martes, 24 de febrero de 2015

EL VIOLINISTA MARAVILLOSO Por Ezequiel Feito

          Amigo Jorge: en cierta monótona y gris tarde de primavera estaba cuidando a mi suegro en el hospital municipal mientras escuchaba en mi Mp3 algún que otro fragmento de música clásica, cuando en un ataque de aburrimiento me asomé a la ventana y vi en la vereda de enfrente, junto a un gran portón de hierro, a un viejo violinista. Me saqué los auriculares y corriendo una de las hojas, alcancé a oír algo de su música.
No sé por qué me sonaba cercana y maravillosa al mismo tiempo y por extraño que te parezca esa melodía era exactamente lo que siempre quise escuchar. Me quedé oyéndolo un largo rato, luego del cual guardó aquel instrumento en lo que parecía una caja o una funda y continuó caminando calle abajo hasta que lo perdí de vista.
Por deberes de la vida, hoy volví nuevamente al hospital a cuidar de mi suegro, pero al poco rato trajeron a la cama que estaba junto a la ventana al que sería su compañero de pieza. Nadie lo acompañaba ni tampoco él parecía esperar a alguien. Tenía toda la apariencia de aquellos abuelos que quedan solos en el mundo. Sus ojos estaban inteligentemente abiertos a pesar de que su respiración era débil y dificultosa, mientras que a su lado reposaba una vulgar caja de madera salpicada por algunas grandes costras rojizas como pústulas de lepra.
Lo saludé sin que me devolviese la cortesía y me senté junto a mi suegro, colocándome los auriculares del mismo MP3 de la vez anterior, poniéndolos a un volumen más bien bajo como para poder escuchar cualquier ruido del enfermo.
Me disponía a tomar unos mates cuando de repente oí que aquel hombre decía con voz bien clara: “¡Tocata y fuga de Bach!”
Tomándolo como un delirio de viejo no le hice mayor caso hasta que al rato volvió a decir “¡Tercer movimiento del concierto número veinte para piano de Mozart!” y luego “¡Final de la quinta sinfonía de Beethoven!” Recién ahí me di cuenta que escuchaba la música tan claramente como yo. Me saqué los auriculares y por más que acercaba mi oído a ellos, no podía oír más que una confusa melodía.
-“¡Otra vez Mozart!” volvió a gritar. Me puse el auricular y efectivamente, era la obertura de “La flauta mágica”.
Te imaginarás mi sorpresa. Si bien soy algo sordo, no podía distinguir a un centímetro lo que él, débil y enfermo, oía claramente a tres metros.
- ¿Cómo lo hace? – es lo único que se me ocurrió decirle.
- ¿Para qué quiere saberlo? – me contestó con voz baja pero firme.
Debió haber leído mi cara, porque con un tono más amable dijo como al descuido:
- Si se acerca un poco, yo podría contarle un historia mucho más interesante que lo que acaba de preguntar.
Entonces, aprovechando el largo sueño de mi suegro, acerqué la silla y colocándome a la cabecera de su cama junto a la fúnebre caja de madera, escuché el siguiente relato:
“Hace mucho tiempo llegó a un pequeño reino un violinista venido de quién sabe dónde. El hombre parecía pobre y ciego aunque no lo era, porque tenía el caminar seguro y erguido de un soldado y la dignidad y postura de un rey. Llegó hasta la plaza y colocando sobre un banco una caja junto a su sombrero, extrajo de ella un violín y comenzó tocar. De inmediato todo el ambiente se llenó de imágenes; el viejo roble reverdeció, llenándose sus ramas de brillantes hojas y los corazones de aquellos que pasaban comenzaron a sentir un ansia de extraña felicidad y amor como nunca antes habían experimentado. Los enamorados podían oír la voz de ocultos ruiseñores y recordaban la frescura de los primeros besos; la gente oía nuevamente la voz de sus amados muertos y recordaban las felices horas junto al hogar de su infancia y su alma, gastada por los años, volvía a ser pura otra vez. Aún los más viejos sintieron la alegría que habían perdido con su juventud. En toda la plaza reinaba una felicidad y una armonía como nunca se había visto en ese pueblo, y todo aquel que pasaba cerca de él, se detenía un buen rato y no se iba sin echar una o varias monedas en el sombrero.                  
Al terminar, el hombre las recogía y luego de guardarlas en sus bolsillos, se iba lentamente hacia otro lado.
Al día siguiente fue hacia el puerto. Al comenzar su música, viejas leyendas marinas comenzaron a correr por el aire y toda la gente, desde el joven grumete hasta el capitán más duro, sintieron la belleza de las antiguas canciones y amaron la lejanía de sus mares. Le hablaba al soldado en el idioma del soldado, a la madre en el idioma de las madres y al obrero en su propio idioma. Lo mismo pasaba con los niños, los animales y los árboles. Jamás se podrá saber cuántos corazones ha llenado aquel violinista, dándoles sentido a sus vidas por primera vez.
Por supuesto el rey ya estaba sobre aviso (y como bien sabemos todos, los reyes son los primeros en saberlo todo y los últimos en hacer algo) y fue hacia él con algunos de sus más leales servidores. Al llegar, se le acercó y simplemente le dijo: “ Toca...”
Entonces el hombre tomó su violín y la gente fue invadida por una oculta alegría que nunca había sentido. Atraídos por la presencia del rey, estaba una multitud heterogénea: desde el más miserable de sus súbditos hasta el burgués más rico. Todos, el explotado trabajador, las viudas por el hambre, la guerra o la peste, los niños harapientos y descalzos, el ávido tendero, el filósofo más inconformista, el hombre de la tierra y el hombre del mar; en fin, todos estaban allí escuchándolo y dándole gracias porque en verdad aquella maravillosa música les hacía olvidar sus penas, sus quejas, su ambición y los cuidados de la vida y cuando terminó de tocar se volvieron satisfechos a sus casas como si un ángel hubiera estado con ellos. El rey, observando todo eso, le dijo:
- ¿Y por esas pocas monedas vendes un arte tan magnífico? Eso es muy poco para alguien tan talentoso y tan espiritual como tú.
El violinista le contestó:
- Majestad, estoy contento con lo que gano, aunque mi verdadera paga es ver la felicidad en el rostro de vuestros súbditos. No cambiaría eso por nada del mundo.
- ¡Y no lo harás! – le dijo el rey- Desde hoy irás de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo y de villa en villa. En todas las plazas que hay en mi reino tocarás tu hermosa música. Quiero que todos te oigan y sean felices. Yo en persona te pagaré cien veces más de lo que hoy te han dado de limosna en ese mísero sombrero.
- Su majestad es demasiada bondadosa conmigo, pero temo que a este humilde servidor y a su música les haya dado un valor que no merecen.
- ¡No digas eso! ¡He visto el milagro con mis propios ojos! Quiero que sepas que nada es más importante que el bienestar de mi reino y tu arte me es imprescindible para lograr eso. Desde el día de hoy comenzarás tu trabajo, ¿de acuerdo?
Y el rey se retiró hacia su palacio no sin antes darle suficiente dinero al violinista.”
El hombre giró su cabeza hacia la ventana e hizo una larga pausa como si necesitara tomar aliento.
- Y sin embargo.. –dijo como hablándole a una lejana nube, pero sin terminar la frase.-
Y volviéndose hacia mí, continuó con su relato:
“Desde ese día fue de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo y de aldea en aldea hasta recorrer completamente aquella tierra, tal como se lo ordenara el rey. Pobló de imágenes los corazones y su música transformó la miseria en riqueza, el dolor en alegría, y todo lo malo fue olvidado por un buen tiempo. Todo descontento se trocó en armonía, todo agravio fue perdonado, toda injusticia desapareció de tal manera que hasta los pájaros, los arroyos y los vientos parecían haberse aprendido la música que improvisaba. Cuando terminó de recorrerlo todo, fue hacia el palacio y se presentó ante el rey.
- ¡Por fin mi país está en paz! – dijo muy satisfecho el monarca- ¡Y eso te lo debo a ti, amado violinista!
Entonces le volvió a llenar los bolsillos con monedas de oro y luego de tributarle aquellos honores que puede ofrecer la corte de un rey a un hombre común, lo despidió del palacio diciéndole:
- Comienza nuevamente a recorrer mis tierras; y que tu música lleve esa alegría, ese bálsamo que tanto necesitan mis súbditos.
Aquel hombre sencillo besó el soberbio anillo del rey, colocó en su caja el violín y se retiró. Al poco rato cruzó el estrecho puente que unía el palacio con el resto del país y, como era noche cerrada, se internó sin proponérselo en los arrabales de la ciudad.
Caminó por las sucias calles donde se apiñaban alrededor del fuego algunos jóvenes harapientos, en los cuales el hambre había modelado sus cuerpos y seleccionado sus ropas. Sin que ellos se dieran cuenta, vio sus rostros deformados por la resignación y la furia ante el inútil intento de cambiar sus vidas. Pasó rápidamente de largo y se detuvo ante la ventana de un mugriento bar. En casi todas las mesas había personas donde el rastro brutal del alcohol había casi borrado las facciones humanas del rostro de aquellos miserables. Algunas niñas esperaban nerviosamente en una esquina del mostrador. Unas entrecerraban los ojos inclinando la cabeza hacia abajo mientras otras miraban con fastidio a los ocasionales parroquianos. A lo lejos se oían gritos sin respuesta, y sobre una nube que dominaba los edificios de todo el barrio, el ángel innombrable con la espada desnuda parecía esperar una orden muda para comenzar su tarea.
Como si estuviera soñando, el violinista corrió rápidamente hasta su casa solitaria del bosque, que era el lugar donde el rey le había ordenado que viviera.
Apenas comenzó la mañana, el fresco aire del bosque inundó la casa. Los blandos rayos del sol iluminaron su cama y aquel hombre despertó. A su lado estaba el mágico violín con su funda salpicada por el barro de la noche. Entonces se levantó y tomándolo fue en busca de esa calle. Allí su música sonó con una perfección desconocida, elevando el corazón de los que lo oían como nunca antes. Miró a su alrededor: todos, absolutamente todos, estaban felices.
- Has hecho nuevamente una hermosa tarea – le dijo un funcionario del rey que estaba escuchándolo.-
Apenas éste se fue, el violinista guardó su instrumento en la embarrada funda y salió para siempre de aquel país de tal manera que hasta el día de hoy nadie pudo volverlo a ver.”
Y entonces, Jorge, aquel hombre se incorporó, y extrayendo el violín de la caja, llenó de música la sala. Te confieso que esta vez sonó mucho más maravillosamente que la anterior. Al poco rato dejó de tocar y luego de vestirse, abandonó la habitación.

Lo vi por última vez desde la ventana, caminando calle abajo hasta que lo perdí de vista. 

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