Al pie de la sierra La Barrosa hay unos versos que arrullan el descanso de uno de nuestros más destacados poetas de la segunda mitad del siglo pasado: Luis Domingo Berho.
Dice el homenaje:
En las sureñas regiones
escribió su canto eterno,
con la chacra por cuaderno
y los surcos por renglones.
En la décima de José Curbelo se condensa el significado de la obra de este hombre, nacido muchas veces allá donde lo decidió su voluntad de andador. El lugar que él mismo eligió para su descanso final fue al pie de esta sierra balcarceña, donde todos los 26 de setiembre sus amigos se han dado cita para recordarlo.
Nacido a una legua de Lobería el 4 de agosto de 1925, fue el último de una docena de hijos del matrimonio de María Rochford (de ascendencia irlandesa) y Juan Berho (de ascendencia vasca). Se asomó al mundo por primera vez sobre el arroyo de Los Huesos. Poco después, al fallecer su padre, la familia se trasladó al paraje Cerro La Guitarra, en la vecindad de San Manuel, donde vivió hasta la adolescencia.
Tendría unos 16 años cuando decidió hacer un atado con sus pocas cosas y largarse a la huella. En Monte, después en Mar del Plata, a un regimiento en Bariloche para cumplir sus obligaciones ciudadanas, y otra vez a la ciudad atlántica, donde en el vínculo con poetas y músicos fue dando a conocer sus primeras obras. “Cortando campo” (1954) y “14 Sonetos y medio” (en los 70) son sus pequeños aportes, con formato más que de libro, de folletín, que da a la valoración del medio gauchesco y folclórico marplatense. Lo integran entre otros Roberto Cambaré, Víctor Abel Giménez y Andrés Gromaz. En 1968, Víctor Velázquez graba para el sello Odeón un disco en el que le interpreta el tema “Las dos aves”.
Pero no había disco ni libro que alcanzaran a contenerlo. Las décimas de “El Maceta” eran memorizadas por los paisanos, que ignoraban que tenían un autor, y andaba cerca. Don Domingo sabía decir que eran sus versos más queridos. Prendían, porque Berho era un escritor “de primera mano”, que cantaba a lo que vivía y veía, en el lenguaje auténtico del protagonista. Dice la leyenda que una vez pasó por Faro, un pueblo que nació a la vera de la vía, cercano a Monte Hermoso. De esa visión, posiblemente muy fugaz, nacieron las décimas de “Estación de vía muerta”, que con la música de Francisco Chamorro inmortalizó la vida pasada del lugar y su gente.
Su poesía es andariega, como él, con un tono elegíaco por lo que el tiempo deja atrás. Un mundo de pequeñas cosas que revelan un universo de sueños y afanes, y dejan entrever en sus huecos los rostros y las huellas del trabajo humano, el más sencillo y primordial, el que las grandes historias pocas veces destacan. Le canta a la arpillera: “¿Qué fue lo que no se puso/en una bolsa cualquiera?”, convirtiéndola en símbolo de lo que su propia poesía es, en su capacidad de contener lo que sin darnos cuenta se hace parte de nuestras vidas. Retrata la cocina de chacra: “…lugar donde fuera el teatro/de la reunión campesina…/Aquí se afiló el cuchillo/por acá pasó el amargo/aquí estaba el banco largo/bien lavao con el cepillo…/Aquí se sintió calor/la noche más invernal”. Un sulki viejo lo aleja con rumbo al pasado, “tirado atrás del galpón”. El molino roto, la guitarra perdida, atrapan con un gesto sencillo y elocuente a la vez, la riqueza más valorada por el poeta, la que se oculta en esas pobres cosas cotidianas.
Ya en la década del 70 su nombre comienza a sonar fuerte en fogones y escenarios, cuando sus versos se hacen voz en los cantores: Argentino Luna grabó “Tambo” y “La primer visita”, Alberto Merlo hizo lo propio con “La chata de Lobería”, “Estación de vía muerta” y otros.
Berho fue el primero en advertir: “Mire que yo no soy un poeta gauchesco…”. Era el poeta de la chacra, gaucho pero de su tiempo, sin tropas, reseros, piales o palenques, porque a eso ya habían cantado los trovadores de antaño. La suya era la visión de un campo que había cambiado, que era entonces chacra, con sus labores típicas, sus herramientas y personajes. No hay libro, película ni documento que registre con mayor veracidad el ambiente particular del sur bonaerense de esa época. Como afirma el periodista Rubén Benítez, de “La Nueva Provincia” de Bahía Blanca, “…inventó una literatura marginal, que no era gauchesca ni clásica”.
Fue autodidacta, gran lector de todo tipo de obras literarias, clásicas y contemporáneas. Logró con su esfuerzo y su talento una formación amplia y heterogénea, para volcarla luego en sus creaciones. Un corrector obsesivo de su propia obra, que buscaba sin descanso el mejor sonido y el contenido más claro y preciso. Merecen integrar las mejores antologías “Peón de fierro”, “Malacate”, “Mis trebejos”, “Tranquera de alambre” o “Historia de un relincho”, entre muchas otras, además de las ya nombradas.
Pedro Patzer ha señalado con acierto: “La poesía de Luis Domingo Berho no sólo nos permite recuperar un antiguo paisaje espiritual del campo, y el retrato fiel de sus hombres, sino que la genialidad de su obra consiste en la mirada filosófica con que consigue pintar el mundo familiar. Donde decenas de gauchos sólo veían una mera tranquera, don Berho contemplaba la gran metáfora del transcurrir de la vida: Por vos los enamorados/con esperanza pasaron,/por vos en el sulki entraron/los novios recién casados./A mercachifles cargados/les diste entrada y salida/y en la última partida/con un perro de cortejo/por vos salió el vasco viejo/cuando se jue de la vida”.
Tras su deceso, el 26 de setiembre de 1992, en una clínica de San Justo, la familia radicada en Balcarce, con su sobrina Dora Berho de Faberi a la cabeza, cumplió su último deseo de que sus restos descansaran al pie de La Barrosa. Y además, el de publicar un libro que compendiara gran parte de su obra. “De mi galpón” fue editado en 1999, en La Plata. En las 150 páginas de este libro se han compilado más de 80 composiciones, de acuerdo con un trabajo de selección que el poeta se encontraba realizando al momento de ser internado.
La Asociación Argentina de Escritores Tradicionalistas posee una vitrina en exhibición permanente con los últimos objetos que dejó al morir, en su habitación de la casa de Nelfi Trimarchi, una de sus “familias adoptivas”, que los donó con la aprobación de sus sobrinas.
Tuvo en vida numerosos reconocimientos. Pero el mayor de todos es la memoria de sus versos, que siguen dando aliento a un pasado del que somos deudores y del que Luis Domingo Berho fue el gran trovador. De los nuestros, de los mejores.
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