sábado, 31 de agosto de 2019

MIRANDO JUGAR A UN NIÑO Por Enrique Rodó (De “Parábolas)

       Jugaba el niño en el jardín de la casa con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, un rayo de sol tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba  acompasadamente  en  la  copa.   Después  de  cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaros, se desprendían  del  herido   cristal  y  agonizaban suavemente en los aires.
Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo de su juego; se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero y la fue vertiendo en la copa hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, con primor, la arena desigual  de los bordes. 
No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal su fresca resonancia; pero el cristal, enmudecido, como si se hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca repercusión al golpe del junco.
El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira, Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un' cantero  cercano,  meciéndose  en  la  rama  que  más  se adelantaba,  parecía  rehuir  la  compañía  de las hojas,  en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola, con la complicidad del viento, que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa del búcaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó cuan alto pudo la flor entronizada, y la paseó, como un triunfo, por entre la muchedumbre de las flores.
-¡Sabia, candorosa filosofía! - pensé. Del fracaso cruel no recibe desaliento que dure, ni se obstina en volver al goce que perdió, sino que de las mismas condiciones que determinaron el fracaso toma la ocasión de nuevo juego, de nueva idealidad, de nueva belleza... 
        El ejemplo del niño dice que no debemos empeñarnos en arrancar sonidos de la copa con que nos embelesamos un día, si la naturaleza de las cosas quiere que enmudezca. Y dice luego que es necesario buscar  en derredor de donde entonces  estemos  una reparadora flor, una flor que poner sobre la arena por quien el  cristal se tornó mudo. . . 
 No rompamos torpemente la copa contra las piedras del camino sólo porque haya dejado de sonar.               Tal vez la flor reparadora existe. Tal vez está allí cerca. Esto declara la parábola del niño, y toda filosofía viril, "viril" por el espíritu que la anima, confirmará su enseñanza fecunda.

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