpú, un indio valiente y luchador, de espaldas anchas y fuertes, con una gran melena de color negra como la noche y con una mirada profunda, como la de un lobo furioso. La diosa jamás había visto a un hombre como este, que más que un hombre parecía un dios.
Ella continuó mirándolo por varios días, por varias noches, y por varias tardes. Aunque ella sabía que era incorrecto bajar del árbol, ella bajó, pensando que Jafur no andaba cerca de los límites. Cuando descendió a la tierra cobró la forma humana, nadie sabía quién era, nadie la había visto jamás en el pueblo, por lo que las viejas se preguntaban quién sería esa joven tan hermosa que acechaba por el lugar.
-Mi nombres es Waniní, vengo de un pueblo un poco lejano, buscando un lugar a donde quedarme para vivir porque han matado a mi familia en una guerra.- respondía ella a las preguntas que le hacían.
Las viejas susurraban y decían:
-Pobrecita ella, tan joven y linda pero tan huerfanita.
La diosa solo quería verlo a él, pero no lo podía encontrar, por lo que caminó y caminó pero no lo halló. Entonces decidió sentarse en el pasto para ver a los niños como corrían y disfrutaban de los juegos. Pero era tanto el cansancio y tan largos sus bostezos que terminó durmiéndose, quedando indefensa.
-¿Estás bien? -La despertó una voz algo áspera.
Después de un largo y reconfortante bostezo dijo que sí, que estaba bien. Cuando supo de quien era esa voz, su corazón comenzó a palpitar tan fuerte como el trote de un caballo, parecía que iba  a explotar… porque… era él.
Él le acercó a ella un recipiente con agua fresca para que se refrescara, porque hacía mucho calor. Cuando bebió el agua, comenzó a sentirse mal, a perder el equilibrio. En realidad el joven, era Jafur su cruel  y astuto enemigo, y el agua era veneno. Jafur tras largas horas observándola supo que la forma más fácil de poder atacarla era entrampando a su corazón, el cual deseaba encontrar un amor… Amor que la embaucó  y engañó.
El pueblo y las viejitas lloraban amargamente
-Era tan joven y tan huerfanita decían entre sollozos las viejitas y curanderas.
Nunca nadie supo quién era ella, pero las pruebas evidenciaban que la muerte de esa joven tenía algo que ver con la diosa. Porque el pueblo desde ese momento comenzó a ser custodiado por Jafur, por el silencio, por las muertes y por las enfermedades. Los niños se convirtieron en viejos cojos, y las niñas en viejas ciegas.

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