A cada una de esas
mujeres que solo descansarán
el día que entierren
a sus maridos,
y que, por
desgracia, son todavía muchas,
demasiadas.
Se te pierde de pronto
la pupila
en el llanto del hijo
que aún hoy
no entiende las maletas
llenas de él, posadas en la puerta,
cargadas del veneno
que nunca le escupiste,
todas sus cosas
de nuevo
en tu armario
porque el niño lloraba
y tú,
madre,
esposa,
preferiste tu llanto
al de tu hijo
y te tragaste treinta años de cristales.
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