Hace tantísimo tiempo había un niño muy pobre llamado Baoluoledai, que sin familia ni tener en quien apoyarse vivía en una choza, cazando liebres y pájaros para poder comer.
Cierto día, cuando los cazadores estaban haciendo una batida se toparon con un zorro rojo. El animal se encontraba cercado sin tener por donde escapar cuando se encontró con Baoluoledai.
- Hermanito, sálvame le rogó . Si me salvas la vida prometo ayudarte.
El joven sintió lástima del zorro y lo escondió entre un montón de hierba. En ese momento llegaron los cazadores y le preguntaron:
- Eh, muchacho, ¿has visto a un zorro rojo?
- Soy un muchacho pobre que no tiene más que esta miserable choza contestó . Aquí no hay lugar donde pueda haberse ocultado, hace rato que se escapó hacia el norte.
Los cazadores se encaminaron en seguida hacia esa dirección, de forma que el joven pudo salvar al zorro rojo.
Un día después, el animal volvió y le dijo a Baoluoledai:
- Hermanito, tú eres mi salvador, ¿qué te parece si consigo que la princesa, hija del rey Huermusute, sea tu esposa?
- ¡Cómo es posible! contestó ¿Cómo va a atreverse un pobre como yo a pretender ser el cónyuge de la princesa?
Al otro día el zorro rojo fue al cielo y le dijo al soberano Huemusute:
- Su Alteza, présteme su báscula, por favor. Quiero medir las riquezas del rico Baoluoledai.
El rey se quedó muy asombrado en su fuero interno puesto que nunca había oído hablar de que hubiera en la tierra un potentado con tal nombre. Con la intención de conocerlo, no dijo ni pío, entregándole la báscula al zorro rojo.
Una vez que este consiguió el instrumento lo llevó a un sitio rocoso y con mucha arena, lo restregó y chocó contra unas y otras hasta que estuvo a punto de romperse. Siete días después volvió al palacio del rey a devolverle la báscula. Pero antes de partir le había ordenado al joven pobre que vendiera todo lo que tenía en su casa a cambio de cinco onzas de plata. Este, que no lograba comprender la intención del animal, se sintió un poco fastidiado y le reprochó:
- ¡Ay! ¡Y tú todavía dices que me quieres ayudar! ¡Has hecho que venda lo poco que tenía, ya no me queda ni una olla donde cocinar el arroz!
- Vamos, vamos, no te preocupes, hermanito Baoluoledai, espera un poco y ya verás le contestó el astuto zorro.
Así, éste llegó hasta el rey con cinco onzas de plata.
- Gran Rey, he empleado siete días en pesar todas las riquezas del adinerado Baoluoledai que vive en la tierra. Hoy he venido a devolverle su báscula. Le suplico que reciba este pequeño presente de cinco onzas de plata.
El rey tomó en sus manos la balanza, observó que estaba tan pulida que faltaba poco para que se quebrara y reflexionó: ¡Ese Baoluoledai tiene en verdad muchas riquezas! El zorro adivinó sus pensamientos y se apresuró a expresarle:
- Gran rey Huermusute, permítame actuar como casamentero, ¿aceptaría concederle al rico Baoluoledai la mano de la princesa?
¿Cómo no se iba a alegrar el monarca de encontrar tan buen partido para su hija? Sin embargo, todavía le quedaba alguna duda y repuso:
- No te apresures tanto. Tráeme a ese joven para conocerlo y luego veremos.
El zorro estaba contentísimo y regresó de inmediato.
¿Cómo se iba a imaginar lo que sucedería al llegar? El muchacho apenas lo escuchó comenzó a negar con la cabeza al tiempo que exclamaba:
- ¡Imposible! ¡Imposible! Si el rey se llega a enterar de lo pobre que soy se enojará muchísimo y quién sabe si podremos conservar la vida.
- No te aflijas por eso, tú ven conmigo y nada más.
Y dicho y hecho el zorro llevó al muchacho hasta la presencia del soberano. Pero cuando ya estaban a punto de llegar, el zorro hizo intencionadamente que el muchacho se cayera en un estanque de barro cercano al palacio y luego corrió a toda velocidad mientras gritaba:
- ¡Malas nuevas! ¡Malas nuevas! Rey Huermusute, el camino a su palacio es en verdad muy escabroso, ¡por su culpa el futuro príncipe se cayó en el estanque! Mande pronto un buen caballo y alguna ropa buena para que se mude antes de verlo a usted, de lo contrario su yerno se enfadará.
Sobresaltado ante tales palabras, el rey ordenó enseguida a alguien que trajera ropas y caballos; luego ordenó al zorro que se los alcanzara al pretendiente de su hija. Cuando Baoluoledai se estaba cambiando de ropa el zorro le aconsejó una y otra vez:
- Hermanito Baoluoledai, cuando llegues al palacio del gran rey debes recordar bien tres cosas. Primero, después de que amarres el caballo en el poste por nada del mundo des vuelta la cabeza para mirar al animal. Segundo, después de que entres en la habitación, por nada del mundo debes mirarte la ropa. Tercero, cuando estés comiendo, por nada del mundo debes hacer ruido al masticar.
Pero ¡quién iba a imaginar que nada más llegar, nuestro héroe se olvidó por completo de las advertencias que le hiciera el zorro! Volvió la cabeza para mirar al caballo. Se miró la ropa al entrar en el palacio e hizo mucho ruido al masticar. De esa forma el gran rey entró en sospechas, llamó al zorro rojo a un lado y le dijo:
- ¡Este Baoluoledai es seguramente un pobretón! Mira, parece que nunca ha montado en un caballo tan bueno, que nunca se ha vestido con ropas de calidad y que jamás ha probado platos tan exquisitos.
El zorro, que era muy despierto, salvó la situación replicando:
- Ja, ja, ¡Usted se ha equivocado! Justamente porque el caballo y la ropa que usted le envió no son tan buenos como los que él posee se detuvo a mirarlos y sólo porque la comida que le han servido deja bastante que desear, él, desacostumbrado, hizo ruido al masticarla.
Con la explicación del zorro el rey pensó que Baoluoledai era una persona verdaderamente excepcional y lo aceptó como parte de la familia en el mismo momento.
Pero entonces el joven se intranquilizó aún más y le dijo al zorro:
- ¡La cosa va mal, la cosa va mal! Ahora que el rey me ha dado a su hija, si se entera de la verdad, ¿seguiremos vivos?
- No temas, deja que yo arregle todo. Y el zorro se fue en el acto, antes que nadie.
Iba el hábil animal marchando por la pradera cuando se encontró con una manada de camellos. Preguntó:
- ¡Eh! Tú, pastor, ¡de quién son todos estos camellos?
- ¡Ay! ¿Quién puede tener todos estos animales? Únicamente el monstruo de quince cabezas.
- Escucha esto: el gran rey Huermusute ha bajado a la tierra. Si le dices que estos camellos son del monstruo de quince cabezas te matará; en cambio, si decís que son propiedad del rico Baoluoledai te garantizo que no te pasará nada.
- Lo recordaré, gracias por su atención.
El zorro siguió caminando y caminando hasta que se topó con una tropa de caballos.
- ¡Eh! ¿De quién son todos estos caballos? le preguntó al arriero.
- ¿Quién crees tú que pueda tener tantas bestias? Son todos del monstruo de quince cabezas.
- Escucha esto: el gran rey Huermusute ha bajado a la tierra. Si le dices que los animales son del monstruo de quince cabezas te matará. En cambio, si le dices que pertenecen al rico Baoluoledai no te sucederá nada.
- Lo recordaré, gracias por tu preocupación.
Marcha que te marcha el zorro se dio de narices con otra tropa de ganado y le preguntó al cuidador:
- ¡Eh! ¿De quién son todas estas vacas?
- ¿De quién van a ser sino del monstruo de quince cabezas?
- Escucha algo: el gran rey Huermusute ha descendido a la tierra. Si le dices que estas vacas son del monstruo te matará, en cambio no te sucederá nada si le respondes que pertenecen al rico Baoluoledai.
- Lo recordaré, gracias por tu amabilidad.
El zorro siguió anda que te anda hasta que se le cruzó en el camino un rebaño de ovejas.
- ¡Eh! ¿De quién es este rebaño? le preguntó al pastor.
- ¡Ay! ¿Quién va a tener tantas ovejas sino el monstruo de quince cabezas?
- Oyeme, el gran rey bajará a la tierra. Si le dices que este rebaño es del monstruo de quince cabezas te matará. En cambio nada te pasará si le explicas que son del rico Baoluoledai.
- Lo tendré en cuenta, gracias por avisarme.
El zorro siguió y siguió hasta llegar al palacio del monstruo de quince cabezas y se encontró con el dueño, quien le demandó:
- Astuto zorro, ¿a qué has venido? ¿Acaso a engañarme?
- ¡Rápido! ¡Rápido! replicó el zorro. El gran rey Huermusute bajará a la tierra. ¡Escóndete pronto bajo una gran piedra del establo, pues si te ve va a ultimarte!
El monstruo de quince cabezas se quedó estupefacto al escuchar aquello y corrió a esconderse donde le indicaban.
Luego el zorro se dirigió a la demás gente del palacio:
- ¡Todos ustedes deben tener cuidado! Si el rey Huermusute les pregunta, digan que son los sirvientes del rico Baoluoledai. Si se llega a enterar que son del personal del monstruo de quince cabezas seguramente morirán.
Los del palacio también se asustaron muchísimo y no hubo uno que se negara a obedecer al zorro.
El rey Huermusute bajó en persona a entregar la princesa a Baoluoledai. Por el camino se encontró con grandes manadas y rebaños de camellos, ovejas, caballos y vacas. A todos los pastores les preguntó de quién eran aquellas bestias y le contestaron que pertenecían al rico Baoluoledai. Al final, llegó al palacio del monstruo de quince cabezas, lanzó una mirada y sólo pudo observar lujo y riqueza por doquier. Contento, sin poder controlar su entusiasmo, exclamó:
- ¡Mi yerno Baoluoledai es realmente un potentado extraordinario!
- ¡Cómo no! interpuso el zorro Sin embargo, el destino indica que su yerno debería ser más rico aún. El lama adivino ha manifestado que bajo una gran piedra del establo se encuentra un malvado. Es él quien impide que Baoluoledai no viva mejor. Gran rey Huermusute, ¡destruya pronto a ese maldito!
El rey se enfureció al oír aquellas palabras del astuto zorro rojo, lazó rayos y truenos e hizo añicos la gran piedra, terminando así con el monstruo de quince cabezas. No mucho más tarde, Baoluoledai era el yerno del gran rey y vivió contento y feliz con la princesa en el ex palacio del monstruo.
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