Hace de esto algún tiempo, el doctor Florencio Escardó me dijo: los únicos que no tienen delegados que los defiendan son los niños; todo el mundo se agremia entonces tiene quien los proteja. A los niños, solamente les quedan los adultos de buen corazón, que no son tantos.
Con el discurrir del tiempo, han aparecido muchas organizaciones que, bien o mal, con tendencia a esto último, defienden a los niños, también a las mujeres. Estas últimas han conseguido defensores en profusión: mujeres maltratadas, mujeres desdeñadas, mujeres engañadas, todas son defendidas y los medios de difusión les dedican costosos espacios.
Y eso es justo, nadie tiene derecho a maltratar a nadie, sea su mujer, su hijo o cualquier persona sin parentesco alguno. Para ellos la justicia y la cárcel, si se los encuentra culpables, las disculpas y el sobreseimiento, si son inocentes.
Lo que uno sigue esperando es un poco de igualdad, o mejor aún, que esta justiciera actitud se haga extensiva a los hombres maltratados, por sus jefes, por los empresarios del transporte de pasajeros que lo obligan a soportar largas esperas. ¿Qué derecho, me pregunto como ciudadano, tienen de obstruir la llegada de uno al hogar?
¿Es constitucional hacer eso? No, no lo es. Y cuál es la razón entonces de que se lo haga con irritante frecuencia, frecuencia tan irritante como la impunidad de que gozan?
En el lugar en que trabaja es una tarjeta, en el ómnibus, un pasajero, en la casa de comercio donde entra para comprar algo, es un cliente y así hasta el infinito. Solamente en su casa es un señor; pobre, miserable, vuelve a ser un hombre, vale decir que empieza a recobrar su identidad.
Y esa identidad se muestra en su verdadera plenitud y esplendor; cuando los ojos límpidos y asombrados de su pequeño hijo, lo miran y en esa mirada se mezclan los interrogantes y también la admiración.
Es el momento en que uno empieza a movilizar viejas imágenes que ya estaban integradas a los bellos paisajes de su alma; quizá ha retrocedido cuarenta años o más y se ha visto niño, mirándose a los ojos de su padre, con parecido asombro.
Pero las imágenes se han liberado y ahora corretean pasando fugazmente por las retinas. Y uno sigue siendo un niño, un niño afiebrado y mira para encontrarse con los ojos preocupados de su padre, que, ansioso, espera que la enfermedad ceda, que, como dijo el doctor, no es nada grave y que pronto el niño estará jugando, pero es que ese pronto no llega con la rapidez que él quisiera que lo hiciera, por eso su rostro es todo preocupación.
Las imágenes siguen pasando fugazmente y ahora uno es un adolescente lleno de dudas que necesita tomar coraje para contárselas al padre que escuchará y sonriente, con una palmada en la espalda o una caricia, le hará ver que lo que le ocurre no es tan grave, con palabras suaves y sensatas, primero, sonriendo mientras habla, después, lo irá convenciendo que muchas cosas como esas le ocurrirán en la vida y que lo realmente grave, sería que no le ocurrieran y esa noche, usted recuerda que tuvo un sueño sereno, sin fantasmas, sin preocupaciones.
Todo este recorrido hasta el pasado puede realizar Ud., mientras algunos señores resuelven si Ud. llegará o no a su casa, para encontrarse con la mirada llena de misterio de su hijo, el menor.
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