La música que aquella tétrica y destartalada radio emitía bailaba entre las paredes de la sala de esperas, parecía burlarse de la gente, esquivándolas. Risueña, pero irritante ante los oídos que esperaban con ansias solo tres palabras, que harían de su día uno de los mejores de toda su vida o uno de los más terribles.
El repiqueteo de mis dedos sobre la madera de mi asiento era constante y causante de algunas miradas nerviosas que lograba ignorar, mis labios ya estaban al rojo vivo, el sabor metálico se filtraba en mi boca, como pequeños hilos generados por el simple hecho de juntar mis dientes. La respiración agitada de mi compañero no era la mejor compañía, su pierna se movía frenética, sus dedos, ignorantes de la situación sufrían de mordeduras y pequeños pellizcos auto infligidos que lo llevaban a soltar fuertes bufidos de frustración ante el dolor.
Así fue como las horas más difíciles de mi vida pasaron, se evaporaron y se perdieron en esa deprimente sala de esperas. La única cosa que se adentraba en mi mente en aquel instante era el porqué.
Quizá ante los ojos de una persona adulta y que seguro se mantenga frío, buscar el justificativo de “algo” que no debe ni ser una opción ante tal pequeño problema es innecesario y tonto. Tristemente es verdad, justificar esto es una idiotez. Pero mi pensamiento no era decir que eso está bien y que por ello debía hacerlo, sino que era poder saber el causante de aquello.¿Por qué había hecho eso? ¿Por qué yo lo había permitido? ¿Por qué me había dejado llevar por aquel pensamiento erróneo que ella me dejaba ver acerca de su ánimo? ¿Por qué en su mente la única solución era aquella? La única respuesta que elaboraba era siempre la misma y constante: la maldita sociedad y su costumbre de realizar aquellos estereotipos de belleza inalcanzable, ese acto inconsciente y pedante en el cual juzga todo ante unos ojos críticos que tan solo opinan acerca de lo poco que pueden ver, ignorando su realidad, la cual remplazan con lo que creen saber acerca del resto de la personas. Esa constante, horrible y desgastante realidad que cualquiera debe vivir fue lo que la llevó a pensar que aquello estaba bien.
Mi mente repetía todo lo que yo había ignorado, los posibles eventos que podría haber evitado, el interrogante de saber que si toda esta suma de juicios hubiera sido en otra etapa de su vida menos vulnerable, ella no estaría allí, recostada en una sala de operaciones luchando por su vida.
Creía que si ese quiebre en su relación no hubiera sucedido, mi organismo no estaría abarrotado de cafeína, para evitar que mis ojos enrojecidos se cerraran en el momento.
Su madre, recién llegada, sollozaba alejada de todo, maldiciendo a su ex marido, diciendo que ella no había podido con todo aquello sola. Pedía perdón por sus pecados y se disculpaba como si eso salvaría a su hija. Se paseaba constantemente, dando pequeños pasos, se detenía brusca y parecía congelarse para golpear la pared, aquella blanca pared, que era un espejo ante sus ojos, que la cegaban a su entorno y le abrían las puertas del dolor y arrepentimiento que guardaba en su interior. Esa desgarradora escena, no era más que un pequeño fragmento de la realidad del día a día, de nuestra constante necesidad de descargarnos y culpar a un tercero, acerca de todo lo que ocurre en nuestra patética vida, sin poder aceptar nuestros errores y malas decisiones solo por no querer abrirnos a aquel monstruos con miles de defectos que realmente somos y que en cuanto logramos recibir en nuestras vidas, solo queremos destruir, por miedo a que nos consuma.
Entre vasos de café, conversaciones irritantes que mantenían las enfermeras y llantos ahogados que me hacían desesperar, llegó el momento en que esa escalofriante puerta se abrió dubitativa y lentamente. Por ella se asomó un hombre fatigado, el cual con unas palabras destrozó a más de uno.
Caí, caí en aquella nueva realidad que no quería aceptar. Ya la había perdido, ya no estaba. Solo me que quedaba su recuerdo y ahora formar otros sin tenerla como participe.
Un golpe seco en la pared reactivó mi cuerpo haciendo que inconscientemente me acercara e hiciera lo posible por reconfortar al chico causante de aquel ruido sordo, quien miraba a un punto sin exactitud, sus nudillos sangraban, se abrazaba a sus piernas sin querer aceptar las últimas palabras que se oyeron en aquella habitación.
-Fui yo, fui un idiota, yo le hice aquello, no tendría que haberle hecho eso. Perdón - Susurró con sus ojos azules abarrotados de lágrimas, que se negaba dejar caer. Dejándome allí con mis pensamientos, prejuicios y mi fatigada mente, quien como una niña pequeña, hacia lo imposible por guardar esas palabras, sabiendo que esa sería la última vez que hablaría de aquel tema con ese chico destrozado.
Poco a poco mis pies, independiente decidieron salvarme de aquel infierno, mi mente ignorante de lo que sucedía con mi cuerpo, tan solo pensaba en su madre, en que debía ayudarla, porque estaba allí, completamente rota como una pieza de porcelana, una de aquellas que se rajan al más simple roce. Pero todo el mundo sabía que aquella mujer no era aquel frágil objeto, sino que no era ni más ni menos que un fuerte monumento que ni los años podían corroer, pero en este caso su rudeza y valentía habían sido reemplazados por la frágil losa de sus sentimientos. No sabía cómo ayudarla, no podía. Pero en mi interior sabía que no quería
A medida que me alejaba de aquel lugar que guardaba llantos, risas, regocijos y malas noticias, mi mente no dejaba de repetir historias, su risa, esos ojos profundamente marrones, tan atrapantes que harían morir de envidia a la misma Gioconda. Aquella forma tan rara en la que nos complementábamos, haciendo parecer algo más que dos amigas. Y sin que mi mente se librara de aquel trance en que él se encontraba llegué, mojada y tensa hasta mi “dulce” hogar, donde un fúnebre pedazo de papel me esperaba sobre la mesa, adornado con letras, escritas con furia y velocidad. Seguí sus instrucciones torpemente escritas con un crayón de color naranja, me dirigí hacía el microondas que hacia girar un plato repleto de comida.Me alejé rápidamente de allí, la fuerte barrera de indiferencia que había tratado de armar se había desmoronado, no hubo mejor lugar para ahogar penas, gritos y llantos desaforados que la compañía de una almohada, que por primera vez desde el comienzo de mi adolescencia recibía verdaderas lágrimas de dolor de una mente fatigada y rota.
Y así fue como todo se vio oscuro. Las prendas en mi cuerpo, no eran más que telas y encajes negros, un sombrero y anteojos, no quería colocarme una máscara de bienestar, deseaba que la gente supiera que no quería disimular lo rota y adolorida que me encontraba.
Ya no deseaba ver a nadie a los ojos, mi madre apenas soportaba posar su mirada sobre mí, era obvio , que desataba una guerra interna entre mostrarme su aprecio o paralizarse por el miedo de que mi vida corriera peligro.
Al llegar no había más que máscaras de hipocresía que ocultaban a los autores de aquellos insultos, ofensas y miradas que solo le generaron más razones para dar aquel paso que poco a poca se llevó su vida.
Mis dedos repiqueteaban en la silla, los ojos de todos me observaban llenos de lágrimas, rojos, saturados de tristeza, expectantes a mis movimientos. Un paso, el otro, un atril de madera que me hacía ver impotente, un cajón cerrado y solo más lágrimas, quizás al resto le dolía, quizás a todo el resto de los invitados también les importaba, pero para ser sincera, todos nos extrañan cuando no estamos, y aquellas caras de dolor y sufrimiento no eran más que máscaras por no querer aceptar lo que son y lo que hacen.
Nadie quiere aceptar, ella no lo hizo. Mientras daba aquellos últimos pasos en la cima de aquel edificio no aceptó que había personas que la amaban con locura. No quiso aceptar la ayuda. No quiso aceptarse a ella misma.
Pero esto es un triste manto que nos cubre a todos. Todos nosotros, personajes de esta obra teatral llamada vida, tenemos algo que no queremos aceptar.
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