sábado, 9 de noviembre de 2013

Mi señor, el niño (Del libro LAS PIEDRAS HAMBRIENTAS de RABINDRANATH TAGORE

I


Raícharan tenía doce años cuando entró a servir en casa de su amo. Pertenecía a la misma casta que él, y le fue confiado el niño para que lo cuidara. Pasando el tiempo, el niño tuvo que abandonar los brazos de Raicharan para ir a la escuela; de la escuela pasó a la Universidad, y de la Universidad a la carrera judicial. Pero siempre, hasta que se casó, Raicharan fue su único servidor.
Vino a la casa un ama, y Raicharan se encontró con dos señores en vez de uno. Y toda su influencia de antes sobre su amo pasó ahora a la nueva ama. Lo que halló su compensación con un nuevo llegado. Anukul tuvo un hijo, y Raicharan, con su mimo constante, logró predominio completo sobre la criatura. Lo echaba al aire en sus brazos, le hablaba en el lenguaje absurdo de los pequeñuelos, ponía su cara contra la del niño, y luego, de pronto, la apartaba, con una risa burda.
El niño supo pronto gatear y pasar el umbral. Si Raicharan iba a cogerlo, le entraba un reír travieso y se escapaba de él. Raicharan estaba asombrado de la habilidad suma y la inteligencia extraordinaria que demostraba el niño cuando él lo perseguía. Y solía decir a su señora, con una mirada recogida y misteriosa:
-"Tu hijo será juez algún día."
Poco a poco las maravillas se iban sucediendo. Los primeros pasos torpes del niño señalaron pira Raicharan una época en la historia humana. Cuando llamó Pa-pa a su padre, Ma-ma a su madre y Chan-na a él, su arrobo no tuvo fin y pregonó la noticia a los cuatro vientos.
Más tarde, Raicharan necesitó aguzar su ingenio de mil maneras. Tenía, por ejemplo, que hacer de caballo, y ponerse las riendas entre los dientes, y dar cabriolas con los pies. O bien hacía como que peleaba con el niño, que era su amo; y si no se las arreglaba, con maña de luchador, para caer de espaldas derrotado al final de la lucha, era seguro que se armaba el gran escándalo.
Por entonces, Anukul fue trasladado a un distrito, a orillas de Padma. Al pasar por Calcuta, compró a su hijo un andador, un corpiño de raso amarillo, un gorro bordado de oro y brazaletes y ajorcas, de oro también. Y Raicharan le ponía todo esto a su niño cuando quiera que salían de paseo, con un orgullo ceremonioso.
Vino la época de las lluvias, y día tras día cayó el agua a torrentes. El río, como una serpiente gigantesca, se tragaba insaciable terrenos, aldeas y maíces, ahogando las más altas yerbas y las casuarinas de los arenales. De vez en cuando, un ruido profundo y sordo anunciaba que se habían hundido por alguna parte las márgenes del río. El rugir incesante del agua engrosada se oía desde muy lejos, y las masas de espuma que pasaban veloces, decían a los ojos lo impetuoso de la corriente. Una tarde, aclaró un poco. El cíelo estaba nublado, pero fresco y alegre. Y el pequeño déspota de Raicharan no se resignaba a estarse encerrado con una tarde tan hermosa. Se metió Su Señoría en las andaderas, y Raicharan, poniéndose entre las lanzas del tiro, lo fue llevando despacito, hasta los arrozales de la orilla del Pad-ma. Por los campos no había nadie, ni barca alguna en el agua. De la otra parte del río, las nubes estaban rajadas en el ocaso, y el silencioso rito del sol poniente se manifestaba en todo su ardoroso esplendor. En medio de aquella inmensa quietud, el niño, de repente, señaló con un dedito y gritó: "¡Channa, pesíosa fo!"
Allí junto, en la marisma, había un gran árbol de kadamba, todo florido. Mi señor el niño lo miraba con ojos codiciosos, que Raicharan sabía bien lo que estaban queriendo decir. Hacía poco tiempo, él le había hecho con estos mismos racimos de flor un carrito, y esto le dio tal felicidad a la criatura, que se estuvo todo un día arrastrándolo con una cuerda, sin obligar a Raicharan a ponerse un solo instante las bridas, ascendido, en un punto, de caballo a lacayo.
Pero Raicharan no tenía aquella tarde ganas de meterse en fango hasta las rodillas para coger las flores. Conque, de pronto, señaló en la dirección contraría exclamando: "¡Ay, mira qué pajarito va ahí!" Y con todo género de ruidos extraños, arrastró, rápidamente, las andaderas lejos del árbol.
Un niño llamado a ser juez no puede engañarse tan fácilmente. Además, nada había en realidad en aquel momento que lo distrajera; y la mentira de un pájaro imaginario no puede sostenerse por largo tiempo.
El amito era voluntarioso, y Raicharan no sabía ya qué hacer para disuadirlo. "Bueno", le dijo al fin, "estáte quietecito aquí en el andador, que yo voy a cogerte esas flores tan preciosas. Pero ten cuidado ¿eh? no te vayas a acercar al agua."
Y diciendo esto, se desnudó las piernas y se metió por el fangal brillante, camino del árbol.
En el mismo instante en que Raicharan se fue, su amito salió a todo correr hacia el agua prohibida. El niño contempló el río, que corría presuroso, con fragor y espuma. Parecía como si las onditas desobedientes fueran huyendo también de algún Raicharan más grande, con la risa de mil niños; y ante el espectáculo de su travesura, el corazón del niño humano se puso inquieto y ansioso. Se bajó cautelosamente de las andaderas y se fue con torpe andar hacia el río. Ya en la orilla, se inclinaba, y con un palito que había cogido, jugaba a pescar. Las traviesas hadas del río parecían invitarle con sus voces misteriosas a que entrara en su casa de juguetes.
Raicharan, con un manojo de flores en su delantal, volvía, todo sonriente. Llegó a las andaderas y no vio al niño. Miró a todas partes. Todo estaba desierto. Volvió a mirar a las andaderas. Nada.
En aquel primer momento terrible, la sangre se le heló en las venas. El mundo todo giraba ante sus ojos como una niebla oscura. De lo más hondo de su corazón partido, llamó, lastimero: "¡Amo!¡Amo! ¡Amito!"
Ninguna voz le contestó: "Chan-na." Ningún niño se rió tras él, travieso. Ningún grito de infantil alegría le acogió a su vuelta. Sólo el río seguía corriendo, ruidoso y dilatado, como antes, como si no supiese nada, ni tuviera tiempo de reparar en un acontecimiento humano tan insignificante como la muerte de un niño.
Anochecía, y el ama de Raicharan estaba desasosegada. Mandó hombres que buscaran por todas partes. Iban con linternas y llegaron a las mismas orillas del Padma. Allí encontraron a Raicharan, corriendo enloquecido por los campos, como un vendaval y gritando desesperadamente: "¡Amo! ¡Amo! ¡Amito!"
Cuando al fin pudieron conducirlo a casa, cayó prosternado a los pies de su señora. Lo sacudían, preguntándole ansiosos dónde había dejado al niño, pero lo único que dijo fue que no sabía nada.
Aunque todos pensaban que el Padma se habría llevado al niño, una duda quedaba rondando en los pensamientos. Aquella tarde había sido vista por los alrededores de la aldea una cuadrilla de gitanos, y se sospechó de ellos. La madre llegó, en la locura de su dolor, a creer que el mismo Raicharan hubiese secuestrado al niño. Lo llamó aparte, y con súplica desgarradora le decía: "¡Raicharan, dame a mi niño! ¡Devuélveme a mí niño! ¡ Yo te daré todo el dinero que tú quieras, pero devuélveme a mi niño!"
Raicharan, por toda respuesta, se daba golpes en la frente. Su ama lo echó de la casa.
Anukul intentaba convencerla de que su sospecha era completamente injusta. "¿Qué en el mundo", dijo, "iba a hacerle cometer un crimen semejante?"
La madre no hacía más que decir: "¿Quién sabe? ¡Cómo el niño llevaba joyas de oro!"
Y no era posible hacerla razonar.


II


Raicharan volvió a su aldea. Hasta entonces no había tenido hijos, y no le quedaba esperanza de tenerlos. Pero sucedió que antes de un año, su mujer dio a luz un niño, y murió.
Un resentimiento avasallador crecía en el corazón de Raicharan ante el niño nuevo. Allá, en el fondo de su pensamiento, una amargada sospecha le decía que este niño había venido a usurpar el lugar del Amito. Pensaba también que sería grave ofensa ser feliz con un hijo propio, después de lo ocurrido con el hijito de su amo. Si no hubiera sido por una hermana suya viuda que acogió como una madre al recién nacido, no hubiera éste vivido mucho tiempo.
Pero poco a poco fue cambiando Raicharan de pensamiento. Ocurrió una cosa maravillosa. El niño nuevo empezó también a gatear de un lado a otro y a pasar el umbral, con cara traviesa. También demostró una inventiva regocijadora escondiéndose en sitios seguros. Su voz, sus dejos de risa y llanto, sus gestos todos eran iguales a los del Amito. A veces, cuando Raicharan lo oía llorar, el corazón le empezaba de pronto a golpear loco contra sus costillas; y le parecía que su Amito antiguo estaba llorando en alguna parte de la tierra ignorada de la muerte, porque se había quedado sin su Chan-na.
Phailna, que este era el nombre que la hermana de Raicharan dio al recién nacido, comenzó pronto a hablar, y aprendió a decir Pa-pa y Ma-ma con voz torpe. Cuando Raicharan oyó estas palabras familiares, el misterio se le aclaró repentinamente. Su Amito no había podido librarse del encantamiento de su Chan-na y renacía en su propia casa.
Las razones que Raicharan se daba en favor de esta idea eran concluyentes. Primero: el niño nuevo nació poco después de la muerte de su Amito. Segundo: su mujer, no era posible que hubiese contraído méritos suficientes para dar a luz un hijo en una edad ya marchita. Tercero: el niño nuevo andaba torpemente y gritaba Pa-pa y Ma-ma. ¿Qué otra señal faltaba para indicar que era el futuro juez?
Entonces Raicharan recordó de repente la terrible acusación de la madre: "Sí", se dijo atónito, "a la madre no le engañaba su corazón. Ella sabía bien que yo había robado al niño." Al llegar a este extremo, le entró un gran remordimiento por su pasada negligencia, y desde entonces, se entregó en cuerpo y alma al recién nacido, convirtiéndose en su abnegado servidor. Comenzó a criarlo como si fuese hijo de rico; le compró unas andaderas, un corpiño de raso amarillo y un gorro bordado en oro; fundió las alhajas de oro de su mujer muerta y le hizo brazaletes y ajorcas de oro; no dejaba que el niño jugara con los otros chiquillos de la vecindad, y era, día y noche, su único compañero. Cuando el niño se convirtió en muchacho, estaba tan echado a perder, tan mimoso, y se vestía con tales primores, que los chiquillos de la aldea le llamaban "El Señorito" y se burlaban de él. La gente mayor pensaba que Raicharan estaba loco perdido por el niño.
Por fin, llegó el momento en que el niño debía ir a la escuela. Raicharan vendió una tierrecilla que tenía, y se fue a Calcuta. Allí, después de mucho buscar, consiguió trabajo y puso a Phailna en la escuela. No perdonaba sacrificio para darle la más esmerada educación, la mejor ropa y la mejor comida. El se conformaba con un poquillo de arroz, y se decía: "Amo, Amito mío, como me querías tanto, volviste a mi casa, ¿verdad? ¡Nada te faltará, que yo tenga la culpa!"
Pasaron doce años. El muchacho sabía ya leer y escribir perfectamente. Era alegre, sano y bien parecido. Se extremaba en su persona y tenía un cuidado especial al hacerse la raya. Le gustaba derrochar y tener trajes caros; y podía gastar el dinero. No se acostumbraba a mirar a Raicharan del todo como padre, pues aunque su cariño era paternal, tenía modales de criado. Raicharan también pecaba con ocultar a todo el mundo que él era el padre del niño.
Los estudiantes de la hostería donde Phailna era huésped, se divertían de lo lindo de las maneras rudas de Raicharan; y hay que confesar que Phailna, a espaldas de su padre, se les unía en las bromas. Pero en el fondo, todos querían a aquel viejo candido y dulce, y Phailna también, aunque, como he dicho antes, él lo quería con cierta condescendencia.
Raicharan envejecía, y cada vez le encontraban más errores a su trabajo. Se había estado matando de hambre por amor a su niño, y esto le debilitó tanto, que no podía cumplir con su obligación. Las cosas se le olvidaban. Estaba cada vez más torpe y más lelo. Y en donde ganaba, querían de él trabajo cumplido y no se ablandaban con excusas. El dinero que Raicharan trajo de la venta de su tierra, se les había acabado. Y el muchacho reclamaba constantemente pidiendo ropa y dinero.


III


Raicharan adoptó una resolución. Dejó su empleo, le dio algún dinero a Phailna y le dijo: "Tengo que hacer en mi casa de la aldea. Volveré pronto."
Y se fue a Baraset, donde Anukul estaba de juez. La mujer de Anukul seguía aún abatida por el dolor, y no había vuelto a tener hijos.
Anukul descansaba, una tarde, de un largo y fatigoso día de tribunal. Su mujer estaba comprando a un mendigo curandero una yerba carísima, que él aseguraba que tenía la virtud de dar hijos. Alguien saludó en el patio, y Anukul salió a ver quién era. Era Raicharan. El corazón de Anukul se ablandó viendo a su viejo criado; le hizo muchas preguntas y le dijo que se quedara de nuevo a su servicio. Raicharan sonrió levemente y contestó: "Desearía saludar a mi señora."
Entró Anukul en la casa con Raicharan, a quien la señora no acogió tan cordialmen-te como su antiguo amo. Pero Raicharan no se molestó por ello, y juntando las manos dijo: "¡No fue el Padma quien robó a tu hijo, sino yo!"
Anukul exclamó: "¡Dios mío! ¿Qué estás diciendo? ¿Dónde está el niño?"
Raicharan dijo: "Está conmigo. Lo traeré pasado mañana."
Era domingo aquel día y no funcionaba el juzgado. Marido y mujer se pusieron, impacientes, en el camino, desde muy de mañana, esperando a Raicharan. A las diez llegó Raicharan con Phailna de la mano.
La mujer de Anukul se sentó al niño en la falda, y sin preguntar nada, reía y lloraba tocándolo, llena de emoción; y lo besaba en el pelo y en la frente, comiéndoselo con los ojos. El muchacho era muy guano y estaba vestido como el hijo de un caballero.
Y el corazón de Anukul se desbordó en una explosión súbita de cariño.
Sin embargo, el juez interrogó a Raicha-ran: "¿Y qué pruebas tienes para justificar lo que dices?"
Dijo  Raicharan:   "¿Qué  más   pruebas quieres? ¡Dios sabe que yo robé a tu hijo y sólo Dios!"
Viendo el ansia con que su mujer abrazaba al muchacho, Anukul comprendió la inutilidad de las pruebas. ¡Cuánto más valía creer! Y la verdad era que, ¿de dónde iba a sacar el viejo Raicharan un muchacho como aquél? ¿Y para qué iba su fiel criado a engañarle?
Pero añadió severamente:  -"Raicharan, tú no puedes quedarte aquí."
"¿Y a dónde voy yo ya, amo?" dijo Raicharan ahogándose, suplicando con las manos. "¿Quién me va a querer ya tan viejo?
La mujer respondió: "Déjalo que se quede. El niño estará contento, y yo lo perdono."
Pero la conciencia profesional de Anukul no lo permitía. "No", agregó, "no puede ser perdonado."
Raicharan se echó al suelo y se abrazó a los pies de Anukul. "¡Amo", gritó, "déjame que me quede, que no fui yo quien lo hizo, sino Dios!"
Esto nubló más el entendimiento de Anukul. ¡Echar la culpa a Dios!
"¡No", repitió, "no puedo permitirlo! ¡Ya no podría tener confianza en ti! ¡Tú has cometido una traición!"
Raicharan  se levantó y dijo: "No fui yo."
"¿Pues quién fue entonces?"  preguntó Anukul.
Replicó Raicharan: "Mi destino." Pero un hombre de carrera no podía aceptar tal excusa, y Anukul no cedía.
Cuando Phailna vio que era hijo de un juez rico y no de Raicharan, se molestó, al principio, pensando en el tiempo que había permanecido desprovisto de su patrimonio; pero viendo la amargura de Raicharan, dijo generosamente a su padre: "Padre, perdónalo. Si no quieres, que no se quede con nosotros; pero pásale alguna cosilla para que viva."
Al escuchar esto, Raicharan no replicó ya. Contempló, por última vez, la cara de su hijo, y saludó reverente a sus antiguos amos. Luego salió, y se perdió entre la muchedumbre innumerable del mundo.
A fin del mes, Anukul le envió algún dinero a la aldea. Pero el dinero fue devuelto, No existía nadie allí que se llamara Raicharan.

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