sábado, 14 de junio de 2014

LA INSCRIPCIÓN DEL FARO DE ALEJANDRÍA - Por José E. Rodó De “Parábolas”

El primero y más grande de los Tolomeos se propuso levantar, en la isla que tiene a su frente Alejandría, alta y soberbia torre, sobre la que una hoguera siempre viva fuese señal que orientara al navegante y simbolizase la luz que irradiaba de la ilustre ciudad. Sóstrato, artista capaz de un golpe olímpico, fue el llamado para trocar en piedra aquella idea. Escogió blanco mármol; trazó en su mente el modelo simple, severo y majestuoso. Sobre la roca más alta de la isla echó las bases de la fábrica, y el mármol fue lanzado al cielo mientras el corazón de Sóstrato subía de entusiasmo tras él.
Columbraba allá arriba, en el vértice que idealmente anticipaba: la gloria. Cada piedra, un anhelo; cada forma rematada, un deliquio. Cuando el vértice estuvo, el artista, contemplando en éxtasis su obra, pensó que había nacido para hacerla. Lo que con genial atrevimiento había creado, era el Faro de Alejandría, que la antigüedad contó entre las siete maravillas del mundo.
Tolomeo, después de admirar la obra del artista, observó  que   faltaba   al   monumento  un   último   toque,   y consistía en que su nombre de rey fuera esculpido, como sello que apropiase el honor de la idea, en encumbrada y bien visible lápida.
 Entonces Sóstrato, forzado a obedecer, pero celoso en su amor por el prodigio de su genio, ideó el modo de que en la posteridad, que concede la gloria, fuera su nombre y no el del rey el que leyesen las generaciones sobre el mármol eterno. De cal  y  arena compuso para la lápida de mármol una falsa superficie, y sobre ella extendió la inscripción que recordaba a Tolomeo; pero debajo, en la entraña dura y luciente de la piedra, grabó su propio nombre. La inscripción, que durante la vida del Mecenas fue engaño de su orgullo, marcó luego las huellas del  tiempo destructor; hasta que un  día,  con  los despojos del mortero, voló, hecho polvo vano, el nombre del príncipe. Rota y aventada la máscara de cal, se descubrió, en lugar del  nombre  del príncipe,  el de Sóstrato, en gruesos caracteres, abiertos con aquel encarnizamiento que el deseo pone  en  la  realización  de  lo prohibido.
Y la inscripción vindicadora duró cuanto el mismo monumento; firme como la justicia y la verdad; bruñida por la luz de los cielos en su campo  eminente; no más sensible  que a la mirada de los hombres, al viento y a la lluvia.
llegar al fin de la jornada, el Fundidor Supremo - nombre de la justicia que preside en el mundo a la integridad del orden moral, al modo de la Némesis antigua -, le detiene para preguntarle dónde están los frutos de su alma, porque aquellas que no rinden fruto deben ser refundidas en la inmensa hornaza de todas, y sobre su pasada encarnación debe asentarse el olvido, que es la eternidad de la nada.

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