En aquel país vivía un pueblo poderoso. Llenos de ardor y de fuerza, aquellos hombres tenían alegría de vivir y nada deseaban. Pero un día sucedieron grandes desgracias. De más allá de la estepa cayó sobre ellos un ejército extranjero y los arrojó a lo más profundo del bosque, ahí donde las nieblas flotan sobre los pantanos.
Los árboles crecían tan cerca unos de otros, que sus ramas entrelazadas ocultaban el cielo; apenas si el sol las podía atravesar, y cuando sus rayos llegaban hasta la superficie de las aguas embarradas, los malos olores hacían sufrir a los pulmones más fuertes. Y las mujeres y los niños gemían, y tristes pensamientos oscurecían las caras de los hombres.
Querían abandonar esos lugares malditos. Pero ¿que hacer? ¿Volver a caer en las manos crueles de los enemigos, o ir más adentro del bosque, hacia lo desconocido? Ninguno tenía animo para tomar una resolución, aunque todos eran fuertes como robles.
Silenciosos, duros como si fueran de piedra, se veían los troncos de los árboles en la penumbra gris; en la tarde, cuando las hogueras del campamento estaban encendidas, sus ramas parecían querer enlazar a los hombres en un abrazo más estrecho todavía. Y cuando el viento sacudía su follaje, la gran voz del bosque dejaba oír un extraño gemido, un lamento amenazador, una especie de canto fúnebre para los desgraciados que se habían refugiado a su amparo.
Continuaban pensando, mudos, respirando el vapor venenoso de las aguas; continuaban durmiendo junto a las hogueras del campamento, a cuyos reflejos parecían danzar sombras silenciosas... Y creían que esas sombras eran los malos espíritus del bosque que se burlaban de ellos.
Nada destruye tanto el cuerpo y el alma como la falta de ánimo. Por eso aquellos hombres, poco a poco, se debilitaban y perdían la voluntad. La cobardía y el aburrimiento se apoderaban de ellos y nada hacían con sus manos, antes tan robustas. Ante los cadáveres de aquellos que cada día morían por los vapores de los pantanos, las mujeres gritaban y se lamentaban con desesperación y los llantos subían hacia el aire sombrío. Otras veces, llenos de rabia, pensaban en ir contra el enemigo aunque perdieran la vida o la libertad, porque la esclavitud y la muerte eran preferibles a aquella tortura.
Entonces, entre los hombres, se distinguió Danko.
Tenía la belleza y el ardor de la juventud. Los hombres hermosos siempre son valientes. Miró a sus compañeros y les dijo:
-Hermanos, el pensamiento no resuelve, por sí solo, los problemas; necesita de la acción. Si hay una piedra en medio del camino, con pensar solamente en que es un estorbo no va a desaparecer. Es preciso la acción para sacar la piedra del paso. ¿Por qué gastar nuestras fuerzas en pensamientos tristes? ¡Levántense! Atravesemos el bosque. Como todas las cosas de la tierra, el bosque también tendrá su fin. Vamos, hermanos, ¡en marcha!
Todos miraron al que hablaba así. En sus ojos había tanta seguridad, estaba tan seguro de la victoria, que, como un solo hombre, todos alargaron sus brazos hacia él y lo aclamaron.
Se puso delante de todos y ellos lo siguieron, llenos de confianza. El camino era difícil. Los arboles, las ramas, se enredaban como serpientes, formando una pared casi impenetrable; todos los días alguien moría en las profundidades del pantano. Cuanto más adelantaban, más el bosque y el pantano multiplicaban sus peligros; y más se agotaban las fuerzas de los hombres.
Empezaron a oírse quejas. Se dudó de Danko, decían que era muy joven y sin experiencia.
-Va sin rumbo... Nos extravía...
Pero Danko iba siempre adelante de todos, a la cabeza, sin perder su coraje y seguro de triunfar.
Un día una gran tempestad hizo oír su amenazadora voz y al bosque lo envolvió una gran oscuridad, como si todas las noches, desde el nacimiento de la tierra, hubieran juntado en aquel lugar su horror angustioso.
Bajo los árboles gigantescos caminaban los hombres pequeñísimos, y las plantas robustas le doblaban como rosales. Zigzagueaban los relámpagos lanzando, a través de la noche, sus garras luminosas, como para apresar a los seres perdidos que escapaban, tan pronto encandilados por la luz como hundidos en la oscuridad.
Por fin se detuvieron, extenuados, y rodearon a Danko. Empezaron a gritar:
-¡Nos ha engañado...! ¡Nos ha perdido... ¡Muera! ¡Muera!
De repente, la tormenta se calmó. Un último relámpago, como un presagio, pareció confirmar las palabras de los hombres, y un estremecimiento de placer pasó sobre las cimas.
-¡Hombres débiles! -gritó Danko-. Ustedes me eligieron como guía. Conozco el fin y a él voy, sin hacer caso de las dificultades. Pero ustedes se dejan desilusionar por la extensión del camino y no conservan ni el valor ni la fuerza. Y es un rebaño de corderos lo que yo llevo detrás de mí.
Otra vez el bosque escuchó gritos de muerte. Danko miró a aquellos por quienes se había sacrificado y vio que eran semejantes a las bestias. Detrás de los ojos que lo miraban no había almas. Comprendió que ninguno le tendría compasión y, ante esa ignorancia, estalló la ira en su corazón. Luego sintió una piedad muy grande, una angustia tremenda, y pensó que, sin él, aquel pueblo querido caminaría hacia la muerte. Y entonces sintió más necesidad de salvar a aquellos miserables. Este deseo iluminó su mirada, pero, sin comprenderlo y para luchar contra él, se apretujaron más estrechamente a su alrededor.
Y la muchedumbre vociferaba sin cesar; los relámpagos herían la noche y el bosque murmuraba siempre su triste canción.
Permaneció con la frente en alto; sus ojos brillaban, llenos de todo su amor.
-¡Sálvalos! -se gritó con una voz que dominó los ruidos de la tormenta.
Y entonces, abriéndose el pecho con las uñas, se sacó el corazón y lo levantó en alto, con las dos manos, por encima de su cabeza.
El corazón iluminaba como el sol.
De repente el bosque quedó en silencio, y ante la llama de amor, la oscuridad retrocedió, cediéndole el sitio. Sobre los mismos yuyos, a ras de las aguas estancadas, la luz se extendía...
-¡Vamos! -gritó Danko, y echó a caminar. Con paso seguro, ocupando su lugar; siempre en alto, para mostrar el camino, el corazón luminoso.
Todos le siguieron. El bosque, sorprendido, sacudió su ramaje y nuevamente hizo oír sus rumores. Pero los pasos seguros de los hombres apagaron su voz. Porque ahora marchaban todos sin miedo, guiados por la luz del corazón llameante, dominados por una fuerza irresistible y mágica. Aún caían muchos, pero morían contentos, sin una lágrima, sin un lamento.
Danko caminaba siempre delante de sus compañeros, sosteniendo su corazón rodeado de luz.
Y de repente el bosque, como si se declarara vencido, les dejó libre el paso y se separó de ellos, cerrando después su espeso muro. Con todo su pueblo, Danko entró en la luz, en el sol, en el aire puro que perfumaban las plantas.
La tempestad había quedado atrás. El sol extendía su resplandor sobre la estepa ondulada cubierta de flores. Miles de gotas de rocío brillaban entre la hierba.
Atardecía. Los rayos del sol se ocultaban, coloreando de púrpura las aguas del río, cuyas espumas se volvían rojas como la sangre que manaba del pecho de Danko.
Moribundo ya, miró por última vez la estepa inmensa en que su pueblo, ahora libre, iba a vivir. Y el héroe cayó al suelo y murió.
A lo lejos, los árboles admirados murmuraron; sobre el césped salpicado de su sangre, corrió una brisa. Pero los hombres alegres, llenos de esperanza, no pensaban ya en él y no se daban cuenta de que el corazón ardiente llameaba siempre al lado del muerto.
Uno de ellos lo vio de pronto y, con prudencia lo aplastó con el pie.
El corazón de Danko despidió aún algunos resplandores; luego se apagó.
Y es de este corazón de donde salen todavía las luces azules que, antes de la tormenta, brillan en la estepa como pequeñas lenguas de fuego.
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