sábado, 19 de septiembre de 2015

DEMOCRACIA Y MODESTIA - Por Albert Camus

El parlamento reinicia sus sesiones. Van a recomenzar los arreglos; los regateos, las triquiñuelas. Los mismos problemas que nos abruman desde hace dos años van a ser llevados a los mismos callejones sin salida. Y cada vez que una voz libre intente decir, sin pretensiones, lo que piensa de ellos, un ejército de perros guardianes, de todo pelo y color, ladrará furiosamente para tapar su eco.
Nada de todo esto es divertido, por supuesto. Felizmente, cuando uno sólo mantiene esperanzas razonables, no se sienten desfallecer. Los franceses que vivieron plenamente los diez últimos años aprendieron al menos a no temer por ellos mismos, sino solamente por los demás. Ya han pasado lo peor. De ahora en más están tranquilos y firmes. Repitamos, pues, tranquila y firmemente, con esa inalterable ingenuidad que se tiene a bien reconocernos, los principios elementales que nos parecen los únicos apropiados para hacer aceptable la vida política.
No hay, tal vez, ningún régimen político bueno, pero la democracia es, con toda seguridad, el menos malo. La democracia no puede separarse de la noción de partido, pero la noción de partido puede muy existir sin la democracia. Esto ocurre cuando un partido o un grupo de hombres creen poseer la verdad absoluta. Es por ello que el Parlamento y los diputados necesitan hoy una cura de modestia.
El mundo de hoy hace evidente todas las razones de esta modestia.
¿Cómo olvidar que ni el parlamento ni ningún gobierno tienen los medios para resolver los problemas que nos acosan? La prueba está en que ninguno de esos problemas fue abordado por los diputados sin que se pusiera en evidencia la querella internacional.
¿Nos falta carbón? Es porque los ingleses nos niegan el del Ruhr y los rusos el del Sarre. ¿Falta pan? El señor Blum y el señor Thorez se echan en cara las toneladas y los quintales de trigo que nos hubiera debido proveer Moscú y Washington. Imposible mejor prueba de que el Parlamento y el gobierno no pueden por el momento desempeñar más que un papel puramente administrativo y que Francia, en fin, es un país dependiente.
Lo único que se puede hacer es reconocerlo, extraer de ellos las consecuencias que convienen y tratar, por ejemplo, de definir en común el orden internacional sin el cual ningún problema interno se arreglará jamás en ningún país. Dicho de otro modo, sería necesario que nos olvidáramos un poco de nosotros mismos. Esto daría a los diputados y a los partidos un poco de esa modestia que caracteriza a las buenas y verdaderas democracias.
Demócrata, en definitiva, es aquel que admite que el adversario puede tener razón, que le permite, por consiguiente, expresarse y acepta reflexionar sobre sus argumentos.
Cuando los partidos o los hombres están demasiados persuadidos de sus razones como para cerrar la boca de sus oponentes por la violencia, entonces la democracia no existe más.
Cualquiera que sea la ocasión para que se manifiesta la modestia, ésta es saludable para la repúblicas.
 Hoy Francia no tiene ya los medios para ser poderosa. Dejemos a otros el cuidado de decir si esto es bueno o malo. Pero es una coyuntura. A la espera de recuperar ese poderío o de renunciar a él, le queda aún a nuestro país la posibilidad de ser un ejemplo.
Pero sólo podrá serlo a los ojos del mundo proclamando las verdades que puede descubrir en el interior de sus fronteras, es decir afirmando, por el ejercicio de su gobierno, que la democracia interna será aproximativa en tanto no se realice un orden democrático internacional y planteando en principio, finalmente, que ese orden, para ser democrático, debe renunciar a los desgarramientos de la violencia. Son éstas -ya se habrá comprendido- consideraciones voluntariamente inactuales.


(Combat, febrero de 1947).

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