En un lugar apacible de nuestras serranías, donde me había hecho fuerte rebelado contra los rigores del verano, vi crecer un río, un espectáculo que no intimida, siempre que uno esté a dos cuadras y en un primer piso, desde ese atalaya hasta se lo puede mirar desafiante o desdeñosamente, si Ud. lo prefiere.
Alguien me habló de un anciano que vivía en las cercanías y fui a verlo, después que de la creciente no quedaban ni memorias, claro está, por aquello que no existen los enemigos chicos.
Setenta y cinco años tiene el hombre y sigue trabajando.
-Es que tengo que criar a estos cinco chicos,-me dijo. -Quedaron sin padres. No anduvieron bien, se separaron y yo me hice cargo de las criaturas, al fin de cuentas soy el abuelo.
Problemas de la pareja, -pensé mientras el anciano hablaba-. Los padres no se entendieron, incompatibilidad de caracteres, acaso o quizá descubrieron lo que Marañon había hecho mucho antes: el amor no es infinito, un día termina. ¿Y los chicos?, se preguntaron. A los chicos que los cuide el abuelo, trataremos de le harían compañía. Nosotros trataremos de rehacer nuestras vidas.
Menos complicado, tal vez, menos moderno, más atrasado, el viejo comprendió que los chicos necesitan alguien que los protegiera y se puso a laburar por él y los cinco chicos.
Tal vez lo haga por los padres y no por los chicos, peligrosa conjetura la mía. De arranque nomás, sin pensarlo, había pensado en los niños y ahora caía en la cuenta de que los protagonistas principales eran los padres, los más desdichados, por cierto: por ahí andarían ellos, sin que nadie comprendiera su dramón; ella contando que él no resultó lo que ella esperaba y él desparramando su decepción a cuanta mujer se le aproximara.
Bordeaba yo las lágrimas al imaginarme todo esto y la voz gastada del anciano me frenó justo, salvándome de una aflojada.
-Mi problema -decía el anciano-, son mis años. Anduve medio preocupado, pero ya he solucionado ese problema. Como los chicos no pueden quedarse solos, le he pedido permiso a Dios para vivir unos cuantos años más, cuando los chicos ya no me precisen que él disponga.
Con gran perspicacia, descubrí que el anciano lo hacía por los chicos y ya tuve una duda menos y una decepción más: ¿es que por los adultos que ven destruida su vida en pareja nadie está dispuesto a sacrificarse?
Quedaba flotando en el aire, algo parecido al misterio. Lo provocaba esa suerte de respetuoso tuteo con Dios que practicaba el anciano. Le había pedido permiso para vivir unos años más y ahora estaba tranquilo.
Le hice notar eso y me respondió:
-Es que nunca me ha fallado, es un verdadero amigo. Claro, yo lo molesto lo menos posible, nunca le he pedido pavadas -y lanzó una risotada- y ahora me voy a buscar a los muchachos.
Montó a caballo y, me saludó y me dejó en el patio de su casa, de una casa que me pareció impregnada de poesía y duendecillos.
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