Gérard Mordillat (nació en París, en 1949) es novelista y director de cine, con trabajos para la televisión de ficciones y documentales, con adaptación de sus propias obras (“Los vivos y los muertos”) y de otros escritores (Georges Simeon, Jean Giono, Robert Pintet). Con el también director y escritor Jérome Prieur realizó las series documentales “Corpus Christi, el origen del cristianismo”, “El apocalipsis”, y una ficción en torno a la figura de Antonin Artaud.
“La atracción universal” (1990), “Los vivos y los muertos” (2006), “No hay alternativa: treinta años de propaganda económica”, en coautoría con Bertrand Rothe (2011), son cita obligada de sus libros.
“La voz de su amo”, co-dirigido con Nicolás Philibert (documental), “La isla del Atlántico”, “Las cinco partes del mundo”, citas también obligadas de su filmografía.
PALABRA E IMAGEN: ¿ESPEJOS ENFRENTADOS?
Mordillat comienza recordando que en la Edad Media, los peregrinos colgaban minúsculos espejos de sus sombreros, con la convicción de que cuando se prosternaran frente a la santa reliquia, al término de su periplo, la imagen de ella persistiría en el amuleto.
Esa persistencia de la imagen piadosa los protegería de los peligros, de las enfermedades, del mal, del diablo y de los súcubos.
La baratija reflejante estaba realizada en plomo frotado. Esa industria y ese comercio serán la primera actividad de Johannes Gutenberg, quien había concluido su aprendizaje como orfebre y dominaba el trabajo de los metales, así como de las aleaciones. El artesano fabricará y venderá esos espejitos a los peregrinos hasta que esa práctica se olvide o pierda, o hasta que él se canse. Liberado de tan mediocre actividad, se lanzará a la fabricación de caracteres de imprenta móviles, resistentes y reproducibles.
En opinión de Mordillat, afirmar que Gutenberg inventó la imprenta es exagerado. Por otro lado, reconoce como cierto que fue él quien sintetizó ciertos elementos conocidos pero dispersos, que contribuirán a su modernización y desarrollo.
Entonces, fue considerado a justo título “el primero en imprimir un libro digno de ese nombre” (una Biblia), aunque entre sus primerísimos ensayos se cuenten muy simbólicamente algunas cartas de indulgencias. Se trata de unas cartas de treinta líneas, que la Iglesia comerciaba profusamente, en las que garantizaba a sus compradores una estadía en el Paraíso: “Al tintinear las monedas contra la caja, el alma sale volando del Purgatorio”, predicaba el monje Johann Tetzel.
El 31 de octubre de 1517, Martín Lutero clavará en las puertas del castillo de Wittenberg sus “noventa y cinco tesis” contra las indulgencias, indignado porque osaran vender el Paraíso para financiar a Alberto de Brandemburgo (1490-1568), que ambicionaba el arzobispado de Maguncia (¡ciudad natal de Gutenberg!). Sus discípulos las copiarán y harán imprimir. Esas palabras en letras de plomo serán las primeras armas de los monjes-soldados que liderarán la Reforma…
SOBRE PLOMO
La relación, para Mordillat, va mucho más lejos: El espejo de plomo que conserva el reflejo del objeto observado (imagen santa o vulgar) y el plomo de la palabra impresa (religiosa o profana) son dos eslabones de una misma cadena que nada sería capaz de separar. Existe un vínculo intangible entre la persistencia de la imagen en el espejo y la de la palabra en la página impresa, entre la literatura y la imagen (sea pictórica, fotográfica o cinematográfica).
Cuando la palabra y la imagen se convierten en sinónimos perfectos, es imposible limitar el término “imagen” a su dimensión pictórica o fotográfica, así como la palabra no puede reducirse a su sentido aparente. Entre la palabra y la imagen hay una atracción irresistible, una extrema condensación de sentido, precipitado de emociones, fisión nuclear de expresiones en un cuerpo infinitamente pequeño cuya explosión producirá la obra. Para transmitir con fuerza esta idea, tal vez sería necesario forjar un ideograma que, en un solo signo, dijera: letra-palabra/imagen-reflejo.
Palabra/imagen: dos espejos enfrentados, hermanos siameses nacidos de un mismo huevo. El huevo de plomo de Gutenberg.
A partir de su invención, dos Biblias se funden en una sola: la Biblia impresa (la Biblia para leer) y la Biblia para ver la vastísima iconografía cristiana, considerada como la “Biblia de los iletrados”.
UNA MIRADA INSISTENTE
Antiguamente, cuando un deceso azotaba a una casa, se bloqueaba el péndulo o las agujas de los relojes. “¡Ah, es eso! El reloj de la vida se ha detenido hace un momento. Ya no estoy en el mundo.” (Arthur Rimbaud, en “Una temporada en el infierno”). Luego, en ese tiempo en suspenso, como lo está en una tela pintada, se cubrían los espejos con un paño opaco, o más comúnmente, con un tul transparente que se guardaba en reserva en los armarios para tal uso. Lo fundamental era que los espejos no reflejaran la imagen del muerto; que esa imagen no sustituyera a la del vivo. “Me miro al espejo por las mañanas y veo a toda la familia mirándome. Veo la cara de mi madre, veo a mi hermana, veo a mi hermano. Veo todo el linaje de mis muertos, todos ellos, en mi fea jeta”, escribe Philip Roth en “La contravida”.
Los antiguos eran prudentes: ese reflejo del espejo es la mirada que no se puede sostener; es la muerte que mira insistentemente al vivo si ningún velo lo impide. Ahí está el peligro, la amenaza. En un estudio de filmación, si en el decorado hay varios espejos, para determinar la posición exacta de la cámara hay una regla que se expresa en una frase infantil: “Si tú me ves, yo te veo.” En otros términos, si el espejo ve la cámara, la cámara se verá en el espejo, y con ella, todos los técnicos que la rodean.
Por ello, es imperativo posicionarse en un ángulo tal que la cámara escape a ese reflejo, mortal para la película.
ESPEJOS VELADOS
La costumbre de cubrir los espejos en la casa de un muerto se extinguió, pero la idea del poder mágico del reflejo persiste, más o menos conscientemente, bajo otras formas. Sea en las imágenes que colgamos de las paredes de nuestras casas, sea en los libros que miramos. Son objetos aparentemente opacos para nosotros, inofensivos como espejos cubiertos. Craso error: para nuestra felicidad o desdicha, las telas, los escritos (esos espejos sin reflejo) no carecen de efectos. Para nuestra felicidad, cuando en el Renacimiento se ordenaba colgar desnudos de las paredes de la habitación nupcial, para que durante el coito, en el preciso instante de la fecundación, la esposa gozara de la visión de unos cuerpos hermosos, promesa de unos hijos hermosos.
Para nuestra desdicha, cuando el libro enmascara en negro sobre blanco la certeza de nuestra desaparición detrás del espejo oscurecido de las palabras.
LA IMAGEN INVERTIDA
El espejo devuelve la imagen invertida de quien en él se mira, como la palabra, hecha de letras de plomo, se escribe al revés en la caja en la que se compone. Quizá sea por eso que el reflejo sea figura o escritura, y en cualquier caso, arte siempre desafía a la muerte; siempre desafía a ese contrario de la vida que, libro tras libro, filme tras filme, tela tras tela, procuramos distinguir en la oscuridad que nos rodea. Sea cual sea el tema, sin que haga falta poner en escena un cráneo o unos huesos, una Biblia, un texto, una tela, una película o una fotografía son una vanidad que supuestamente debe recordar a cada uno de nosotros que somos mortales. Esas imágenes librescas o pictóricas, recordatorio sin indulgencia, no existen sino como reflejo de nosotros mismos.
INTERROGANTES
Pero con gran facilidad somos lectores o espectadores distraídos… No sabemos ver ni leer, a causa del velo que suele posarse sobre nuestros ojos. Como en una definición de palabras cruzadas, las imágenes hacen pantalla: “permite e impide ver”. Leerlas pese a todo, analizarlas, comprenderlas, no es más que intentar leerse a sí mismo, analizarse, comprenderse más allá del velo, frente a la mirada única de la muerte.
¿Cómo no interrogarse una vez más y siempre sobre esta confrontación, no para saber qué significa, sino, mucho más dolorosamente, para qué sirve; ¿para qué nos sirve? ¿Para qué sirve el velo que nos ciega, el reflejo que nos deslumbra? ¿Cómo responder a las preguntas que nos dirigen las imágenes, sean estas pintadas, fotográficas, cinematográficas, sonoras o surgidas del libro interminablemente leído y releído, palabra por palabra, letra por letra? ¿Cómo adentrarse en la tinta de la palabra más simple, la más tenue, para descubrir en ella la noche, tan vasta que una vida entera nunca bastará para explorarla?
VERSE: RECONOCERSE
En “Las meninas” de Diego Velázquez, el reflejo del rey y de la reina en el espejo del fondo no cuenta. Es un señuelo, una coquetería del artista. El único reflejo que vale es la tela en la que el mismo Velázquez enfrenta al espectador. Cuando un pintor, un fotógrafo o un escritor realiza un retrato o un autorretrato, lo que pinta, fotografía o escribe es el retrato del espectador o el lector. El retrato de aquel o aquella que, frente a la obra, trata desesperadamente de reconocerse en los rasgos que le son ajenos; trata de verse en el espejo de otro sin comprender que mira, sin velo, la muerte frente a sí.
El carácter enigmático de las imágenes una vez más, de todas las imágenes, incluidas las palabras consideradas como imágenes es intrínseco; sea Velázquez, la pintura abstracta, un cromo de san Sulpicio, una plaqueta en escritura cuneiforme, en hebreo o en latín, sea el retrato de un pequeño blanco americano por Walker Evans, cada imagen hace una pregunta precisa. Eso hace aún más necesario comprender que, más allá del señuelo de la representación o del relato, eso que vemos, eso que leemos, somos nosotros. Más de una vez, el pintor Francis Bacon expuso sus telas detrás de un vidrio, para tener la seguridad de que los espectadores “se vean en ellas”, ¡y se veían en ellas! E inmediatamente, lo que veían era del orden de lo trágico. De esas “ásperas verdades veladas hasta el día de hoy” hablaba san Justo.
Eran ellos, terriblemente ellos en Bacon. Las imágenes penetran en nosotros por los ojos, por los oídos, por todos los poros de nuestra piel. Tanto los paisajes por los que pasamos como aquellos en los que nos encontramos de día o de noche, pintura, cine, fotografía, televisión, palabras escritas, palabras oídas, nos irrigan con imágenes y hacen palpitar nuestro corazón. Por eso, tanto las letras de plomo como los espejitos de Gutenberg nos espantan y fascinan por igual. Nuestro cuerpo es un cuerpo de imágenes que el dormir exalta en los sueños. Y es la piel de los sueños eso que llamamos “obras de arte”, para tenerles respeto, es decir, para mantenerlas a distancia y admirarlas, al mismo tiempo.
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