Ocurrió una vez que el gato se encontró en un bosque con la señora zorra, y pensando: «Es lista, experimentada y muy considerada en el mundo», dirigiósele amablemente en estos términos:
-Buenos días, mi estimada señora zorra. ¿Qué tal está su señoría? ¿Cómo le va en estos tiempos difíciles?
La zorra, henchida de orgullo, miró al gato despectivamente de pies a cabeza, y estuvo un buen rato meditando si valía la pena contestarle; pero, al fin, dijo:
-¡Oh!, mísero lamebigotes, necio abigarrado, muerto de hambre, cazarratones, ¿qué te ha pasado por la cabeza? ¿Cómo te atreves a preguntarme si lo paso bien o mal? ¿Qué has aprendido tú, vamos a ver? ¿Cuántas artes conoces?
-No conozco más que una respondió el gato modestamente.
-¿Y cuál es esta arte tuya? inquirió la zorra.
-Cuando los perros me persiguen, sé subirme de un brinco a un árbol y, de este modo, me salvo de ellos.
-¿Y es eso todo lo que sabes? dijo la zorra. Pues yo domino más de cien tretas, y aún me queda un saco lleno de ellas. Me das lástima; vente conmigo y te enseñaré la manera de escapar de los perros.
En aquel momento se presentó un cazador con cuatro lebreles. El gato, veloz, saltó a un árbol y sentóse en la copa, bien oculto por las ramas y el follaje.
-¡Abrid el saco, señora zorra, abrid el saco! gritó desde arriba; pero los canes habían hecho ya presa en la zorra y no la soltaban.
-¡Ay!, señora zorra prosiguió el gato, con vuestras cien tretas os han cogido. ¡Si hubieseis sabido trepar como yo, habríais salvado la vida!
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