sábado, 31 de agosto de 2019

LA MADRE TRISTE Por Gabriela Mistral

Duerme, duerme, dueño mío,
sin zozobra, sin temor,
aunque no se duerma mi alma,
aunque no descanse yo.

Duerme, duerme, y que en la noche
seas tú menos rumor
que la hoja de la hierba
que la seda del vellón.

Duerme en ti la carne mía,
mi zozobra, mi temblor,
en ti ciérrense mis ojos,
duerma en ti mi corazón.

EL AMOR QUE CALLA Por Gabriela Mistral

Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro,
pero te amo y mi amor no se confía
a este hablar de los hombres, tan oscuro!

Tú lo quisieras vuelto un alarido,
y viene de tan hondo que ha deshecho
su quemante raudal, desfallecido,
antes de la garganta, antes del pecho.

Estoy lo mismo que estanque colmado
y te parezco un surtidor inerte.
¡Todo por mi callar atribulado
que es más atroz que el entrar en la muerte!

EL ARROYO Por Francisco Luis Bernárdez 1939

Este arroyo que me mira
Con inocencia de pájaro
Tiene los ojos azules
Del horizonte serrano.

Por ellos habla la tierra
Y el árbol está soñando,
Por ellos oigo la queja
Del firmamento estrellado.

Como el corazón herido
Por un dolor sin descanso,
Canta porque  está muriendo,
Muere porque está cantando.

Mitad sonora presencia
Y mitad sueño lejano,
Éste arroyo es nuestra vida,
Repartida en piedra y canto.

MIRANDO JUGAR A UN NIÑO Por Enrique Rodó (De “Parábolas)

       Jugaba el niño en el jardín de la casa con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, un rayo de sol tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba  acompasadamente  en  la  copa.   Después  de  cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaros, se desprendían  del  herido   cristal  y  agonizaban suavemente en los aires.
Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo de su juego; se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero y la fue vertiendo en la copa hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, con primor, la arena desigual  de los bordes. 
No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal su fresca resonancia; pero el cristal, enmudecido, como si se hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca repercusión al golpe del junco.
El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira, Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un' cantero  cercano,  meciéndose  en  la  rama  que  más  se adelantaba,  parecía  rehuir  la  compañía  de las hojas,  en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola, con la complicidad del viento, que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa del búcaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó cuan alto pudo la flor entronizada, y la paseó, como un triunfo, por entre la muchedumbre de las flores.
-¡Sabia, candorosa filosofía! - pensé. Del fracaso cruel no recibe desaliento que dure, ni se obstina en volver al goce que perdió, sino que de las mismas condiciones que determinaron el fracaso toma la ocasión de nuevo juego, de nueva idealidad, de nueva belleza... 
        El ejemplo del niño dice que no debemos empeñarnos en arrancar sonidos de la copa con que nos embelesamos un día, si la naturaleza de las cosas quiere que enmudezca. Y dice luego que es necesario buscar  en derredor de donde entonces  estemos  una reparadora flor, una flor que poner sobre la arena por quien el  cristal se tornó mudo. . . 
 No rompamos torpemente la copa contra las piedras del camino sólo porque haya dejado de sonar.               Tal vez la flor reparadora existe. Tal vez está allí cerca. Esto declara la parábola del niño, y toda filosofía viril, "viril" por el espíritu que la anima, confirmará su enseñanza fecunda.

El Dios triste Por Gabriela Mistral

Mirando la alameda de otoño lacerada,
la alameda profunda de vejez amarilla,
como cuando camino por la hierba segada
busco el rostro de Dios y palpo su mejilla.

Y en esta tarde lenta como una hebra de llanto
por la alameda de oro y de rojez yo siento
un Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto
¡y lo conozco triste, lleno de desaliento!

Y pienso que tal vez Aquel tremendo y fuerte
Señor, al que cantara de su fuerza embriagada,
no existe, y que mi Padre que las mañanas vierte
tiene la mano laxa, la mejilla cansada.

Se oye en su corazón un rumor de alameda
de otoño: el desgajarse de la suma tristeza;
su mirada hacia mí como lágrima rueda
y esa mirada mustia me inclina la cabeza.

Y ensayo otra plegaria para este Dios doliente,
plegaria que del polvo del mundo no ha subido:
"Padre, nada te pido, pues te miro a la frente
y eres inmenso ¡inmenso!, pero te hallas herido".

EL NIÑO SOLO Por Gabriela Mistral

A Sara Hübner

Como escuchase un llanto, me paré en el repecho
y me acerqué a la puerta del rancho del camino.
Un niño de ojos dulces me miró desde el lecho
¡ y una ternura inmensa me embriagó como un vino!

La madre se tardó, curvada en el barbecho;
el niño, al despertar, buscó el pezón de rosa
y rompió en llanto... Yo lo estreché contra el pecho,
y una canción de cuna me subió, temblorosa...

Por la ventana abierta la luna nos miraba.
El niño ya dormía, y la canción bañaba,
como otro resplandor, mi pecho enriquecido...

Y cuando la mujer, trémula, abrió la puerta,
me vería en el rostro tanta ventura cierta
¡que me dejó el infante en los brazos dormido!

La abeja Por Enrique Álvarez Henao

Miniatura del  bosque soberano
y consentida del vergel y el viento,
los campos cruza en busca de sustento
 sin dejar nunca el colmenar lejano.

De aquí a la cumbre, de la cumbre al llano,
siempre en ágil, continuo movimiento,
va y torna como lo hace el pensamiento
en la colmena del cerebro humano.

Lo que saca del cáliz de las flores
lo conduce a su celda reducida
y sigue sin descanso sus labores,

sin pesar, ¡ay!, que en su vaivén incierto
lleva la miel para la amarga vida
y el blanco cirio para el pobre muerto.