sábado, 31 de agosto de 2013

¿Es todo igual? por Guillermo Jaim Etcheverry

¿Son igualmente valiosos todos los productos de la actividad humana? ¿Puede una jugada de fútbol ser considerada tan genial como la teoría de la relatividad? De serlo, la educación carecería de sentido. En última instancia, educar supone elevar la capacidad de pensar y de sentir de las personas, lo que implica reconocer diferencias entre lo alto y lo bajo. Se trata de ayudar a la gente a trascender su identidad y su experiencia individual haciéndole encontrar inspiración en la historia del hombre y en sus creaciones.
Tal vez nuestra cultura se caracterice por la pérdida acelerada de los reparos que permitan distinguir entre lo que es alto y lo que es bajo. En esta sociedad ecléctica y polimorfa, los estilos se mezclan y se superponen las situaciones más inverosímiles porque tenemos a nuestra disposición todas las formas de vida. No sólo respetamos el modo de vivir de cada uno, sino que nos preocupamos porque resulte posible que cada persona consuma simultáneamente todas las posibles alternativas del vivir. Basándose en el hecho real de que las distintas culturas tienen diferentes concepciones de excelencia, hoy se pretende que todo termine siendo excelente para todos.
"Un par de botas vale más que Shakespeare." A partir de este enunciado de los populistas rusos del siglo XIX, el ensayista francés Alain Finkielkraut analiza la cuestión concluyendo que para la sociedad actual todas las culturas son igualmente legítimas y todo es cultural. No se trata sólo de humillar a Shakespeare, sino de elevar al zapatero. Así, son tan artistas un futbolista y Rembrandt, tan importante un jingle como una sonata de Mozart. Como la vida del espíritu (lo cultivado) se ha convertido en cultural (la existencia corriente), toda creación del hombre tiene igual valor. Si bien el no-pensamiento siempre coexistió con la vida del espíritu, ahora se lo llama igual -cultura- y concita el mismo respeto social. Por eso, quienes en nombre de la alta cultura se aventuran a descubrir el no-pensamiento son considerados antiguos y autoritarios. Víctimas de esta extorsión encubierta caen hoy los que plantean alguna jerarquía de valores, se oponen a la indiferenciación que nos envuelve o se resisten a considerar tan cultural a un filósofo como a un animador televisivo.
Hoy, como en el Siglo de las Luces, el ideal sigue siendo la independencia del hombre. Pero si antes se consideraba que el camino para conseguirla pasaba imprescindiblemente por la cultura, ahora se ve en ella un obstáculo.
Parecería que sólo se logrará la autonomía individual cuando el pensamiento deje de ser un valor supremo para convertirse en una opción más. Antes, se combatía el elitismo intentando que todos accedieran al conocimiento de las grandes obras humanas: la igualación a través de la cultura. Ahora, buscan convencernos de que no hay obras humanas grandes y pequeñas porque todas tienen igual valor. Por eso, en la actualidad, no es visto como elitista quien niega a la gente el acceso a la cultura, sino el que se resiste a calificar como cultural cualquier tipo de diversión. Amenazados, temerosos de denunciar el no-pensamiento, ya ni intentamos comparar. Confundidos, no advertimos que cuando todo vale lo mismo, en realidad nada vale.

Artículo publicado en la Revista La Nación

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