sábado, 8 de junio de 2019

REPLICAS Y CONTESTACIONES - Por Carlos Besanson

       El acto de pensar conlleva necesariamente el de opinar. En la medida en que el hombre actúe en sociedad, esa es la tendencia natural, su opinión es transmitida a su congéneres inmediatos a través de la palabra, y a los demás mediante la escritura. El transporte y la voz de la imagen con el empleo de nuevas tecnologías, va otorgando constantemente más fuerza y alcance a la expresión humana. Pero pensar es un acto esencialmente individual en el cual el sujeto va buscando, o aceptando, información que capta a través de sus sentidos, e interpreta mediante una inteligencia en constante formación educación. La cultura que va recibiendo del medio ambiente, en donde actúa y se desarrolla ese individuo, le señala objetivos, posibilidades y opciones que se convierten en deseables. La incultura, propia y ajena, genera absurdos escollos, que se agregan a los inconvenientes normales que dificultan la obtención de los objetivos.
Hace poco, una conocida revista empresaria de negocios, nos pidió que participemos con nuestra opinión, en un estudio destinado a medir la importancia de la propaganda impresa en una campaña electoral. Sin entrar en una absurda disquisición sobre preeminencias entre el mensaje radial, televisivo o gráfico, pienso que la escritura mantiene aún una fuerza psicológica de gran compromiso por parte del autor que documenta su posición, como un testimonio, que de ser falseado, puede convertirse en testamento de un muerto político.
Muchos hablan de la opinión pública en forma tal que da la sensación de ser un sinónimo de ciudadanía. En realidad no existe una sola opinión pública en forma genérica, sino diferentes opiniones de un público, o de públicos. Aún cuando pueda existir una opinión mayoritaria sobre ciertos temas, no se requiere de mucho esfuerzo para entender que siempre hay un disenso, aunque sea de unos pocos. Pero esos pocos siguen siendo ciudadanos, o integrantes de un público en discrepancia que tienen derecho a expresarse.
En las épocas en que las imprentas eran escasas, la falta de libertad para imprimir era una manera de limitar la difusión de opiniones discrepantes con aquellos que tenían el poder y la fuerza, aún sin tener la razón y la justicia.
Las presiones y ataques físicos que tenían esas imprentas
facilitaban los designios de quienes querían escuchar y leer sólo los comentarios que los favorecían. Las imprentas eran la única opción para manifestarse masivamente, porque aún no estaban descubiertas y operativas las nuevas tecnologías de comunicación. Por eso la libertad de imprenta adquirió la necesaria protección constitucional en casi todos los países contemporáneos. Ese reconocimiento es la aceptación del derecho a opinar en voz alta, sin susurros, sin presiones.
Frente a la fuerza económica de poderosos multimedios, han surgido también una enorme cantidad de pequeñas y medianas opciones de comunicadores que tienen sus propios instrumentos de llegada, usando técnicas que no requieren inmensas inversiones. Esas múltiples variantes de emisión y llegada de informaciones y comentarios, neutralizan tentadoras tendencias hegemónicas latentes. Incluso he sostenido públicamente, y en repetidas oportunidades, que hasta el afiche, firmado por persona responsable y con pie de imprenta, tiene la protección constitucional sobre libertad de imprenta, en la medida que su colocación no dañe los frentes de edificios.
Por eso cualquier argumento que se pretenda emplear para imponer, sin orden judicial, el derecho de réplica forzoso, sobre la base que el ciudadano común no tiene medios propios de expresión, está falseado por la realidad de los hechos, toda persona puede manifestar su opinión disidente a través de un volante, de un afiche, de una carta de lector, y del empleo de los múltiples instrumentos de comunicación, como periódicos, revistas, radios y canales de televisión. Cada director de esos medios tiene absoluta libertad para determinar si la opinión de quienes se dirige a él interesa, o no, a su sectorizado público lector o espectador. Ninguna legislación debe inferir el libre juego de las oportunidades. El público sigue siendo el único censor legal al dejar de leer, escuchar o ver el medio de comunicación que le falsea la verdad, o que no representa o interpreta sus intereses. Toda otra argucia legal es inconstitucional, incluso la apropiación del espacio ajeno como pretenden algunos legisladores sensibles a las críticas públicas publicadas.

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